Esplendor y miseria del cine polaco

Nacionalista, clásico, comunista y católico, durante la noche del pasado domingo falleció en Varsovia, por una insuficiencia respiratoria, la figura más canónica del cine polaco del siglo XX, el cineasta Andrzej Wajda, a los noventa años de edad.

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Calidad técnica y serenidad de concepción y ejecución eran dos rasgos que podían esperarse, sin grave excepción, en el cine rodado en la Unión Soviética y en Europa del Este. El seguro conocimiento de las reglas de cada especialidad y la pericia y aun el virtuosismo en el manejo de cada instrumento, desde las luces de iluminación del set hasta la moviola de montaje y edición, pasando por todas las ingenierías físicas del sonido y químicas de la fijación de las imágenes móviles, nacía de una enseñanza exigente en su práctica, democrática en su convocatoria universal de estudiantes pero aristocrática en calificaciones y diplomas, y competitiva con Occidente en un arte de comunicación de masas moderno y en pleno progreso y despliegue de sus capacidades.

En cada una de las naciones que tras la Segunda Guerra Mundial quedaron dentro del bloque del comunismo soviético, sin opción política alguna de evadirlo o abandonarlo, la producción cinematográfica tomó caminos propios. En Polonia, la figura más canónica que reflejó estas virtudes en narrativas intensas pero controladas en sus detalles y grandes efectos, fue la de Andrzej Wajda. El cineasta que acaba de morir lúcido y nonagenario en Varsovia, filmó decenas de filmes cuyo conjunto acompaña, como comentario continuo, más de medio siglo de historia nacional polaca, desde la trilogía de guerra Una generación (1954), Kanal (1956) y Cenizas y Diamantes (1958) hasta narrar la luchas del sindicato Solidaridad y el triunfo del papa polaco Juan Pablo II contra el comunismo, en filmes como El hombre de hierro (1981) y El hombre de la esperanza (2012), este sobre Lech Walesa, el sindicalista de los astilleros de Gdansk que llegó a gobernar Polonia. En Las señoritas de Wilko (1979) reflexionó sobre la cultura de las élites rurales, y en Katyn (1997) sobre el desfasaje cultural de las élites militares. Su film más personal, Todo para vender (1968) es elegía y homenaje a Zbigniew Cybulski, el actor que fue James Dean o Sal Mineo o aun Don Moriarty patrio e íntimo, muerto joven y bello y trágico. El llanto por esta suerte de torero muerto contrasta con la ironía en el retrato del mundo del cine y las artes en Polonia, en un film donde el guión es aparentemente más libre, la composición un armado a posteriori elegido entre fragmentos filmados sin plan, y donde los actores y personajes representan a quienes ellos mismos son en la vida real.

UN UNIVERSO PROTEGIDO

La Cortina de Hierro, acordada sin palabras por los vencedores de 1945, que entregaron la Europa del Caballo a Stalin, y se quedaron con la Europa de la Máquina, según la fórmula del británico Churchill, uno de los ganadores junto al americano Roosevelt, protegía a los europeos del Este de la tentación del consumo y de la democracia multipartidaria que el Plan Marshall había impulsado en la posguerra. También protegía a los europeos del Oeste de las masas migratorias de los países asiáticos y africanos a los que el proceso de descolonialización daba la libertad política a cambio de dejarlos librados en lo económico y social a su suerte, o a una explotación neocolonial que podía ahora avanzar sin el molesto ojo civilizado de funcionarios del metrópoli. El mundo que se cerraba con el Pacto firmado en 1955 en la Varsovia de Wajda en respuesta a la alianza militar de la OTAN tenía, en lo que respecta a la industria cinematográfica de Hollywood, una diferencia clave.

MEDIOS Y FINES

En todos los rubros técnicos, artísticos, actorales, podían competir sus films con los norteamericanos; en uno solo, no tenían que competir. De todas las figuras que se leen en los créditos de una película, una brillaba por su ausencia: el productor, representante de un gran estudio. Porque en el mundo comunista, el celuloide y el equipo eran gratis, para el director cuyo proyecto colectivo de film había sido aprobado. Y si no tenía que ocuparse de reunir fondos para filmar, porque de algún modo directores, guionistas y demás autores del film eran funcionarios del Estado, tampoco tenían que ocuparse de cortejar el favor de un público que pagaría, o no, sus entradas. En todo caso, no tenían que ocuparse de venderles el film: ya estaba vendido. El cine era pedagógico, pero las simplezas del realismo socialista eran inviables en una sociedad mayoritariamente católica, como la polaca, en un país que era el único del bloque comunista que había resistido con éxito total la colectivización de la explotación campesina –y por lo tanto cantar sus loas y denigrar a los propietarios rurales quedaba fuera del repertorio posible de temas–, y cuyo nivel de alfabetización era alto, en parte debido a la labor de la Iglesia.

