Ser poeta no es un oficio solamente. Ser poeta es un estado mental. Esto es así porque los ojos y el corazón del poeta ven y sienten de una manera diferente a la del común de los mortales. Este don maravilloso, esta capacidad extraordinaria de poder vivir en ese estado mental, permiten al poeta trascender; y eso se da en dos sentidos: uno es el de poder captar la realidad percibiendo en ella otras realidades que se encuentran más allá del dato proveniente del universo objetivo y otro, es el de poder seguir viviendo el artista en su obra, aún después de la muerte. La trascendencia desde el universo objetivo fue ilustrada, con grandiosa sencillez, por Conrado Nalé Roxlo en estos versos: “Mirar al otro lado del que todos señalan, que es allí donde crece la rosa inesperada”. Y el poder trascender desde la muerte, gracias a la perennidad de las propias creaciones, lo expresó el inmortal Horacio cuando dijo: “Non omnis moriar: exegi monumentum aere perennis”. (No moriré del todo: he levantado un monumento de perenne bronce); y Juan Ramón Jiménez, cuando escribió: “Crearme, recrearme, vaciarme, hasta que el que se vaya muerto de mí un día, a la tierra, no sea yo”.
Podemos comprobar la certeza de tan indiscutibles verdades, en la persona y en la obra del escritor Augusto Casola, que nos entrega un pedazo de su alma desgarrada, en un ardiente puñado de estrofas, reunidas en su poemario: ESTE PEDAZO DE TIERRA MÍO, inspirado en el dolor terrible que le martiriza el alma, por causa de la “muerte no anunciada” y súbita, de Rodolfo, su hijo. Todo tiene un sentido. Los absurdos también tienen alguna explicación.
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Este libro de Casola nace a la vida rescatando a Rodolfo de la muerte, para que vuelva a ocupar, vivo otra vez, los fieles corazones que le amaron, puede ser leído y comentado como obra literaria ciertamente, pero también como expresión escrita de los estados psicológicos del que lo dio a luz y de sus enfoques filosóficos y existenciales acerca del acuciante problema de la muerte. Estos recién citados enfoques acaban por configurar un itinerario de exploración hacia los confines del dolor. Y el resultado fue la germinación, en la mente y en el corazón del autor, de una profunda y densa espiritualidad, la cual, a su vez, ya lleva en sus entrañas, la gestación de insospechados descubrimientos dentro del territorio mismo de la muerte.
Puedo hablar como profesor presentando un análisis del contenido de la obra, y de los recursos formales o expresivos de los que su autor echó mano, para hacerla resplandecer delante de sus lectores, pero prefiero hablar en mi calidad de poeta y de psicólogo, doble rol que me permiten analizar a fondo el dolor causado por la tragedia que se abatió sobre la vida de un hombre al perder a su hijo.
Leyendo sus poemas, me aproximé a su despedazado corazón y transité con él los corredores de aquella honda angustia que conocen solamente los que ya han bebido de ese cáliz. Y pude comprobar, asombrado, cómo al recorrer tan oscuro itinerario, el poeta-padre ha podido descubrir entrañables realidades dentro de su corazón, abatido aún por el implacable latigazo de la muerte inesperada. Y me propuse descubrir cómo afrontaba este escritor el desafío de ingresar con su mente, sólo con su mente y con el fuego y la luz de su poesía, a ese territorio absolutamente vedado a los mortales, por ser el patrimonio exclusivo de los muertos.
De entrada me quedé asombrado porque he visto que logró transmitir, en parte, ciertamente, pero con el doble esplendor de padre y de poeta, lo que ha quedado de él y de su desgarrado corazón, después de haber bebido hasta las heces, del cáliz de la muerte de su hijo. Y así lo expresa, desnuda el alma, en el poema 5: “Y sin embargo,/ cada cual tiene el derecho/ de beber hasta las heces/ su cáliz de amargura”.
El título del poemario me sorprendió de entrada: por su fondo y por su forma gramatical. Su fondo expresa que pertenece al poeta ese sagrado terruño donde reposan los restos de su hijo. Pero lo expresa con la avidez del náufrago que se aferró de algo muy pequeño, un “pedazo” de algo, apenas, para salvar su vida después que lo ha perdido todo en el naufragio. Porque es perderlo todo cuando se pierde a un hijo. Y la desolación muerde más fuerte, cuando esa muerte llegó vestida de tragedia. Por eso el tema de ese título evoca la ya crispada soledad del náufrago.
