Escritura rotoscópica en Yo el Supremo

¿Es la escritura de Roa Bastos en general, y en especial en Yo el Supremo, como se sostiene habitualmente, una reflexión sobre el lenguaje, o más bien una huida del lenguaje? ¿Huida del lenguaje paraguayo como realidad viviente? ¿Huida del confinamiento que esa marca idioléctica podría suponer? ¿Huida propia solo de Roa, o también de otros escritores (o representativa incluso de los prejuicios de amplios sectores de la cultura paraguaya)?

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«Toda lengua tiene su lengua onírica». Ferenczi.

Frente a la rica tradición de los experimentos lingüísticos contemporáneos disparados desde la aparición del Finnegans Wake, Roa parece representar una tendencia contraria, a la que adscribirían también otros autores paraguayos: la depuración de los rasgos idiosincráticos con los que el guaraní y el jopara marcan el español paraguayo, en pos de una aceptación más amplia.

La fantasía de una escritura rotoscópica tal como aparece en Yo el Supremo puede arrojar, en este sentido, luz acerca de tal depuración o purga, que cabe más exactamente dentro del concepto de forclusión.

Uno de los axiomas sobre Roa (considerándolo sobre todo como autor de Yo el Supremo, epítome de su creatividad literaria) es que no son la historia y el poder su tema y leitmotiv, sino el lenguaje (Aira va también por ese carril: «[Roa] transforma en literatura la pasión historiográfica de su país», Diccionario de autores latinoamericanos, 2001). Este artículo intentará, no sé si refutar, pero quizá amortiguar tal aserto repetido e infundado. Creemos que, por el contrario, Roa se refocilaba soñando una escritura que huyera del lenguaje hacia formas exclusivamente visuales, empujado por la angustia ante la idiosincrasia lingüística de Paraguay, y sobre todo ante esos monstruos aporéticos ocultos en el moñái kuára, los dioscuros paraguayos por antonomasia, japaro y póra, tan inoportunos para todo escritor de acá que se pretenda internacional: el guaraní y el jopara.

Así, en su reseña de la novela en la edición en inglés de 1986, escribió Michiko Kakutani: «De hecho, pese a lo engorroso y retórico que pueda ser Yo el Supremo, sigue siendo una prodigiosa meditación no solo sobre la historia y el poder, sino también sobre la naturaleza misma del lenguaje» («In fact, however cumbersome and rhetorical ‘I the Supreme’ may often feel, the novel remains a prodigious meditation not only on history and power, but also on the nature of language itself», Michiko Kakutani, «Books of the Times», en The New York Times, 2 de abril de 1986). (Por cierto, una curiosidad: no sé qué significa en japonés Michiko, pero en guaraní es «pequeño», dicho tiernamente).

La técnica de la rotoscopia consiste en calcar cada fotograma de un vídeo para obtener una animación lo más realista posible. Lo más cercano a la mímesis de la realidad. Roa Bastos sueña con la rotoscopia cuando en Yo el Supremo («En el cuaderno privado», pp. 202-203) habla de «retomar la visión de lo que ya ha sucedido» en «esta escritura-imagen que va tejiendo sus alucinaciones sobre el papel».

La rotoscopia primitiva (no la digital, que se usa, por ejemplo, en la peli Waking Life) necesita papel para hacer el calco de la realidad, como el Supremo para avanzar su escritura de las alucinaciones rotoscópicas, propósito que logra con un implemento elaborado por los presos a perpetuidad de Tacumbú: la birome o cachiporra con el lente-recuerdo.

