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«Que nadie, mientras sea joven, se muestre remiso en filosofar, ni, al llegar a viejo, de filosofar se canse»
Epicuro, Carta a Meneceo
«Andrés, por las tardes, visitaba a su tío Iturrioz. Se lo encontraba casi siempre en su azotea leyendo o mirando las maniobras de una abeja solitaria o de una araña. “Esta es la azotea de Epicuro”, decía Andrés, riendo»
Pío Baroja, El árbol de la ciencia Una revolución en la filosofía
Personalmente me parece que Epicuro es una de las figuras más atractivas de la época helenística y una de las primeras y no reconocidas víctimas de la censura ideológica, dada la marginalidad del epicureísmo dentro de la historia oficial del pensamiento que recibimos en el colegio y las facultades de Filosofía.
El Jardín de Epicuro era diferente de las instituciones fundadas por los dos grandes maestros del periodo clásico, Platón y Aristóteles. Epicuro estaba menos interesado en problemas de ciencia, lógica y lenguaje que los miembros del Liceo aristotélico, y menos interesado por la política que los miembros de la Academia platónica, porque su mayor interés era otro. Más que las ideas, le preocupaba la vida humana concreta.
Creo que fue gracias a eso que llevó a cabo, cabe decir, una especie de revolución en la práctica y en la enseñanza de la filosofía. Esa revolución se reflejó nítidamente en la variedad de sus oyentes: mujeres, niños, ancianos y esclavos acudían todos al Jardín de Epicuro para escucharlo y para dialogar con él y con los demás en encuentros orientados a descubrir en qué consiste la felicidad, búsqueda que afecta a cada uno directamente como lo más importante de la propia existencia y de la realización individual.
Obras de Epicuro Las escuelas epicúreas, estoicas y escépticas que cubrieron buena parte del espacio cultural a partir del siglo IV a.C., es decir, del helenismo, el periodo posterior a la época clásica de la filosofía, se dedicaron a pensar sobre todo en las posibilidades de la felicidad humana, en su naturaleza y en los modos de llegar a ella.
Así lo hizo Epicuro de Samos, de cuya producción escrita nos ha llegado poco: algunas cartas a amigos suyos, que fueron recogidas posteriormente por Diógenes Laercio en su clásica Vida de los filósofos más ilustres, y diversos fragmentos.
Sin embargo, sabemos, por varios testimonios de sus contemporáneos, que su obra escrita fue abundante, pues se le atribuyen alrededor de trescientos títulos, y el mismo Diógenes de Laertes en su citado libro menciona varios de ellos (De la naturaleza, Del amor, De la justicia, etcétera). Mucho de nuestro conocimiento de Epicuro se lo debemos al autor de De rerum natura, Lucrecio. Se dice que Epicuro escribió un libro que se ha perdido, el Canon, sobre las reglas para discernir lo verdadero de lo falso. Creo que el interés de Epicuro por ese tema es natural pues nuestras experiencias y sensaciones condicionan nuestra forma de pensar y ver las cosas, tal como, recíprocamente, esa forma, nuestro mundo interior, determina lo que sentimos, vemos y oímos; señalo esto porque el constante propósito de Epicuro es despejar caminos hacia la felicidad.
De Samos a Atenas Hijo de los colonos Neocles y Queréstrata, Epicuro nació en el 342 a.C. en la isla de Samos, cerca de las costas de Asia Menor y de aquellas ciudades que en el periodo presocrático fueron la cuna de la filosofía, Mileto y Éfeso. Neoclés, su padre, se dedicaba a cultivar la tierra y también era maestro de escuela. Cuando fueron exiliados a Colofón, Epicuro trabó conocimiento con Nausífanes de Teos y unos cuantos discípulos más del otro gran materialista de la Antigüedad, Demócrito.
Epicuro empezó a impartir sus enseñanzas en Mitilene, en la isla de Lesbos, a los treinta años de edad, y luego prosiguió con ellas en otras ciudades, haciendo viajes en los que se forjó un pequeño y firme círculo de amigos que, como Metrodoro, Hermarco, Pitocles, Meneceo y Colotes, lo acompañarían por el resto de su vida.
Epicuro llegó a Atenas en el año 306 y en el camino del Dipilón, en las afueras de esa polis en la que moró hasta su muerte, acaecida en el año 271, se compró una casa con jardín. Y en el jardín de su casa Epicuro se dedicó a cultivar la filosofía, logrando que floreciera no como un ejercicio intelectual sino como una manera de vivir.
El cuerpo, parte esencial de la sabiduría En su jardín, del cual hizo una escuela de sabiduría, Epicuro hablaría del tetrafármaco, la medicina contra los cuatro grandes miedos del ser humano: miedo a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso en la búsqueda de la felicidad.
Epicuro consideraba que había que comenzar por cambiar nuestras relaciones con nosotros mismos, el mundo y nuestra vida antes de pensar en reformar la sociedad. Pero, sobre todo, para Epicuro la filosofía de sus predecesores había descuidado una parte fundamental de toda posible felicidad y también de toda sabiduría auténtica, y esa parte es el cuerpo humano, habitación de nuestra mente.
Epicuro también creía que para ser feliz y crear felicidad la mente necesita estar libre de miedos y angustias, puesto que una mente atemorizada solo puede ser infeliz y, por eso mismo, creadora de más infelicidad. Miedo y temores son principios destructores del placer que le debemos a la existencia por el mero hecho de estar vivos, y socavan la natural alegría de vivir que debería inundar nuestros días. Son esos grandes enemigos de la vida los que, a lo largo de la historia, la han falsificado hasta reducirla a triste y limitada supervivencia.
Dice uno de los fragmentos conservados de Epicuro: «Feliz tú que huyes, a velas desplegadas, de toda clase de paideia, de educación». Para mí la interpretación es bastante clara: una educación que nos esclaviza con el miedo, como la que hasta hoy seguimos recibiendo, está en franca contradicción con su misión primera, que no es otra que la de liberarnos de los temores que limitan nuestro goce de existir y ponen trabas a nuestro pensar.
La filosofía como modo de ser y de vivir Antes de estar encerrada, como ahora, en las aulas, en las bibliotecas y en las universidades, la filosofía fue la posibilidad de construir, en la vida real, en la sociedad, en las calles, en el mundo, una existencia más auténtica. Como estudiantes, como jóvenes o, en general, como seres del tercer milenio, fácilmente ese hecho nos puede ser desconocido, o nos puede parecer lejano, casi mitológico. Por eso he querido recordar en este espacio a un pensador que enseñó la filosofía al aire libre, entre los árboles, bajo el sol o la luna y con los pies sobre la fértil tierra. Y, sobre todo, que logró que la filosofía le interesara a todo el mundo, que fuera importante para todos, en vez de ser exclusividad de unos pocos especialistas que nos dedicamos a ella como parte de una especialidad o de una carrera académica. Por eso, para mí el legado más valioso de Epicuro, la gran lección que nos dejó, es que cambiar aquello que nos aleja de la felicidad no es tarea de un mesías, un partido político, un gobierno, un dios, una ideología o un truco de magia, sino de cada uno de nosotros.
* Universidad de Buenos Aires