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Dice B., mujer enormemente vanidosa y exhibicionista, lo cual en cierto modo resulta llamativo ante esta observación:« Quiero que me miren como lo que soy, como una mujer especial y única, como a un sujeto, no como si fuera un objeto sexual». No puedo dejar de señalar aquí, ante todo, obviamente, por maldad (pero también porque, aunque no tocaré el tema por motivos de espacio, este tipo de incongruencia será recurrente en la escena de la reunión con B. que da pie al presente análisis), que, pese a este reclamo de reconocimiento de su singularidad, si B. alguna vez tuvo un rostro propio, suyo, en sentido estricto, ahora tiene una especie de máscara impersonal o estándar, un tanto obscenamente distorsionada a golpes de bótox en sus peculiares párpados caídos, como de boxeador, y con unos extraños e hinchados labios que se han vuelto curiosamente amorfos a causa de las inyecciones de esa sustancia que, según creo, algún tipo de técnico o de especialista inyecta en los labios de algunas personas.
Una vez que B. ha declarado esto, hago una pregunta que, como me percato demasiado tarde, parece improcedente, tal vez «orientalmente sumisa», o, quién sabe, perversamente sumisa, o medievalmente machista, y, por todo ello, estúpida: «¿Por qué?»
Por supuesto, B. me respondió no con un par de frases, sino con una hora de frases, auxiliada por otras igualmente ilustres y respetadas nulidades ahí presentes, que entablaron así el diálogo previsible acerca de la dignidad de la mujer y, sobre todo, de la indignidad de ser un «objeto sexual». Opinión curiosa en unas personas que, obviamente, buscaban lo que por unanimidad decían repudiar –lo señalo sin juzgarlas ni bien ni mal por ello, ya que principalmente lo encuentro curioso–.
Me abstuve, en primer lugar por hipócrita, y en segundo lugar por la noble razón de que me daba pereza hacerlo, de decir lo que pensaba en ese lugar, donde, además, raudamente calculé, sería ocioso intentarlo. Encuentro más interesante hacerlo aquí. Defiendo, pues, la dignidad del objeto; del objeto sexual, en este caso.
B. repetía de diversas maneras un argumento: que la condición de objeto sexual es indigna porque un objeto sexual es sometido y utilizado por otro para su placer. Es decir, B. atribuía, en esa relación, el poder al sujeto y el sometimiento al objeto sexual. Sin embargo, en realidad es justamente al contrario: el objeto inerte puede estar sometido al uso que el sujeto –que ejerce poder sobre ese objeto al utilizarlo– haga de él, pero el objeto sexual no es un objeto inerte, sino un objeto animado, y su poder, poder al cual, contra lo que B. y los demás creían, se somete el sujeto, se lo debe precisamente al hecho de que no es un sujeto, sino un objeto sexual.
La opacidad como de cosa del objeto, que no revela su subjetividad ni la comparte en un encuentro intersubjetivo, sino que preserva su enigma mudo, ese enigma casi como de no-persona, le da tal superioridad sobre el sujeto que este desaparece virtualmente, sumido en el total imperio del objeto, objeto poderoso en la incognoscibilidad de su consciencia, próximo de esta manera a lo inhumano, sea diabólico, angélico o bestial, pero siempre inescrutablemente heterogéneo con respecto al sujeto, siempre hermético y, por ello mismo, dueño indiscutible de la situación, situación a la cual, por no ser un sujeto, ese oscuro objeto sexual o del deseo no se entrega realmente –es decir, no se entrega más que como un objeto, lo cual, dado que es, al fin, simultáneamente, también humano y sujeto, equivale a no entregarse en absoluto–.
Por eso, es el objeto sexual el que seduce, ya que solo el sujeto puede ser seducido. En toda seducción, el sujeto es la verdadera víctima, y el objeto sexual es el auténtico verdugo. Toda la fuerza reside en el objeto sexual, en esa cualidad oscura de este de lo «objetivo», es decir, de lo incomunicado e incomunicable.