La escritura con esa birome futurista, que le permite, a la par que avanzar en su discurso, vislumbrar otro lenguaje, uno hecho exclusivamente de imágenes, revela y (en la ficción) cumple el deseo inconsciente de Roa de huir de ese destino –no obstante, inevitable para todo eigentlich escritor paraguayo comprometido con la realidad, como él siempre se preció de ser–: el jopara. Todo este capítulo de visualización de entidades infinitesimales y nanofantásticas, con su estética de «metáforas ópticas», de cine-escritura, nos remite a La pulga de acero de Leskov (y no solo al Roussel de Locus Solus, como se suele señalar). Entre líneas, prefería «el texto sonoro de las imágenes visuales», «el tiempo hablado» de la escritura, en una especie de recaída en la oralidad (guaraní o jopara) de cuya huída o miedo paranoico, suponemos, surge toda esta plataforma teórica, este constructo visual, no literario.

In illo témbore, 1939, se publicó Finnegans Wake, primer libro moderno intraducible. «En Finnegans Wake», apuntó en alguna entrevista Derrida, «en un momento hay unas palabras que son he war. Esas dos palabras pertenecen a varios idiomas a la misma vez. War puede ser la guerra en inglés, puede ser War en alemán, “era”. Por lo tanto, nos ocupamos de un elemento textual que juega con varios idiomas a la misma vez. Entonces, uno no puede traducirlo. Porque si la traducción consiste en pasar un texto en otra lengua, ese texto no puede ser traducido en una lengua. Se necesita más de una lengua para traducirlo. Así que es intraducible debido a su multiplicidad. Un evento, una invención, ese he war, ese evento textual tiene por sí mismo un efecto deconstructivo. Se trata de una referencia a Babel, a la guerra, Dios destruye Babel y trato de reconstituir todo esto. Independientemente de su contenido babélico el simple hecho de que pertenezca a varios idiomas lo torna intraducible. Por lo tanto, nos encontramos frente a un texto firmado que existe solo una vez y que ninguna máquina puede hacer pasar en otra lengua».

Hoy, ese ejemplo ya ha arraigado y hecho brotar una rica tradición. Ejemplos de libros intraducibles o escritos en una neolengua: La naranja mecánica‚ de Burgess; Folisofía, de Murena; en mix de lenguas: Mar Paraguayo‚ de Wilson Bueno, Catatau‚ de Leminski, Larva, de Julián Ríos, y los libros de escritores paraguayos del jopara o porounhol como Kanese‚ Douglas Diegues‚ Edgar Pou, Xirú Cabrera, Remigio Costa, Lukas Fúster, Lupette, etc. La traditio del jopara es de más larga data que la traditio castiza, purista; tiene unos dos mil años si consideramos como hito la Carta a los Romanos que San Pablo no escribió en griego (como pensara el sabio Wilamowitz-Moellendorff) ni en hebreo sino en un jopara de ambas lenguas (griego koiné, según Wikipedia; esto es, contaminado), al decir de Agamben, entre el 57 y el 58 d. C., diez años antes de su decapitación en el 67.

Finnegans Wake fue un terremoto literario. Ya no se trataba, como el libro anterior, Ulises, de un sistema de retruécanos (Eco), sino de un proyecto político que buscaba «destruir el inglés» (Said). Totí, antes de ser funcionario de Morínigo (en la primavera democrática de 1946), estuvo haciendo reportajes en Inglaterra. Sin embargo, no tuvo la suerte, ese golpe de kairós, de tropezar con un ejemplar del libro –intraducible (Derrida) en tanto no escrito en ninguna lengua oficial, odre estatal, nacional, y, por ende, de imposible trasvase: mezcla sin fin, cavendisheo total de lenguas–. Acaso si hubiera traído un ejemplar del Finnegans Wake su prejuicio contra el uso del jopara y del guaraní en la escritura paraguaya no se hubiera solidificado.

Dice Ferenczi: «Toda lengua tiene su lengua onírica». Ergo, ¡el jopara –mix de guaraní y español– es la lengua onírica, la élan(ava)langue, del español paraguayo!

«Yo el Supremo Comprador de la Reputapública:

Ordeno al acaecer mi venta al más allá que mi producto corporal (commodity no transgénico) sea etiquetado; la cabeza, puesta en un escaparate por 7 días en el Shopping de la Reputapública donde se convocará al consumidor al son de mensajes de wasapo y tu’íter.

