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A pesar de los problemas que surgieron entre los indígenas que se negaban a abandonar sus pueblos para que fueran entregados a los portugueses, algunos decidieron emprender el éxodo a otras tierras que estuviesen bajo el dominio de España, ya que lo único que Portugal les prometía, si se quedaban, era convertirlos en esclavos sin derecho a poseer nada: ni pueblo, ni casa, ni hacienda, ni chacra.
Los primeros en abandonar su pueblo fueron los de San Borja; les siguieron los de San Lorenzo y más tarde los de San Luis. A estos, al llegar a un pueblo llamado Cruz, indígenas no cristianizados con los que habían mantenido una guerra un par de años atrás les salieron al paso diciéndoles que no permitirían que fundaran un pueblo en el sitio que habían elegido. El principal motivo que alegaron fue que no querían tener como vecinos a pueblos cristianos. A pesar de este inconveniente, resolvieron proseguir la marcha. Les acompañaba un padre misionero. Así llegaron hasta Yapeyú.
«Allí se les dio a petición suya [del padre misionero] alguna gente de armas que los escoltase por lo que les restaba de camino con ella llegaron al pueblo llamado de San Felipe pocas leguas más adelante del Yapeyú, y en donde experimentaron que las de los infieles no eran solo amenazas, sino que estaban de venir a las manos con los caminantes y de estorbarles el paso. Ya desde la Cruz al Yapeyú habían reconocido que estos infieles estaban de malas; porque haciéndoseles en contra dijo uno de ellos que acaso estaba de espía, asió del poncho (o capotillo) de un luisista, y se escapó a toda carrera de caballo con él a juntarse con los suyos, y a darles la noticia de que los dichos luisistas, sin desistir de su derrota, caminaban ya hacia el Yapeyú en donde por ventura tuvieron algún otro espía que le avisaba en como ya salían para San Felipe y de la escolta que llevaban» (1).
«Mostrábanse pues dichos infieles resueltos a pelear, pero los luisistas se mostraban más deseosos de volverse en paz a su pueblo, porque aunque saliesen victoriosos de su viaje, si desde luego empezaban a pelear con los que precisamente habían de tener por vecinos al nuevo pueblo que habían de fundar. Y así resueltos se lo dijeron al padre que los conducía; y que hasta que el rey les diese tierras no infectadas de enemigos, sino pacíficas y seguras, a que transmigrarse querían volverse otra vez a su pueblo, porque de tan malos principios no se prometían ni aguantaban mejores fines ni de este mal recibimiento habían que esperar, sino peor hospedaje. Y diciendo y haciendo dieron la vuelta con todo su (...) de camino por donde habían ido y el padre misionero hubo de seguirlos otra vez hacia su pueblo. Bien que en llegando al intermedio del Yapeyú y la Cruz, pudo conseguir de ellos que se parasen allí, siquiera para descansar algo del camino, mientras al padre comisario se le daba cuenta a Santo Tomé que distaba menos de treinta leguas, y se le hacía saber los nuevos embarazos que había, y el motivo que dichos luisistas tenían para querer volver. Así se hizo» (2).
«Más el padre comisario, que con dificultad creía nada de lo que podía retardar la pronta mudanza d ellos pueblos, parece que dio poco crédito a lo que se le decía de la dificultad con que habían encontrado los dichos luisistas. Y así mandó que volviesen a proseguir su viaje al Miriñay, aunque también el cura del Yapeyú le escribía cuan de malas estaban, o se mostraban los infieles charrúas y la oposición en que estaban resueltos a hacer a la nueva fundación y viaje para ella; pero tampoco parece que descreyó del todo lo que se le decía, pues en su respuesta mandaba que 50 cruceños y 200 yapeyuanos fuesen en escolta de los luisistas, hasta su término, y escribía también al teniente de Santa Fe que procurase contener a dichos infieles charrúas en su deber, para que no estorbasen la nueva fundación que se iba a hacer en el Miriñay en cumplimiento de las reales órdenes. Mandaba también que en el ínterin se les procurase aplacar en el Yapeyú a los dichos infieles del mejor modo que se pudiese para que viniesen en que los dichos luisistas prosiguiesen su transmigración, sin que fuese menester a fuerza de armas abrirse el camino. Y así se procuró aplacar con buenas palabras, y aún con alguno dones de los que ellos estiman» (3).
Después de haber impartido todas estas órdenes, el padre comisario se dio por satisfecho al ver que todos obedecían sus decisiones sin poner reparos. «Mas una hora después que le llegó esta última noticia, le llegó otra no tan grata de que ya los luisistas prosiguiendo su viaje no al Miriñay sino a su pueblo, estaban junto al de Santo Tomé y ya a la vista, y casi a la entrada de él, sin haber querido obedecer a su mandato de que prosiguiesen al Miriñay con la escolta que se les ofrecía de la Cruz y del Yapeyú, ni haber querido exponer su vida ni la de los suyos a la contingencia en que veían que los pondría su obediencia, no tan ciega, como antes se suponía que lo era a todo lo que les mandaban los jesuitas, y ya se veía que ni aún lo era para lo que les mandaba el mismo superior de todos los jesuitas, cual lo era y ellos sabían que lo era el padre comisario» (4).
«Sabiendo esta desobediencia a su orden de los luisistas, mandó al punto a un padre misionero [el padre Bernardo Nusdorffer] muy estimado de ellos, que les saliese al encuentro y les procurase persuadir que sin llegar al pueblo puntualísimamente diesen la vuelta al Miriñay. Pero ellos no quisieron, sino que prosiguieron a su pueblo con licencia del padre comisario o sin ella; no hubo forma de que se les pusiese persuadir de lo contrario. En lo que el dicho padre comisario tuvo bien que disimular, si disimuló todo el sentimiento, que le causó esta palpable desobediencia de los indios a lo que les mandaba, pero tuvo el desengaño a la vista, de cuán imperfecta era su obediencia; la cual guardaban sí (y casi maravillosamente) a los jesuitas en lo que los mismos indios veían que les tornaba a cuenta a ellos, a sus hijos, y mujeres; pero no en lo que veían que no les había de ser sino de mucho daño. Y ojalá hubieran visto el mismo desengaño los portugueses y nuestros comisarios reales los españoles, Y así dejaran acaso de extrañar cómo los jesuitas no les hubiesen reducido a los indios a que se mudasen: a lo menos lo atribuirían a otras causas muy diversas, y más verdaderas» (5).
Notas
1. Legajo 120, 54, Archivo Histórico Nacional de España, Madrid.
2. Ibid.
3. Ibid.
4. Ibid.
5. Ibid.
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