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«Una obra compuesta solo por escenas antológicas». Así denunciaba a comienzos del siglo XX el historiador de la literatura Attilio Momigliano las narraciones del suntuoso prosista Gabriele D’Annunzio. Después, Benito Mussolini y la dinastía de Saboya sancionaron las leyes raciales, el judío partió para evitar ser gasificado, y en el Reino de Italia, y posteriormente en la República social de Salò, siguieron leyendo y recitando con lujo, calma y voluptuosidad a su autor truculento y favorito. Para celebrar esas leyes antisemitas, en 1938 llegaba a Roma el canciller Adolf Hitler, y esa visita antológica ante un telón de masa y poder funciona a un tiempo como centro y como fondo de Un día muy particular (1977). Este filme del cineasta muerto a los ochenta y cuatro años en Roma el 19 de enero es ante todo sucesión de emblemas, ese género visual y literario renacentista: solo dos personajes solitarios, Antonieta (Sophia Loren), mujer casada que se queda en casa en el día de los festejos nazi-fascistas, y un varón soltero, que, justamente, se llama Gabriele (Marcello Mastroianni), y que no encuentra lugar entre ellos. También de Ettore Scola puede decirse que es antológico, acaso el más antológico de los directores de cine italianos de los últimos tres cuartos de siglo.
EL PACTO AUTOBIOGRÁFICO DE UNA GENERACIÓN
Como un destino que prefiguraba, o consumaba, la antología, después de un largo aprendizaje como historietista y guionista, después de filmar buenas comedias durante diez años, la carrera de Scola comienza propiamente con el que será su mayor éxito, Nos habíamos amado tanto (1975), una película larga, de más de dos horas, que incluye fragmentos autorizados de Michelangelo Antonioni, Roberto Rossellini, Luchino Visconti y Vittorio De Sica (a quien la cinta está dedicada). De Fellini, a quien Scola dedicará su filme póstumo, de 2013 (se había jubilado en 2003: no quería dinero de Berlusconi), Qué extraño llamarse Federico, no falta por cierto en Nos habíamos amado tanto, además de la cita, antológica, de la escena de La dolce vita con Anita Ekberg y Mastroianni, un reenactment, director y actores presentes y actuantes.
Clásicamente, como siguiendo el precepto del retórico latino Quntiliano («Todo lo trino es perfecto»), Nos habíamos amado tanto narra la historia de tres hombres unidos por una amistad de treinta años. Las memorias, encuentros y desencuentros del buen proletario Antonio (Nino Manfredi), del tortuoso intelectual oportunista Gianni (Vittorio Gassman) y del radical cinéfilo Nicola (Stefano Flores), antiguos partisanos y resistentes comunistas en 1943, sirven de coro y contrapunto a un panorama de tres décadas de vida italiana, política pero también cinematográfica. Tres décadas de Rinascita y Miracolo (en Milán y en todas partes, aunque sobre todo en el próspero Norte industrial), que dejaban a Italia, a mediados de la década de 1970, ante una elección general donde podía ganar el Partido Comunista Italiano (PCI).
DE PLOMO Y DE FANGO
El PCI nunca triunfó, y a los años de plomo de las Brigadas Rojas y sus represores los siguieron en la década de 1980 los años de fango de Tangentopoli y de Mani Pulite con uñas roñosas. En Nos habíamos amado tanto había filmado Scola la historia colectiva de los italianos como comunidad más imaginaria que bien imaginada, su primer gran pacto autobiográfico generacional. Hambres, lujos, guerras sociales perdidas, batallas culturales ganadas, esperanzas, utopías, desilusiones, pasiones grandes y pequeñas, maldades y malicias, reservas mentales para pensar mundos posibles a la vuelta de una esquina de Cinecittà: es la materia de este filme de Scola.
El trayecto es largo, y se vuelve todavía más largo si a la Italia contemporánea de los «treinta gloriosos» años de la posguerra se suman en Nos habíamos amado tanto el negro pasado fascista y el rosado futuro comunista. Pero el tratamiento es atomístico. Cada escena es una mónada, y hay una cantidad discreta de ellas. Podrían ser más, o menos. El número total, antes que fortalecer la narración, o imbricar nexos y vínculos sutiles entre los personajes y sus épocas y mundos, aspira ante todo a la representatividad: cada escena es una parada obligatoria, como la de un medio de transporte público. Next Stop, Greenwich Village (1976) se llamaba un filme coetáneo, confeccionado con el mismo espíritu, de Paul Mazursky.
EFIGIES, PERFILES Y PERSONAJES
Un filme posterior, La noche de Varennes (1982), que anticipaba el Bicentenario de la Revolución Francesa de 1989 y seguía al de la Americana de 1976, es el desarrollo de una sola escena, una única anécdota dieciochesca, refractada en un casting internacional, del revolucionario americano Tom Paine (Harvey Keitel) al seductor memorialista Casanova (otra vez Mastroianni) al pornógrafo Restif de la Bretonne (gran papel para el veterano Jean-Louis Barrault) a la condesa Sophie de La Borde (Hannah Schygulla) a la (única cien por ciento ficticia) Virginia Cappacelli (la petite Laura Betti, ícono gay, que hacía un aniñado strip-tease en La dolce vita y un amanerado handjob en Vicios privados, virtudes públicas, filme de 1975 del húngaro Miklós Jancsó).