Todos mis correlís civiles (narcoseccionaleros) y tembiguáis militares (leales solo hasta la muerte) sufrirán despido injustificado según manda la flexibilidad laboral (jetu’u). Sus cuerpos despeñados sin indemnizaciones serán arrojados como tepoti a Cateura sin pre-aviso que recuerde sus IVAS.

Al término de dicha intemperie no laboral, mando que mis restos del Black Friday Guasu sean quemados como marihuana clandé y su tanimbu sin marandovases sea subastado en la Costanegra con los crackeros».

Roa contra el guaraní: El «guaraní y el problema del bilingüismo es uno de los grandes obstáculos en que tropieza nuestra novelística para su desarrollo y expresión». «El escritor paraguayo no puede olvidar por esto que, aún dependiendo de una instancia lingüística muy singular, se halla insertado en el tronco común de la cultura hispanoamericana cuyo vehículo expresivo es el español». «Esta insólita supervivencia de la lengua autóctona». «¿En cuál de estos dos idiomas trabajará el escritor que quiera ser auténtico? La elección del idioma vernáculo aparejaría el confinamiento localista de su obra». (Augusto Roa Bastos, «Problemas de Nuestra Novelística», Alcor, año 2, nº7, marzo de 1957).

Roa contra el jopara: «Sabemos que los ámbitos idiomáticos del español y el guaraní conviven no tanto en una corriente simpática de intercambio e interacción, como en una sostenida colisión de módulos, de formas, de ritmos, que los lleva a roerse recíprocamente en un proceso de erosión destructiva y no de integración creadora, como podría hacerlo creer la creciente castellanización del guaraní y viceversa. Esta es una hibridación bastarda o degenerada».

Realmente, Donoso Cortés tenía razón: la letra mata. Aquí queda constancia de que a nuestro premio Cervantes le da náuseas la hibridación bastarda del jopara: al parecer, no había leído –es decir, deglutido y asimilado– el Finnegans Wake, el capolavoro absoluto de James Joyce, ese karai guasu de todos los joparas (no solo hibridaba «bastardamente» dos lenguas, como el español y el guaraní, sino todas las lenguas europeas vivas y aún muertas, como el latín de San Agustín y el griego de Plotino).

Más de Roa contra el jopara, al que culpa de la medianía de la literatura local: «así como existe el guaraní paraguayo que usa la población mestiza del Paraguay, hay también un castellano paraguayo. Este fenómeno está denotando precisamente la interacción, la distorsión profunda de dos lenguas que se enfrentan, que no tienen comunicación posible y que se han contaminado recíprocamente de una manera progresiva, incluso con un ritmo cada vez mayor. De modo que esta contaminación entre las dos lenguas en contacto y en fricción prosigue y ha creado ese problema [...] de esta parla mixta del yopará». («Semana de autor. Augusto Roa Bastos», Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1986).

He deslizado el concepto, tan vidrioso, de forclusión, no para diagnosticar patologías en escritores (aunque –de ahí la retorcida alusión de este subtítulo al retorcido hit en el que Bronco pide «Pastillas de amnesia, doctor…»– no deberíamos rechazar la posibilidad de que una sociedad tan psicótica como la paraguaya sobreviviente de la dictadura de Stroessner ya no tema expresar su esquizofrenia en una lengua contaminada, algo mucho más adecuado para ese fin que seguir jugando con una lengua chanta que se presenta como pura y virginal, y cuyo cultivo puede ser áspero –en el propio Roa estaba asociado a las anfetaminas: «Roa Bastos viene a casa, conversación vacilante y errática sobre libros ingleses. Lo mejor son las historias de su trabajo, yo lo escucho como si hubieran sido mías hace muchos años y las hubiera perdido. Pasa un año en una casa de Mar de Plata, sin hacer otra cosa que escribir, viviendo a pescado y sin plata. Se levantaba a las cinco de la mañana y tomó anfetaminas durante seis meses hasta terminar Yo el Supremo (y ganarse un infarto)», cuenta Ricardo Piglia en Los diarios de Emilo Renzi. Los años felices, 2016–), sino como enfoque alternativo para comprender la espinosa y acuciante realidad de la diglosia; es apenas un intento temerario de usarlo como metáfora explicativa de una actitud bastante general hacia nuestras lenguas «vernáculas», hasta hoy –con sello ministerial y todo– estimadas como secundarias y como factores de retraso de nuestra incorporación al escenario mundial. Ser culto es todavía para muchos intelectuales paraguayos expresarse en un español sin contaminaciones de entidades xenoparasitarias.

