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Facundo, pelirrojo como su madre, era hijo de Andrés y Leticia, matrimonio enamorado, y golpeado en algún momento por la desgracia de un accidente de tránsito que dejó a Andrés hemipléjico, pero que no impidió que su cariño mutuo siguiera creciendo ni que desearan niños.
En busca de seguridad, consultaron a Pedro Pablo, un amigo ginecólogo, especializado en Estados Unidos en fecundación artificial, «in vitro» y demás auxilios con que la medicina ayuda a las parejas deseosas de cumplir el bíblico precepto de «crecer y multiplicarse».
El médico, que se las sabía todas, les dio las fórmulas del caso y la combinación genética de los dos progenitores en poco tiempo inflamó el seno materno y, dirigida «a máquina» por el facultativo, llenó de alegría el hogar antes afectado por el cruel accidente.
Cumplidos los meses reglamentarios, llegó el gran día y asomó al mundo un niño robusto, tan feliz en su advenimiento como sus padres.
Antes del accidente, Andrés fue un gran atleta: arquero en fútbol y rudo atacante en equipos de rugby. Por eso no extrañó que el pelirrojo Facundo resultara aficionado a los juegos de pelota, si bien su primer éxito lo alcanzó, a los cinco años, con un «hoyo en uno» en golf, al que se había aficionado porque había un «link» en los alrededores de su casa.
Aunque la escuela y el colegio lo llevaron a practicar todos los deportes colectivos, desde el fútbol y el básquet hasta el vóley y el rugby, llegó el momento natural en que el fútbol lo envolvió.
Niño inquieto, incontrolable, atrevido tocador de cuanto adornaba la casa, desconocía el desplazamiento por caminata, pues todo lo hacía corriendo y empujando, y por eso mereció el calificativo que la lengua aborigen otorga en estos casos: «Pokovi».
Buen alumno desde el colegio, destacaba en el estudio de las letras, la religión... y hasta las matemáticas, al tiempo que era seleccionado para integrar todos los equipos deportivos.
Cuando apuntaba su adolescencia, un amigo de su padre, dirigente del balompié nacional, lo invitó a una escuela de fútbol y después a practicar en un club donde, al acercarse a la edad militar, ya los técnicos lo habían llevado a jugar hasta en la división reserva.
En el servicio militar, las prácticas de gimnasia le abrieron camino hacia el atletismo: veloz, estaba entre los primeros en las carreras cortas, y, aunque no era muy alto, los saltos en alto y en largo lo veían brillar. En las prácticas de balompié, su agilidad y velocidad lo hacían destacar todavía más.
La universidad, bien cursada, no logró apartarlo del fútbol. En los torneos universitarios era estrella de atletismo, y en las disputas futbolísticas conducía el equipo de su facultad a la punta.
Llegó a Primera División, y al segundo año de brillar como goleador, la Selección Nacional lo apartó de sus estudios, un poco a disgusto de Andrés y Leticia, si bien el primero era su seguidor, domingo a domingo, en las disputas de campeonato, e incluso viajaba a algún que otro país vecino para verlo jugar en los campeonatos internacionales.
Facundo era imparable en la línea delantera, veloz interior izquierdo, tremendamente ágil en el cabezazo desde la altura e ingenioso en la gambeta. Movía a una curiosidad reflejada en dos preguntas: una, la de los adversarios («¿Y a este quién lo marca?»), y otra, la de los aficionados, que trataban de adivinar la razón de sus toques mágicos («¿Cómo lo hace? ¿Por qué?»).
Así seguía la trayectoria ascendente de quien tardaba en volver a la búsqueda de las borlas doctorales en la Universidad.
Alguna vez, gente de un equipo adversario pidió a una payesera algún «remedio» contra los daños que el diestro causaba a su equipo. Ña Polí, la consultada, se declaró incompetente: «Contra este no tengo remedio; está dotado desde el nacimiento porque es un niño “puru’ã kañy”».
Asombrados, los consultantes pidieron una aclaración, y la maga folclórica les explicó que, cuando se le desprendió el pedazo de ombligo que lo unía a la madre por el cordón, sus progenitores debieron haberlo guardado para que fuera un niño de temperamento tranquilo, quieto, y, si llegare a inteligente, un hombre superior.
La noticia llegó a oídos de sus padres, que se miraron, interrogándose acerca de si alguno de los dos había guardado el ombligo de Facundo. Ninguno lo había hecho.
Preguntaron al médico si había algún modo de encontrarlo, y el doctor Pedro Pablo sonrió, se encogió de hombros y respondió simplemente: «A más de quince años…»
Facundo siguió triunfando en el deporte hasta que sus condiciones le permitieron eludir los rigores del entrenamiento y volver a la facultad, donde alcanzó títulos y medallas, y hoy es un gran profesional que enorgullece al país que por muchos años lo aplaudió como jugador de la Selección Nacional.
Y mientras brilla en todos los campos de su vida, su ombligo estará quizás perdido en algún vertedero, o tal vez, llevado por las aguas del río, en algún lugar ignoto del planeta…
Simbolismo umbilical
La importancia cultural del simbolismo del ombligo y de su pérdida ha sido observada en las etnias aborígenes de nuestra región, entre otros, por Cadogan. En un estudio etnográfico en comunidades mbya-guaraní de Misiones, se describe que, al nacer un niño, la partera corta el cordón umbilical («puru’a cha»), que se ata a la muñeca del recién nacido hasta que aprende a caminar para que no desarrolle «actividad excesiva, ansiedad o intolerancia». «En estos casos», prosigue el estudio, «se dice que son “demasiado inquietos”»; entre los testimonios recopilados por los investigadores de la Universidad Nacional de La Plata figura, por ejemplo, este, de una mujer de veinticuatro años de la comunidad de Yvy Pytã: «Yo perdí el ombligo de Dani, no guardé bien y se lo comió una gallina, y entonces él es así ahora, no queda quieto, se mueve… dicen que es porque anda buscando su ombligo» (C. Remorini, Aporte a la caracterización etnográfica de los procesos de salud-enfermedad en las primeras etapas del ciclo vital en comunidades mbya-guaraní de Misiones, Buenos Aires, Editorial de la Universidad Nacional de La Plata, 2009, 424 pp.).
Al respecto, el etnólogo y misionero verbita Franz Müller, que en las primeras décadas del siglo XX observó la vida de tres parcialidades guaraníes del Paraguay, los mbya guaraní, los pãi tavyterã y los chiripá, señala en su clásica obra Etnografía de los Guaraní del Alto Paraná (Rosario, Centro Argentino de Etnología Americana, 1989, 132 pp.) que «Entre los mbya, el cordón umbilical es atado a la muñeca izquierda de la criatura con las palabras: “eguata rei ameke”, es decir, “no seas un vagabundo”, y recién se lo quita y se lo entierra cuando el niño da sus primeros pasos gateando»
Por otra parte, el sentido simbólico del ombligo es universal. No olvidemos que en Delfos, donde hubo un culto arcaico a la Tierra, estaba el «omphalos», el «ombligo» del mundo, y que, antes del advenimiento de Apolo, deidad celeste y solar, el oráculo y el culto délficos los regía una antigua divinidad subterránea, probablemente la Gran Madre minoica y micénica, según parecen indicarlo los restos arqueológicos: el lazo (umbilical) con la Tierra (con la madre tierra) estaría, para los griegos, en ese punto del Cosmos (en su «omphalos», en su ombligo).
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