Pero su forma gramatical parece chocante a primera vista, por la aparentemente errada concordancia entre el femenino “tierra” y el masculino “mío”: “Ese pedazo de tierra mío”. Pero profundizando el significado de esa expresión, es posible captar la idea de que a ese padre huérfano no le pertenece la tierra, sino solo el pedazo, por eso “mío” , que concuerda con “pedazo”.
Augusto Casola se trajo ese pedazo, que es suyo, como único recuerdo, cuando volvió a la vida: al igual que esos mineros que parió la tierra en Chile, que se llevaron, desde las oscuras entrañas violentas de esa tierra infernal, solo un pedazo de roca de aquel territorio donde quedó, definitivamente, burlada la muerte, de la cual escaparon con ese apacible pedazo sagrado, de lo que pudo haber sido su tumba, la más profunda del planeta.
Pero hoy ese pedazo es su tesoro: lo acarician, lo besan, lo aman, y lo sienten dentro mismo del corazón, tal como lo hace Augusto, con ese pedazo de la tierra de su hijo, que le permite ubicarse más allá de la vida, pero también más allá de la muerte, tal como lo expresa, en el poema 14:
Me convertí en el silencioso abismo
de mi nombre.
No me faltan conocidos,
que me conocen
de antes
de caer al pozo que habito ahora,
profundo y tachonado,
de paredes frías
y musgoso desconsuelo.
Pero, al emerger de esas profundidades, declara ahora conmovido:
Voy a hacer una caja/ Donde guardar/ algo de recuerdo/, y olvidos.
Y Ese pedazo de tierra mío, vino saliendo del poema de otro autor, que Augusto cita al comienzo de su libro, a modo de presentación del título, porque a ese poeta le tocó también vivir igual tragedia que la comunicó diciendo:
Pero ¡ay! Que el trozo de tierra ingrata
al pie de un bajo ciprés sombrío,
es el que llena la sepultura
donde enterraron al hijo mío.
Con él descansan todos mis sueños
de amor, de gloria, de poderío…
Y, ante los cielos, y ante los hombres,
¡aquel pedazo de tierra es mío!
“Sueños de amor” dice el poeta recién citado, cuyo poema entero lo transcribe Augusto en la primera página de su libro, sintiéndose plenamente identificado con la agonía del autor de aquellos versos. Pero “el amor” ¿qué es para Augusto? ¿Cuál es su concepto filosófico-existencial de esa quimera que llamamos “amor”? Dolido por cierto y decepcionado por la caducidad existencial de dicho sentimiento que, para muchos, es el motor de la vida humana, para Augusto no es otra cosa que “un torbellino pasajero de hormonas exaltadas”, una química volátil. Y ese concepto de su amarga filosofía así lo expresa en el poema 10: ¿Quién no sabe /que todo es transitorio/y nada dura?” y explica esa queja en el poema 11 donde dice: ¿Acaso alguien ignora/ que el amor es hormona enardecida, /en un recodo de suspiros?”.
Pero nuestro poeta-explorador va llegando al fondo mismo de la mina de su pensamiento y descubre algo que le permite liberarse del anterior concepto del amor, distorsionado en su pensar por tanto sufrimiento absurdo. Intuye, entonces, en el fondo de sus propios escombros, un inicial parpadeo luminoso, que se irá agigantando, tal como lo declara, acongojado, pero sincero, en el poema 13 que es emblemático para ilustrar ese proceso espiritual:
Lloro en tu muerte mi fracaso
Lloro en tu muerte mi fracaso,
el rostro adusto, las palabras duras,
mi trágica impaciencia
de no saber quién eras,
ni de saber quién soy.
pero no hay olvido,
y el fuego arde en vana zarza,
pues, sin morir, mil veces muero
en medio de voces insolentes,
o entre silencios no anunciados,
pues comprendo,
que, sin hacer para ello nada,
mucho más de lo que creo me quisiste,
haberte amado.
Comienza a bullir, entonces, un distante sentimiento de culpa, el cual busca aplacarse con alguna explicación. Y, como todo poeta, que siempre en sus obras se desnuda ante los ojos ávidos del público, que, interesado y ansioso, desea traspasar los litorales de la intimidad del creador, Augusto se despoja aquí de todo vano ropaje convencional. No pretende justificar, sino solo explicar al lector, pero, ante todo, a sí mismo —musitando, en un tristísimo monólogo “post mórtem”— dos interrogantes que aún lleva clavadas en el alma y espera, quizá, de ultratumba, una respuesta de Rodolfo, cuando susurra:
Soy el silencioso abismo/ de mi nombre/ que despertó tu ausencia /en nuestra soledad inédita. / Y antes, ¿dónde estabas?/Y yo ¿por qué no te veía?
