Entre Caín y Abel (Biblia: Gn 4,2 y sgtes.)

Cargando...

Agosto comenzó soleado y tibio, como para disimular. “¿Qué has hecho de tu hermano?”. La voz se pone tensa, increpa, incierto el timbre, el índice se levanta, tiembla: “La voz de la sangre de tu hermano grita desde la tierra...”. En la clase de Historia Sagrada nos decían que el primer lunes de agosto le había dicho a su hermano Abel: “Vamos al campo”. Y ese lunes, un día cualquiera de agosto, era “día siado”, como pronunciábamos los niños en vez de aciago, que tampoco sabíamos lo que significaba. Sólo que era terrible, por la cara del cura, el tono con que papá pronunciaba el pasaje, sentado en su sillón hamaca en el corredor que da al patio. Después el tiempo pasó y entendí muchas cosas.

Caín, el labriego, no quiso aguardar que la muerte fuese una fruta pudriéndose en las ramas de un árbol, en medio del jardín. Arrancó el fruto de las manos temblorosas de la planta y lo estrelló contra la tierra. Caín sembró la muerte y vio sus flores rojas esparcidas por el suelo. Así la volvió real, para dejar de ser ese colgajo suspendido sobre nuestras cabezas. Yo también quise construir un pueblo a la imagen del hombre, un pueblo erguido, que fuera capaz de levantar la vista al cielo. Por eso me expulsaron hacia el sur del oriente.

Como para disimular, porque agosto es así, inestable y violento. Mi gente solía decir: “Nuestra sangre se enoja”. La sangre, en efecto, se altera en agosto, y nadie se anima a ponerse cabeza abajo porque la muerte repentinamente amenaza. Como aquel primer lunes de agosto se le hizo presente de golpe a Abel, el pastor, porque la sangre del labriego estaba violenta, y no quiso esperar que la muerte le cayera en la cabeza a su hermano como una fruta podrida. Se impacientó Caín y quiso salvarlo del peligro que lo amenazaba. Así vio brotar sobre el suelo la flor roja de la muerte. Como la del lapacho que, en agosto, sangra sobre el verde de los campos. Pero para traer la vida, porque el árbol sagrado de los antepasados es el emblema de la primavera, el primero que florece luego del “ara rory”, el espacio del frío y de las tinieblas, el tiempo vacío de la muerte. “Oimene tajy poty/ pe cerro omopytambama...”, me bordoneaba la canción en los oídos del alma. “Seguro el lapacho en flor/ ya va enrojeciendo el cerro”. Y la melodía lánguida cae como la lluvia mansa que pone tregua a la tensión. Luego de que las flores amarillas fueron expandiendo su olor de inminencia y el espartillo tomando su tinte exangüe, su cerúlea premonición en la costra de las cosas. “Agosto, terror de las vacas flacas y de las viejitas”, dice el refranero popular, y remata su despiadada verdad con aquello de “cuidado que agosto no te lleve”. Del zurrusco al bochorno el viento anda dando saltos y volteretas de danzarín profesional, coqueteando con la versátil veleta, hetaira barata de agosto, como decía púdicamente mi tía María de los Ángeles. Tanto ella como sus dos hermanas solteronas se angustiaban cuando el “agosto poty” empezaba a tachonar con sus puntitos amarillos el potrero que da al corredor de atrás, en donde veían enflaquecer a las vacas, escasas de pasto. Y se apresuraban a cargar en el mate las hojas de “piro’y” y de noche tomaban la misma ortiguilla en infusión, para evitar que la sangre se cuajara en las venas.

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...