LOS SOBREENTENDIDOS DEL CLASICISMO

La situación, para aquellos que, como Wajda, egresaban altamente calificados de una escuela estatal de cine, una producción en la que el Estado invertía con plena confianza en los beneficios de esa decisión, colocaba a los directores en una situación de serenidad frente a las urgencias y reclamos materiales inmediatos, aunque no, por cierto, a resguardo de una situación política y de avatares sociales que iban a resultar, en el mediano plazo, inevitables y explosivos por fuerza de la violencia y vigilancia rigurosa sin las cuales las enteras condiciones del vida del «socialismo realmente existente», como se lo llamaba con cinismo o con ironía, resultaban insostenibles.

Si los directores de cine norteamericanos estaban sometidos a las ansiedades de los estudios y al veredicto de la taquilla, en nada los inquietaba una sociedad y un régimen de gobierno cuya estabilidad era ocioso cuestionar. En Europa del Este, la forma clásica, armoniosa en cada rubro industrial, eficiente en la construcción de su narrativa, generalmente pero no exclusivamente realista –abandonado ya y aun repudiado el rosado realismo socialista de héroes proletarios supertrabajadores contra villanos y rémoras burguesas boicoteadoras de los cupos de producción–, en la actuación de actores y actrices entrenados y profesionales, contrastaba con la inquietud sobre el tema, el contenido de esas ficciones que buscaban influir sobre el curso de acontecimientos cuya puesta en marcha siempre se temía o inminente o tardía.

LA TRADICIÓN Y EL TALENTO INDIVIDUAL

El ejemplo modélico de Polonia desde la posguerra (como, dos décadas más tarde, el de Corea), lleva a pensar que naciones marginales, bien pobladas, monolingües y étnica y culturalmente homogéneas producen un cine central, cultural y estilísticamente diversificado hasta el conflicto o coexistencia de manierismos irreconciliables, e involuntaria, incalculablemente universal y planetario en su alcance y atractivos. Con esta astucia de la razón, sin embargo, Wajda no contaba: fue eso que los sociólogos llaman una consecuencia involuntaria de la acción. En todo lo demás, sus films ofrecen una deliberación extrema, una voluntad y capacidad de reflexión plenas, que sólo parece haber podido garantizar, en ese paréntesis abolido para siempre que fue el Segundo Mundo, la dedicación de tiempo completo a una vocación que el Estado sostenía como profesión y una política económica castigada como artificial, pero que aseguraba el pleno empleo, aunque la contracara fuese que el trabajo era un deber antes que un derecho. Trabajar era obligatorio, y el ocio total del desempleo elegido, un delito.

ESTILO DE UNA ÉPOCA SIN ESTILO

El film histórico de Wajda Danton (1983) narra el fin de este protagonista de la Revolución Francesa, cuando empieza a perder poder ante el incorruptible Robespierre, a perder apoyos y aliados, y a temer por su vida, que finalmente pierde al ser condenado a muerte. En el terror de sospechas de traición que era el clima irrespirable pero dilecto del gobierno de guillotina de la Convención, vemos a Danton (interpretado por Dépardieu) atravesar el poco puritano ambiente del estudio del pintor David, con modelos completamente desnudos que demoraban el momento de volver a vestirse después de haber posado, desinteresados de las exigencias abstractas de la diosa Razón y de su sacerdote Robespierre pero también del populismo de barricada de Danton. La división de las épocas históricas sirve de poco, y aun el orden retrospectivo que ofrecen es engañoso –un pasaporte seguro a la incomprensión y el fracaso–, es una de las conclusiones que pueden inferirse de Wajda. En cada época lo tardío convive con lo germinal, y lo propio y definitorio se escabulle. En la historia francesa, el que sobrevive es el pintor David, que pudo dibujar al lápiz a María Antonieta en carro rumbo al patíbulo, a Robespierre desesperado ante el tribunal que también lo condenó a la guillotina, y después pintar el gran óleo de la coronación de Napoleón Bonaparte como emperador.

EL CONCIERTO DE LAS NACIONES DESCONCERTADAS

El cine germano-oriental establecía relaciones de simpatía con el húngaro y de repugnancia con el checo, el búlgaro admiraba las vetas folk del ruso y las psicológicas del polaco, pero desconfiaba del patetismo del rumano. Estas simpatías y diferencias, en medio de fortunas y adversidades comunes al llamado Segundo Mundo, o singulares y aun caprichosas, como la primavera de Praga, un mayo del 68 sin un benevolente general De Gaulle que disolviera sin violencias y perseveró en singularidades y aun caprichos, pero sin perder en esto –tampoco aquí parecía permisible la deserción– ni una sola de las cualidades enseñadas y aprendidas con un método de hierro. Ninguna innovación sería bienvenida, lo sabían Wajda o Krystoff Zanussi en Polonia como Jiri Menzel o Milos Forman en Checoeslovaquia o Miclós Jancsó o István Szabó en Hungría si no provenía de alguien que hubiera demostrado un conocimiento acabado de la tradición y un dominio sin lagunas ni fantasías de la historia general europea.

* Escritor y periodista

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