Porque no se puede desear lo que ya se conoce ni lo que ya se posee. Lo que uno tiene o sabe, lo puede querer, apreciar, valorar, disfrutar, amar, gozar, pero ¿cómo lo podría desear si no le falta? Por definición, solo se puede desear aquello que (aún) no se tiene; solo se puede desear aquello que no se sabe, aquello que no se conoce. Por eso, la dialéctica de la relación erótica, incluso –y especialmente– de la relación erótica sostenida en el tiempo, preserva oscuramente en los amantes su dimensión enigmática de objeto. Aun cuando la comunicación se produzca, y se aproveche y se goce, como es lógico en una relación en la cual también, en gran medida y en muchas situaciones, los miembros participan como sujetos. El misterio, misterio que es la causa y la fuente insondable, desconocida, invisible, probablemente espantosa, del deseo, nunca puede llegar a disolverse del todo, por mucho que este intercambio crezca, avance y se perfeccione, en ese fluido transparente de la intersubjetividad: ese punto, ese núcleo inaccesible tiene que seguir alimentando el deseo, tiene que continuar siendo impenetrable, sin transparencia alguna, irreductible a la comunicación, no susceptible de ser compartido, único, solo, extraño, ajeno a todo: objeto en el sujeto, objeto que, como tal, el conocimiento que se pueda llegar a tener acerca del sujeto que lo esconde solo refuerza en su íntima –su fascinante– distancia. Eso, al menos, claro, cuando el deseo perdura. Pues, en suma, uno solo desea lo imposible. Y lo imposible es necesariamente lo que está fuera del alcance de uno. Del alcance, entre otras cosas, de la comunicación intersubjetiva, por lo cual no puede ser sino un objeto. Se conoce a un sujeto, se comprende a un sujeto, se aprecia a un sujeto; pero siempre se desea a un objeto.
Además, B. se miente a sí misma. Ella desea el deseo, el deseo por ella que desea inspirar en otros, desea ser deseada: desea, aunque afirme ciegamente lo contrario, ser un objeto, no en modo alguno un sujeto. B., evidentemente, no desea otra cosa que seducir. Y el que busca seducir no intenta precisamente descubrir su subjetividad ante aquel al que seduce. Por el contrario, se la oculta, sea en la neutralidad interesante de la reserva, sea adoptando un papel. Seducir es volverse objeto de deseo para otro, exponerse a su mirada, hacerse mirar por él para sentir el deseo del otro, por ese objeto de deseo, por ese objeto sexual que, en efecto, uno es, en la fuerza deseante de su mirada de sujeto, de sujeto sometido a uno por ser deseable, magnetismo irresistible y poderío del objeto.
Y B. tiene que saber esto tan perfectamente como lo sabe cualquiera, diga lo que diga, si es que no mejor que muchos. A fin de cuentas, su vida entera se cifra en ese único afán. Y las demás eminencias ahí presentes lo sabían, por más que lo negaran, de igual modo, aunque, en caso de que no estuvieran mintiendo al negar que lo sabían, lo supieran sin saberlo.
El que seduce busca ser un objeto para el seducido por el placer de sentir que, en su condición de objeto del deseo, está en una posición muy superior a la del sujeto que lo desea. Por otra parte, si bien es el objeto el que en verdad seduce, pues el objeto es lo que despierta el deseo, el objeto es lo que fascina, pues solo el sujeto puede ser fascinado y seducido, por aparente paradoja, sin embargo, es sobre este, sobre el sujeto, que recae todo el fatigoso esfuerzo de seducir. Así, el poder absoluto del objeto sexual se enmascara tras una pasividad engañosa, que brinda al objeto, por cierto, la ventaja adicional de eximirlo de responsabilidades.
