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La mayoría la toma por elegante e ingeniosa feria de trucos y acertijos lógico-matemáticos, y yerra. El espíritu filosófico radical, de carnaval, de Alicia en el País de las Maravillas es más explosivo y dinámico, más espeso en la trama de su dialéctica, más esencial en su desafío. Alicia es un invento peligroso que toma el lenguaje, base del acuerdo sobre la realidad y lo racional –en el sentido menos aventurero de lo racional (y de lo real)– y, delincuencial, directa y escandalosamente, pasa al otro lado –el mundo subterráneo en Alice in Wonderland (al que Alicia cae), la cara oculta del espejo en Through the Looking-Glass (a la que Alicia cruza)–. Juega con sus potencias dormidas, con sus capacidades de despertar de su sueño al Rey Rojo, con su facultad de disolver todo aquello que sostiene. Y el toque de rareza –lo que delata al genio– es que este libro, que es nitroglicerina, que tendría que estar prohibido –creo que merece ese honor–, divierte y mueve a risa:
«–Toma un poco más de té –ofreció, solícita, la Liebre de Marzo.
–No he tomado nada aún –protestó Alicia, molesta–, de modo que no puedo tomar más.
–Querrá decir que no puede tomar menos –puntualizó el Sombrerero–. Es mucho más fácil tomar más que tomar nada».
EL SUICIDIO DE LA LÓGICA
Los cambios de dimensiones y proporciones que sufre Alicia desde que llega a Wonderland cambian su definición (toda definición, por definición, valga el juego de palabras, es fija) por un fluido que la desdibuja. A todos nos pasa eso, pero no nos desdibuja porque se da lo largo de toda la existencia, mientras que así, comprimido en un lapso que no es la vida sino un episodio de la vida, una aventura (en Wonderland), se convierte en prueba lógica de la irrealidad del yo. La subjetividad ataca al sujeto, el discurso dispara contra su lugar de enunciación, la primera persona, asiento gramático de la razón, y el libro-bomba de Dogson / Carroll se autodestruye en suicidio jubiloso.
«–La verdad, señora, en estos momentos no estoy muy segura de quién soy. Sé bien quién era esta mañana, cuando me levanté, pero desde entonces he sufrido varias transformaciones.
–¿Qué tratas de decir? –dijo la Oruga, con severidad?–. ¡Explícate, por favor!
–¡Esa es la cuestión! –exclamó Alicia–. No me puedo explicar, porque yo no soy yo. ¿Se da cuenta?».
LA BOTELLA DE KLEIN
Si todo, como en el País de las Maravillas, cambia sin cesar, no puedes fijar las cosas en conceptos, ni, por ende, ver en los hechos un sentido. Esto pasa en la realidad, pero no nos impide funcionar normalmente porque se da de un modo lo bastante dilatado como para que nos adaptemos, mientras que en Wonderland cambia todo con tal prisa y tan sin pausa que la mente no puede adaptarse y queda claro que ni lo ilusorio es la paradoja ni el absurdo es lo irreal, sino que lo irreal y lo ilusorio son, precisamente, los conceptos y el sentido.
La irrealidad de Wonderland es desmentida en Wonderland porque lo irreal se define por oposición a algo real cuya realidad en Wonderland se desmiente: no hay, en el fondo, mundo subterráneo, ni cara oculta del espejo: no hay «otro» lado. No hay «lado». La misma idea de «lado», cómica, se hace disfraz de la nada, como una sonrisa sin gato.
La aventura de Alicia ocurre en el infinito universo del lenguaje y es la otra historia posible de ese universo infinito. El discurso que narra la aventura es el protagonista de la aventura que narra. La forma es el contenido, el medio es el mensaje y el texto no comunica sino que se comunica. Comunica lo que es, está lleno de sí mismo, es vehículo de sí, el adentro es el afuera. Alicia es la botella de Klein y la cinta de Moebius de la literatura.
LA RAZÓN DE LA LOCURA
El sentido común cree que aporías y paradojas son irregularidades, anomalías; Wonderland demuestra que, por el contrario, son la sustancia de los acontecimientos, sustancia velada por tretas que en el País de las Maravillas resultan fallidas.