Como no llegan las respuestas esperadas, continúa el poeta, ya en absoluta desnudez, confidenciando su más íntimo lamento expresado en este sugerente título: “Es que yo no sabía”, donde expresa todo su amor, bullente como un eterno manantial que nos revela su esencial secreto:
¡Qué solos nos dejaste, Rodolfo,
y yo que no sabía.
Qué solos estamos,
qué ausencia tan sentida
y que yo no sabía.
No pregunto los por qué,
porque no hay respuestas,
ni van a engatusarme
con necias idioteces.
siento, sí,
qué solos Rodolfo, nos dejaste.
¿Quién iba a pensar siquiera,
cuando esa tarde, a la madre le dijiste: mañana vuelvo, mamá,
y a Araceli le diste un beso,
sin saber que era el postrero?
¡Qué premonición, ni qué nada!
De ese amor sencillo y simple,
que alguna vez debí haber comprendido en tu mirada,
ahora lloro en necio desconsuelo,
el beso que bajé a tu mejilla fría
y muerta como estabas
y sólo entonces me atreví a decirte quedo: “Este es el beso que nunca te di,
estando vivo.
Es que yo no sabía”.
Nos suele ocurrir a todos un fenómeno curioso: se nos pasan, inadvertidamente, vivencias o datos importantes en la vida, sin apenas haberlos valorado. Es como ver, pero sin detenernos a mirar lo que hemos visto y pasamos de largo. No obstante, ante la pérdida, inminente o real de aquellas riquezas, surge en nosotros un tremendo duelo. Es como si sólo valorásemos lo que estamos a punto de perder o lo que ya perdimos para siempre.
Es a esta vivencia a la que no pudo escapar Augusto y la expresa así en el poema 39:
Ahora que estoy solo,
tal vez me detenga a pensar
en todas las cosas lindas
que al descuido dejé pasar.
No quiero ponerme triste,
y tampoco quiero llorar,
nomás revivir un poco
las cosas que dejé pasar.
(…)
Eso tienen los fantasmas,
giran sin que los vean,
pero siempre están presentes
en eso que dejé pasar.
Es un juego de acertijo,
cosa de nunca acabar,
los recuerdos de las cosas
que al descuido dejé pasar.
Es entonces cuando ese pedazo de tierra del poeta, tesoro luminoso de una tumba, se convirtió en su amor, hoy redimido: ha explorado horizontes desolados y en un milagro el amor, antes ausente, floreció en su pluma y escapando del túnel de la angustia, metro a metro, estrofa a estrofa, libre, por fin, de lóbregas cadenas, emergió vencedor con sus heridas.
Ese pedazo de tierra suyo, contiene vibraciones extrañas de su hijo que, en parto misterioso, vuelve hoy al mundo, nacido de las manos del padre y del poeta. Ese pedazo suyo es hoy Rodolfo, nimbado de fulgores inmortales, porque en su verbo vivirá por siempre su hijo, retornando a este mundo clamoroso. Ese pedazo de tierra suyo es su corona de oro inmarcesible, porque ese oro es el amor al hijo, dado hoy a luz, de nuevo, en sus palabras.
Algunos dicen que los muertos resucitan en el amor omnipresente y vivo de quienes los llevan en el corazón y en el recuerdo. En eso, los poetas, como lo declaré al principio, y las personas de bien, llevamos una ventaja, porque si nuestra obra fue valiosa, lo será siempre y por ello, nos recordarán con cariño, a través de los siglos, las generaciones. A eso le llamamos “trascendencia”.
Pude, en este libro, ser el testigo de la metamorfosis del poeta: éste se re-creó, se vació, librándose de los demonios personales que todos, alguna vez, llevamos dentro y alcanzó la meta, con esa peregrinación hacia su interioridad, donde encontró su “tierra prometida” —no ya sólo un “pedazo”—, instalada, con todas sus riquezas, de frutos y racimos, de leche y miel, en lo más hondo de su ser, de padre y de poeta.
Y en esa tierra lo encontró a Rodolfo, dándole vida en paternal abrazo. Y revivió Rodolfo, cobrando vida en el amor del padre, por la sinceridad de sus palabras, y por el firme destello de sus ojos, que miran como hombre, que aman como hombre. Su pedazo de tierra no es ya pedazo, porque el milagro sutil de la poesía, lo convirtió en inmenso territorio, en donde habita, desde ahora con su hijo.
Este poemario de Augusto Casola es un testimonio radiante de la magia de la poesía, gracias a la cual, no solo el poeta se crea y se re-crea, sino que le hace posible re-crear y rescatar de la muerte, en mística resurrección, a quienes hemos amado, aun sin darnos cuenta.
*Psicólogo, docente, poeta y ensayista.