«Quiero que me miren […] como a un sujeto, no como si fuera [sic] un objeto sexual»: B. no sabe lo que quiere, si es cierto lo que dice. Ella no quiere en absoluto ser el sujeto que desea: B. quiere ser el poderoso e ideal objeto deseado, y en su caso, en el de B., el objeto deseado, de ser posible, por todos los sujetos capaces de desear que habiten este planeta. De ninguna manera estoy llamando a B., para utilizar esa deliciosa palabra dieciochesca, de sabor tan iluminista, «libertina», ni promiscua, porque apenas la conozco, porque no es asunto mío y sobre todo –de ahí esta aclaración– porque eso no importa. La conducta sexual de B. es indiferente en este análisis, pues B. no necesita ser, en efecto, promiscua, ni célibe, ni nada en particular para ilustrar, con su deseo de ser deseada, con su deseo de ser el objeto sexual de cualesquiera sujetos deseantes, los siguientes asuntos, someramente esbozados aquí:
En primer lugar, el núcleo indecible, impensable, incognoscible del deseo, que es en el fondo siempre deseo de lo imposible, es decir, la irrealidad profunda de todo humano deseo.
En segundo lugar, la relación subterránea entre erotismo y poder, pues ella, B., no quiere ser el sujeto que desea, ya que quien desea, desea porque de algo carece, y al que desea, por ende, algo le falta, mientras que B. aspira a parecer perfecta y, por eso, prefiere ser objeto sexual, pues el sujeto deseante expone un anhelo que señala una carencia, en tanto que el objeto nada necesita.
(Observación interparentética que glosa este segundo ítem: eso explica la aparente paradoja apuntada antes, al hablar de que sobre el sujeto recae invariablemente todo el fatigoso esfuerzo de la seducción, puesto que se piensa que es el sujeto quien necesita seducir, y no el objeto).
En tercer lugar, como he señalado al tocar la dialéctica de la relación erótica, que, si se preserva la objetividad (la cualidad de objeto) de los sujetos, el deseo perdura. La cualidad de objeto es condición del deseo porque el deseo siempre es deseo de un objeto.
Y en cuarto lugar, que las ideas políticamente correctas funcionan como las supersticiones. En ese círculo, mi pregunta a B. sobre el porqué de su negativa a ser un objeto sexual, pregunta políticamente incorrecta, resultó indignante; más allá del hecho de que los allí presentes tenían derecho a su opinión, como yo a la mía, esa incorrección política fue un estímulo al cual un reflejo condicionado conductivistamente siguió de modo automático en forma de repudio pavloviano, por lo cual digo que esa corrección, como las supersticiones, a veces parece excluir la posibilidad del desacuerdo al reclamar una especie de «fe».
En el juego erótico, el gran vencedor es el objeto sexual, y yo apostaría, entre otras cosas por eso, a que el deseo de B. de ser ese objeto, ese deseo que ella no puede reconocer, en realidad es un deseo universal.
Sujeto yo, me comunico contigo, sujeto también, y podemos saber algo uno del otro. Como sujeto, en parte al menos, me puedes conocer y conocer, como decía Hegel, es dominar. Por supuesto, cierto grado de conocimiento mutuo es parte inevitable –y, de distinta forma, fascinante también– de este juego y de todos los que jugamos los humanos en la vida. Pero si como sujeto puedo llegar a ser tuya, como objeto no puedo ser de nadie, porque como objeto soy siempre el misterio, soy lo incalculable, lo secreto, y en esa condición mía de oscuro objeto de tu deseo yo a mi vez deseo ver tu fascinación por mi belleza cuando me miras, como a un objeto, con deseo en la mirada. Por otra parte, de más está decir que en el objeto se puede esconder, en casos felices, un sujeto fascinado por la imposible y férrea «objetividad» del sujeto deseante, al que, en el fondo, por igual desea, de modo que –como cabía esperar, si se piensa un poco, de todo lo anterior– no hay, en esta situación a un tiempo tan dispar y tan simétrica, ni sujeto sin cierta cualidad de objeto, ni objeto en verdad libre de subjetividad.