Acaso nosotros podríamos postular la hipótesis de una forclusión en los escritores post-nacionalistas, en Roa, en Hugo Rodríguez Alcalá, incluso en Villagra Marsal. Miembros de una generación aún koygua. Escritores que, hartos del aislamiento y la invisibilidad de Paraguay, se sienten obligados a bloquear el guaraní y el jopara, factores que conspiraban, quizá aún más que contra la comprensibilidad, contra la plausibilidad de sus obras en el exterior. Obliterar parte de tu personalidad, la hecceidad paraguaya, ese touch salvaje, en pos del acercamiento subcontinental que brindaría un español purgado –¡ser aceptados como iguales y hermanos americanos!–.

Y Roa, sin embargo, romantizaba aún el guaraní de los cantos de La leyenda de Creación y Juicio Final del Mundo de los apapokuva-guaraní recogidos por Nimuendajú –de los que hizo una versión libre, en español, obviamente, a partir de la traducción a este idioma de Juan Francisco Recalde (ver Alcor, 1971)–, pero si comparamos la traducción del poema cosmogónico apapokuva hecha por Roa con las apropiaciones de los cantos mby’á del Ayvu rapyta pergeñadas por el poeta Douglas Diegues, el último está más cerca que el primero de la moderna teoría de la traducción de Blanchot: «Nuestras versiones y traducciones, incluso las mejores, parten de un falso principio: pretender germanizar el sánscrito, el griego, el inglés, en lugar de sanscritizar el alemán, helenizarle, anglicizarle. Tienen más respecto por los usos de su propia lengua que por el espíritu de la obra extranjera... El error fundamental del traductor es congelar el estado en que se encuentra por azar su propia lengua, en lugar de someterla a la impulsión violenta que viene de un lenguaje extranjero» (La risa de los dioses). ¡Qué más extranjero para la tradición literaria española que el jopara!

Se trataría, pues, de un deseo de desprovincializarse, de urbanizarse, de impregnarse de la cultura urbana, si no americana, al menos porteña. Una porteñización, en el fondo. Todo lo contrario de lo que buscaban espíritus inquietos como el conde Gombrowicz justo en esos años (1959), cuando remontaba el río Paraná en el barco Guaraní:

«¡Qué noche! Dos marineros con guitarras se abandonaron al frenesí de las melodías locales en guaraní…; tiempo atrás, antes de la invasión de los españoles, esta región pertenecía a la tribu de los guaraníes y hasta hoy día se ha conservado su bella lengua en todo ese territorio, igual que el discreto y sensual ritmo de los cantos guaraníes, brasileños, paraguayos, cuya elegancia admiro» (Peregrinaciones argentinas).

Realmente, uno no imagina mejor forma de corroer y de roer el lenguaje graníticamente narcisista de El supremo que con guerra de guerrillas y ataques foquistas de guaraní y jopara, como los que planeaba Leminski en su inacabado poema Mitamoroti, triple bricolaje de lenguas que empezaría en guaraní (Paraguay) y terminaría comido por el portugués (Brasil) y el español (Argentina) como metáfora lingüística del fin antropofágico de la guerra del Paraguay (ver Cartas de Paulo Leminski: sinais de vida, Joacy Ghizzi Neto).

