Fernando del Paso, poeta y contrabandista de nirvana

Fernando del Paso (Ciudad de México, 1935) acaba de recibir el Premio Cervantes. Sobre este inclasificable novelista, dibujante, académico, pintor, periodista, locutor, publicista, diplomático, dandi, en fin, contrabandista de nirvana, habla este artículo.

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Compré de la hoy ya extinta cadena de librerías Internacional –sucursal de Estrella y O’Leary– en 1996 o 1998 (simplifiquemos la imagen: en los lejanos y baratos años noventa), dos ejemplares voluminosos y rectangulares como manuales de plomería de Fernando del Paso (de cuya existencia literaria me había enterado por una impensada y entusiástica reseña en la vieja revista Sex Humor). Eran de editorial Plaza y Janés, y del año 1993: Palinuro de México y Noticias del Imperio –el segundo, por ocho mil guaraníes, precio «de rebaje», pues, tachado, en lápiz de papel, se leía aún el precio originario: ¡diecisiete mil!

¡El Palinuro era más caro! Rezaba, en cifras tímidamente escritas, «doce mil guaraníes»; no estaba tachado este, su único precio.

Artaud, Drieu La Rochelle y Edgar Lear son tres escritores mencionados en la novela como autores favoritos del narrador de Palinuro. Si suponemos que comparte gustos con Fernando del Paso, podemos comentar que el franchute es más bien sobrio, nada que ver con la verbosidad torrentosa y el enciclopedismo de nuestro autor mexicano. Acaso de Artaud tenga Del Paso ese amor por el «asno podrido» (la estética de lo feo augurada por el marketing del surrealismo, sobre todo de Dalí‚ esa fascinación por lo feo y lo pútrido, el excremento en el surrealista disidente, las pustulencias médicas en el mexicano Premio Cervantes 2015). Del inglés del non-sense, Lear, podemos decir que acaso sea su par más próximo por su coqueteo con lo naïf y lo infantil.

HOJEAR EL PALINURO

A continuación voy a ir hojeando con ustedes mi ejemplar de Palinuro de México, e iré compartiendo algunos de los subrayados que hice durante mi lectura. Hago hincapié en estas minucias nostálgicas porque hoy día es casi imposible hallar un libro hermoso y barato, y prefiero dar prioridad a las frases del autor –he rastreado, sobre todo, acá, bien subrayadas con bolígrafos azules, sus alusiones y citas de otros autores– a lanzar mis superfluas disquisiciones sobre su obra bella y poética.

«Los guantes de hule que William Stewart inventó por amor a las manos de Carolina» (al neoyorquino William Stewart Halsted, pionero de la cirugía moderna y adicto a la cocaína y a la morfina, se debe el uso, en las operaciones, de los guantes de goma, que inventó a fines del siglo XIX para cuidar las manos de la enfermera Carolina Hampton, de la que estaba enamorado y que sufría una enfermedad de la piel).

«Tenemos estertores sibilantes y traqueales que producen sonidos de flautín de chirimías de pífanos» (la «enfermedad musical», que decía Novalis‚ autor también citado en Palinuro).

«Le di un buen trago a la cerveza, encendí otro Rothmans (sólo en París fumé Gauloises, como los personajes de Cortázar) y tú le dijiste a tu muchacha respectiva: a Farabeuf, para poner otro ejemplo, le fue suficiente inventar la pelvitomía para eternizarse en un instante».

«Yo le pregunté al escocés y le pregunté al Toro Negro de Clarence por qué nuestros sexos no podían ser geométricos como los de los habitantes del país imaginario inventado por Diderot en Les Bijoux Indiscrets…»

«…y sólo hasta que salí a la calle, maldito escocés, pude hojear de nuevo Del Sentimiento Trágico de la Vida, y cuando me enteré que el hombre es un animal guarda-muertos, casi tomo el metro a Highgate para llevarle un ramo de geranios rojos al autor de El Capital. Porque no sólo Carlos Marx murió en Londres, viejo, sino también la revolución proletaria internacional. No tengo ni idea si Engels murió allí o en Manchester, aunque sé que sus cenizas, porque así lo quiso, fueron esparcidas en las playas de Eastbourne, donde pasó algunas temporadas con Marx».

«Pero comencé a orinar, ¡cómo oriné esa tarde, querido Palinuro: más que Gulliver cuando apagó con su orina el palacio de la princesa de Liliput, más que Gargantúa cuando bautizó con orina a París!».

«No cabe duda que tenía razón Jonson (el otro, el poeta isabelino) cuando dijo que el clima de Londres era ideal para criar rameras. Pero lo que sucede es que hay más inglesas hermosas que mujeres hermosas de ninguna otra nacionalidad».

«…porque los ingleses nunca voltean: para ellos, el trasero no existe. Yo creo que lo que más les asustó del libro de Lawrence fueron los apretones de nalgas con los que terminaba el guardabosques».

«No, no hay en Londres tantos drogadictos como dicen: eso es una leyenda. Carnaby Street no ha sido nunca Cannabis Street. Tampoco tantos homosexuales: ésa es otra leyenda: hay bisexuales, asexuales y transexuales. Tampoco hay niebla: ésa es una invención de Conan Doyle».