Las oposiciones conceptuales, las antinomias que garantizan el funcionamiento de la razón «normal» solo existen respecto a la «realidad» como algo acotado, siempre arbitrariamente (tan arbitrariamente como puede estar acotada cualquier cosa en un universo infinito). Hay arriba y abajo, hay lados (derecha, izquierda), en relación a un «aquí», a algo situado en el espacio. Hay antes y después solo desde un (o para un, o en un) «ahora». Hay tiempo lineal, pasado y futuro y curso de aquel a este solo respecto a un punto definido como «presente». Si vemos el universo en su infinitud, lo irreal de esta supuesta realidad se manifiesta. En el infinito no hay direcciones («Entonces, no importa mucho qué camino tomes», diría el Gato de Cheshire). En el infinito no hay jerarquías ontológicas («¡Y qué gracioso será mandarse regalos a los propios pies!»). Para la razón normal, esto es locura; para la razón digna de tal nombre, es filosofía. (Algo que la mayoría de los que se dicen filósofos –y a los que la mayoría de la gente toma por tales–, nunca llega a conocer, por supuesto.)
EL MISTERIO DE LOS SÍMBOLOS
Hay que señalar la riqueza del onírico misterio de los símbolos de Alicia: el lirón de la loca tertulia, presente y durmiente, morador de lo que está oculto a la consciencia vigil. El sombrerero pirado e inspirado, cabeza voladora, emblema del frenesí y del goce del delirio. El vuelo mental y físico y la asunción de la propia irrealidad del ubicuo Gato de Cheshire. El peligro rojo sangre de la Reina y la fascinación de la crueldad, pero también la secreta fragilidad del poder, su miedo a ver desmontada la autoridad:
«–¡Qué insensatez! –exclamó Alicia?–. ¿Dónde se ha visto que la sentencia se dicte antes de saber el veredicto?
–¡A callar! –vociferó la Reina, poniéndose roja de ira.
–¡No me da la gana! –contestó Alicia.
–¡Que le corten la cabeza! –chilló la reina con toda la fuerza de sus pulmones
Pero nadie se movió».
Las paradojas en Alicia revelan el sinsentido como exceso de sentido. Los símbolos dan su carne a la osamenta perfecta de la estructura aporística. La matemática expone así, en fin, su poesía en Wonderland, el Reino de la Mente, donde se juega siempre al filo del abismo y de la pesadilla pero que es pese a todo el País de las Maravillas. Al que Lewis Carroll envía a Alicia, porque sabe que Alicia, niña y tenaz, niña y curiosa, niña y loca, será capaz de decir: «Si me hace crecer, podré coger la llave, y si me hace encoger, podré pasar bajo la puerta, así que de cualquier modo entraré en el jardín, ¡y qué me importa lo que pase luego!», y de actuar en consecuencia.
SATURNALIA FILOSÓFICA
Su nombre completo era Charles Lutwidge Dodgson, pero tradujo «Charles Lutwidge» al latín, lo que le dio «Ludovicus Carolus», que devolvió al inglés, y así obtuvo «Lewis Carroll», su pseudónimo definitivo, antes del cual se había inventado otros seis o siete. Con todos firmó cuentos, novelas, poemas y libros de lógica. Y, en medio de unos y otros, y de las clases de matemáticas que dictaba en Oxford, una soleada tarde estival de 1862 decidió tomar el té frente al río, y llevó de paseo para ello, junto con su amigo el reverendo Duckworth, en una pequeña barca, por el Támesis, a tres pequeñas amigas suyas, las hijas del decano de Christ Church, Lorine, Edith y Alice Liddell.
A las niñas les gustaba que les inventara cuentos, y Dodgson hizo de Alice la protagonista esa tarde, como regalo porque acababa de cumplir diez años. Pero Alice quería su obsequio en papel, y él se lo dio por escrito: un manuscrito titulado «Alice’s Adventures Under Ground», «Las aventuras subterráneas de Alicia». El 4 de julio de 1865, la editorial Macmillan de Londres lo publicó, firmado por Lewis Carroll e ilustrado por el dibujante satírico John Tenniel, como «Alice’s Adventures in Wonderland», «Alicia en el País de las Maravillas», primera edición de Alicia que este año, 2015, cumple un siglo y medio de vida.
Un siglo y medio persiguiendo al conejo blanco, entrando a la madriguera y cayendo al otro lado de lo real. Del escape al País de las Maravillas, hoy celebramos aquí, ante todo, el humor subversivo y descarado, el desbaratamiento de toda autoridad, la insurrección que supone el crear un universo que desobedece las reglas de la sociedad y de la razón impuestas como únicas posibles, y el espíritu subversivo y alegre de las Saturnales, que alimenta desde siempre todo aquello que merece el nombre de inteligencia, de arte y de filosofía.
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