Se me ocurre que no en balde para los mby’á-guaraní los paraguayos somos los «Juruá», los «boca caída», término peyorativo. Acaso signifique, en sentido extendido, «que no tiene palabra» (–¿Qué es un paraguayo? –No lo sé, pero para saberlo escuchémoslo, dejemos que nos hable. –¿Y en que lengua habla el paraguayo? –¡En jopara!).

Bayardianamente, de Yo el Supremo cabe decir mucho. Esa obrilla del ensayista patafísico que retumba incluso en Eco, Como hablar de los libros que nunca se han leído, nos viene de maravillas para abordar un fenómeno ya antiguo que una encuesta carapé confirma: la gran mayoría se inclina por Hijo de hombre como libro preferido de Roa y arrumba en el casillero de los libros complicados Yo el Supremo, sobre el cual Ana María R. Codas cita el dictum –«Este libro es el Quijote de América»– con el que el crítico uruguayo Rama lo incorpora al canon castizo, a la tradición española, esta obra «monstruosa» sudamericana. Codas cita también, de una carta personal que recibió del autor de Yo el Supremo, aquello de que Roa es solo compilador, y no autor, sensu stricto, del libro, cuya verdadera autoría correspondería –según este otro mito sobre la obra– al magma ontopoético de la tradición oral-popular-nativa, y concluye que, desde esa perspectiva, Roa inaugura un nuevo concepto de autor. Nuestros encuestados de improviso en plena calle peatonal explican sus actitudes ante la aquixotada novela francista o suprema por la sofisticación y artificiosidad que trasuda y que nada dicen al pueblerino que parla y farfulla diariamente en esa lengua oral, sucia de jopara y guaraní, ensalzada por el populismo engagé de nuestro compatriota cervantino. Es más, repelen al encuestado, que termina guareciéndose bajo la lluvia calma de Hijo de hombre. Volviendo a Bayard, ese schopenhaueriano positivo (Schopenhauer se jactaba de tener el arte y la sabiduría de no leer libros más que de leerlos) reivindica la no lectura o la lectura imperfecta de una obra, pues lo que importa en última instancia no es el autor sino el lector que la interpreta creativamente –y no el que, en busca del ontos on que hay que extraer de ella, saca agua hasta de las piedras–. Ya decía Barthes: «puedo escribir cien páginas sobre una caja de fósforos». Bayardizar Yo el Supremo es la estrategia real del pueblo cuando una candidata a miss Paraguay lanza el bulo de que su libro preferido es la obra magna de Roa. Pues si, en serio, el libro es del pueblo, el pueblo sabe cómo leerlo, aunque no hable, este pueblo roabastiano, tan asiduamente en guaraní o en jopara.

(Las citas de Ana María R. Codas fueron tomadas de En los caminos de la historia, Enrique Codas, Asunción, 2002).

Bibliografía

Augusto Roa Bastos, Yo el Supremo, Bogotá, Oveja Negra, 1985, 446 pp.

Augusto Roa Bastos, «Problemas de Nuestra Novelística», Alcor, año 2, n°7, marzo, 1957.

César Aira, Diccionario de autores latinoamericanos, Buenos Aires, Emecé, 2001, 634 pp.

Enrique Codas, En los caminos de la historia, Asunción, El Lector, 2002, 369 pp.

Maurice Blanchot, La risa de los dioses, Madrid, Taurus, 1976, 263 pp.

Pierre Bayard, Como hablar de los libros que nunca se han leído, Barcelona, Anagrama, 2008, 200 pp.

Ricardo Piglia, Los diarios de Emilo Renzi. Los años felices, Barcelona, Anagrama, 2016, 424 pp.

Sandor Ferenczi, Obras Completas, Madrid: Espasa-Calpe, 4 tomos, 1981-1984.

Witold Gombrowicz, Peregrinaciones argentinas, Madrid, Alianza Editorial, 1987, 188 pp.

kurubeta@gmail.com

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