«Pero no quiero ponerme solemne. ¿Cuál es la última frase de Adán Buenosayres? Solemne como pedo de inglés».

«Pero mis colecciones son de puras palabras, como el Libro de Hermes, donde las letras mayúsculas eran templos y las frases ciudades, o como el barco de Cervantes que viaja al Parnaso, cuya popa está compuesta por sonetos y “la gavia, toda, de versos fabricada”. Mis colecciones, en otras palabras, son como los ladridos sin perro de Pablo Neruda o las muecas sin gato de Lewis Carroll. Puedo citar un verso de Mallarmé: La chair est triste, hélas, et J’ai lu tous les livres!, pero no puedo enseñarte a Mallarmé. Lo tuve en mis manos, es decir tuve sus obras completas en la London Library, y me di cuenta que si mi carne estaba triste, era precisamente por todo lo contrario: no he leído todos los libros».

FIGURAS DEL DESCENSO

Mi capítulo preferido de Palinuro de México es el dieciocho, «La última de las Islas Imaginarias: esta casa de enfermos», y lo relaciono vagamente con «Visita a la mina», de Kafka, y Enrique de Ofterdingen, de Novalis: tres versiones del misterioso viaje de descenso a las profundidades.

Enrique de Ofterdingen (una de las biblias del morboso Bernhard –fascinado, supongo, por aquello de que «la fiebre tiene naturaleza musical»), la novela inconclusa de Novalis, registra un descenso subterráneo, digamos, positivo, idealizado, cuando, en su viaje en busca de la rosa azul, topan con Klingsor y bajan a visitar al sabio en las entrañas de esa gruta que guarece piedras de conocimiento mineral y una biblioteca en uno de cuyos libros Enrique, que lo hojea al azar, reconoce la aventura –para siempre inconclusa– que está emprendiendo en la novela... Es un descenso de signo benévolo, parangonable a los que se encuentran en otros libros, como Piedras, de Caillois, o Abeja de cristal, de Jünger (aunque la visión del descenso en este último es más ambigua, casi de signo negativo –como en Pynchon–: el descenso es a la fábrica high tech que intenta suplantar la creatividad de la naturaleza).

En «Visita a la mina», de Kafka, excursión a unos subsuelos tan burocratizados o protocolizados como los pasillos de El proceso, el mundo plutoniano en el que Hades trabaja los metales uranianos o estelares es objeto de una reducción cómica pese a la seriedad de los ingenieros y demás profesionales de la misma laya ambiciosa cuyo propósito de desvalijar las entrañas tectónicas de su originalidad ctónica se revela cuando son descubiertos in fraganti en una coreografía absurda, inmovilizados en su quehacer abstruso de dominio-saqueo de la naturaleza.

En Palinuro de México, Palinuro realiza un tour de force al visitar esos recovecos de la realidad llamados de hospital. A la burla y el encanto de Kafka y Novalis los sustituye la complacencia en la vitalidad del morbo y del pus en una larga y sádica enumeración de lo amorfo, lo disgregante, lo delicuescente, una objetivación de la corrupción de la carne, la apología de un demiurgo del mal físico, hacedor del dolor y de la muerte a cuentagotas en mil formas proteicas de alcanzar el desgaste de la vida. Queda la impresión de que la salud no es más que el aleteo descendente o el bostezo de la muerte en gorgorigmos pustulentos como la cara rozagante del púber itifálico, llena de pústulas y barritos adolescentes, que marca el clímax de vigor y empuje ascensional de su virilidad.

PALINURO Y MAXIMILIANO Y CARLOTA

Palinuro es también el nom de plume de Cyril Connolly (y representa un arquetipo de la frustración, pues la figura mitológica griega, el piloto de la nave de Eneas desde su salida de Troya tras la destrucción de la ciudad, como se sabe, nunca fue enterrado y cuando, en el poema de Virgilio, Eneas desciende al inframundo, se encuentra allí con el espíritu de Palinuro, que, al haber quedado insepulto su cuerpo, carece de descanso) en su obra La tumba inquieta, subtitulada El ciclo verbal de Palinuro y publicada por primera vez en español en 1944 por la Editorial Sur. Connolly firmó originalmente con el seudónimo de «Palinurus» esta colección de observaciones y notas de la época de la Segunda Guerra Mundial.

Por otra parte, siguiendo con los parangones, alguna vez sería bueno escribir sobre las semejanzas y diferencias entre Palinuro y Estefanía‚ los primos hermanos enamorados en la novela de Fernando del Paso‚ y el amor de los hermanos Clarisse y Ulrich en El hombre sin atributos, de Musil.

El final de Palinuro de México‚ invadido por todas las rosas literarias (por ejemplo, por las rosas auditivas –«Flora de estilo, plena, / citada en fangos de honor por rosas auditivas...»– de César Vallejo)‚ es uno de los finales más poéticos de la narrativa latinoamericana moderna (aunque el único final que me hizo derramar lágrimas alguna vez en mi ajetreada vida de lector es el final tormentoso de Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry‚ donde, por cierto, aparece –y por eso lo evoco aquí ahora– el Palacio de Maximiliano y Carlota, héroes de la otra novela monumental de Del Paso: Noticias del Imperio).

kurubeta@gmail.com

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