El episodio histórico que el filme despliega había sido anticipado por Nostradamus en una profecía a la que el lingüista Georges Dumézil dedicó después su único libro de ficción, El monje negro (1984). En 1791, los reyes de Francia tratan de huir del torbellino revolucionario iniciado en 1789 con la toma y caída de la prisión parisina de la Bastilla. La fuga es un fracaso. En el puesto de Varennes, el rey es reconocido por su perfil, repetido en todas las monedas. Deben retroceder; los espectadores conocen el final de 1793, el año del terror, la guillotina para el monarca y su consorte. En el filme de Scola, a Luis XVI (Michel Piccoli) y a su esposa, la austríaca María Antonieta (Éléonore Hirt), nunca se les ve el cuerpo por encima de las regias rodillas.
CÓMO APESTAN LOS POBRES
Si en el film sobre Varennes, del rey abajo todos los personajes son históricos, una deliberada, subrayada anonimia condenaba a los protagonistas de Feos, sucios y malos (1976). El anciano tuerto Giacinto (otra vez Manfredi) preside una gran familia, que vive en una pocilga infestada de ratas en una villa miseria de Roma, en cuyo horizonte se recorta siempre, como telón, la cúpula miguelangelesca de San Pedro en el Vaticano. A diferencia de sus homenajeados neorrealistas, Scola no romantiza la pobreza, que retrata con detalle literalmente escatológico: el filme es rico en los colores y los movimientos del vomitar y el defecar. Es también la venganza del director (casado, padre de dos hijas, las dos escritoras) contra Pier Paolo Pasolini y su retrato de las periferias romanas: la marginalidad, para este comunista, carece de todo potencial revolucionario, pero, aún antes, está desprovista de todo malsano encanto.
VIRILIDADES Y OTROS CABILDEOS
Cuando se estrenó, tardíamente, Un día muy particular en Buenos Aires, mi madre, lectora de la revista nacionalista argentina Cabildo, cuyas reseñas cinematográficas eran óptimas, me hizo notar una observación aguda del crítico, que señalaba cómo, en aquel encuentro popular y populista de los líderes italiano y alemán bajo el sol romano, las vidas que encarnaban Loren y Mastroianni eran un fracaso. Como el travesti de Feos, sucios y malos, que cuando tiene oportunidad va con una mujer, el homosexualismo del Gabriele del filme era uno de los resultados del totalitarismo, uno de sus horrores, como la frustración de Antonietta, ama de casa postergada. Con otra política, otra sociedad, todo sería diferente, parecía ser la moraleja.
LAS TRES UNIDADES
En sus filmes siguientes, Scola continuó ejercitándose con las unidades de tiempo, espacio y lugar. El baile (1984) ponía en escena la historia de Francia en un solo lugar, un dancing, sin usar una sola palabra para trazar el arco que iba desde un socialismo, el del Frente Popular de 1936, hasta otro, el de la rosa y François Mitterrand que había vencido en 1982. En La Familia (1987), otra vez Gassman interpretaba a un profesor, en un único ambiente, por el que transcurrían ochenta años de triste vida, sin las revelaciones retrospectivas de un Ingmar Bergman ni las prospectivas de un Luchino Visconti en filmes afines. Como la sala cinematográfica de Splendor (1988), en un pueblito del Lazio, que al cerrarse al público se vuelve signo de un malestar difuso, de una caída de las pasiones y las tensiones de medio siglo, y sin embargo perceptible en las personas como en las cosas.
EL NOMBRE DE LA ACCIÓN
El lugar y el tiempo son las unidades favoritas para el cine de Scola, que se fue volviendo así cada vez más «literario» y por eso menos cinematográfico, y más difícil, acaso por ello mismo, de revisitar. El espacio encierra el tiempo, las historias generacionales, las vivencias personales que no tienen los mismos ritmos y que sin embargo registran los traumas y las heridas en una superficie de pocas decenas de metros cuadrados.
Con la óptima escenografía de Lucciano Ricceri y la óptima fotografía de Luciano Tovoli, cada vez más los filmes de Scola parecieron símbolos cerrados sobre sí. Una sola comparación puede ilustrar lo que les falta. Uno de los mejores filmes del 2015, El incendio, de Juan Schnittman, está impregnado del sentido del espacio en pocos metros cuadrados de Scola: los protagonistas, Lucía (Pilar Gamboa) y Marcelo (Juan Barberini), van a vender el departamento en el que viven, en un monoblock porteño, y a comprar otro, en el mismo barrio, en un monoblock más moderno. Pero el filme es una secuencia de escenas antológicas temporal y causalmente encadenadas en un crescendo narrativo. Desde la violencia en la cocina de un restaurante, donde trabaja Lucía, hasta la violencia de madres, padres, docentes y alumnos en la escuela donde Marcelo enseña, hasta la violencia sorda o estrepitosa de parientes y amigos, el «triple y hórrido círculo, familiar, amistoso y nacional» (decía el sevillano Luis Cernuda) que culmina en sexo sin más placer que la violencia, la acción no hace más que avanzar. Y al final, cuando suena la alarma del incendio, el filme arde.
Desde Buenos Aires, República Argentina