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Ticio Escobar
Un reflejo, quizá, de la vieja paradoja del tiempo que precisa revisar lo ya ocurrido para reinscribirlo obsesivamente en registros siempre nuevos. Mirar hacia atrás supone recuperar un momento y re-exponerlo, revelarlo, en el sentido fotográfico del término: forzarlo a que convoque la imagen furtiva y descubra los espectros, el blow-up agazapado en las bisagras de los entretiempos y los intervalos históricos. Cada paso de una etapa a otra, de una tendencia a un movimiento nuevo, de una matriz de significados a un paradigma diferente, produce cortes y deja abiertas brechas que, posteriormente, exigirán reparaciones en algún momento del proceso que interrumpen. Esos reintegros nunca serán posibles en su totalidad, pero actuarán como resortes de significados nuevos: agitarán el itinerario de un trabajo impidiendo que clausure sus momentos y brindará a estos nuevas oportunidades de inscripción histórica.
La compulsión reparadora del retorno adquiere sentido especial en obras como las de Careaga, que, impulsadas por una intensa necesidad de búsqueda y experimentación, ha transitado con entusiasmo caminos diversos e inversos, opuestos muchas veces, tras un intento de compensar el saldo o el exceso de la pasión que impulsa cada tendencia. Así, al incipiente academicismo aprendido durante los últimos años '50 en el taller de Cira Moscarda (aún no abierto a sus posteriores afanes experimentales), Careaga opone una abstracción primera que, antes que nada, busca impugnar el naturalismo, limpiar la escena: prepararla para lo que habrá de venir, que será bastante y variado y que, en este caso, ya no mirará hacia atrás, pues las cuentas con las Bellas Artes han sido saldadas. Una parte importante del trayecto posterior de la obra de Careaga debe ser entendida como sucesivas operaciones de purga, resarcimiento y compensación, animadas por su vocación experimental. En 1963, transita un geometrismo flexible, casi lírico, que anuncia ya los chorreados del '64 y remata en el año siguiente en una pintura matérica, más cercana ahora al informalismo europeo (español, básicamente) que al americano. Pero durante este mismo año, 1965, también explora la otra gran tendencia presente en su tiempo: el realismo de cuño pop que despunta breve pero intensamente en alguna obra suya (Nuestra Señora de Hollywood).
Su fuerte participación en el grupo de Los Novísimos, ocurrida casi simultáneamente a la obra recién mencionada, se adscribe a la solución que acercara la plástica rioplatense al conflicto entre la abstracción informal (la pintura matérica europea y el action painting norteamericano), por un lado, y, por otro, el fuerte realismo expresionista que demandaba súbitamente nuevos derechos en la escena pictórica de entonces. Es obvio que el resultado local de esa síntesis, una pintura claramente neofigurativa, se nutría de Buenos Aires y, a través de esta mediación, del Grupo Cobra y el nuevo realismo europeo. Pero no puede desconocerse en estas apropiaciones la vocación de un sentido propio, vinculado sin duda a la tradición expresionista del medio y a las necesidades que planteaba la renovación del arte en el Paraguay.
Enseguida, Careaga retorna a la geometría: corriendo aún el '65, inicia una serie decididamente op, desarrollada mediante la oposición tajante de blancos y negros: un espacio ajedrezado, ambiguo en sus dimensiones, palpitante en su extensión cuadriculada, pero milimétricamente exacto en su trazado. Esta obra le lleva a obtener un premio en la III Bienal de Córdoba y le conecta con Le Parc, que le apoya en su proyecto de conseguir una beca de estudios en Francia promovida por el Gobierno de ese país. Obtenida esta e instalado en París, el artista prosigue sus exploraciones, alimentadas ahora por las figuras cercanas de Le Parc y Vasarely, en cuyos talleres tiene ocasión de trabajar.
A partir de 1967, su geometría desarrolla dos caminos paralelos: por un lado, la vía cinética de las cajas lumínicas tridimensionales que rematará en diversos montajes interactivos producidos entre 1968 y 1973; por otro, el rumbo de un espacio que niega la interacción fondo-figura y se despliega como una llanura lisa, un paisaje sin volúmenes ni oquedades, perturbado por el juego de colores planos dispuestos en bandas paralelas. En este punto nos detenemos pues corresponde al momento sobre el que vuelve el artista en su exposición actual, lanzada hacia atrás, para recuperar aquella planicie vibrante y vincularla con su interés presente.
Los artistas geométricos del París de fines de los '60 (artistas op y cinéticos, básicamente) empleaban el tiralíneas para trazar los delgados perfiles de las áreas cromáticas cuyos interiores exactos eran cubiertos con témpera primero y después con acrílico. Influenciados por las técnicas de la publicidad, algunos pintores -entre ellos, Careaga- comenzaron a emplear cintas adhesivas para cubrir las rebarbas de la pintura y asegurar la limpieza de los trazos. Este procedimiento ayudó a apuntalar la imagen exacta y calculada de las bandas de color cuyo juego trastorna este mundo bidimensional de superficies demasiado lisas. El acontecimiento se produce mediante dos recursos básicos; uno, cromático: la interacción de tonos (mediante armonía o contraste); otro, constructivo-formal: el dislocamiento producido por áreas que desplazan, perturban y a veces invierten la dirección de las bandas creando espacios paralelos, otras dimensiones renuentes a la oposición figura-fondo o plano-volumétrico. Estas zonas de disturbio, llamémolas así, están compuestas por cuadrados, rombos, círculos o franjas verticales u horizontales, curvas o rectas, que introducen una vacilación en el esquema y lo hacen trastrabillar: cuando las fajas de color atraviesan esas áreas inestables, tiemblan, se desencajan, pierden por un momento la marcha puntual y precisa del sistema. Por un instante, titubean, rompen fila, se desalinean (se desalienan). Esa sacudida, esa contracción sincopada produce un movimiento nuevo de luces y posiciones que estropea la armonía decorativa del degradé y anuncia un conflicto: una crispación sísmica en el secreto interior de un paisaje que parecía carecer de fondo, una vacilación en el trayecto impecable de la razón instrumental y sus figuras reguladas.
Ahora Careaga vuelve sobre este momento después de casi cuarenta años. Hacer historia es también lanzar la mirada hacia atrás (saltar hacia atrás como un tigre) dice Benjamin. Tomar, rápidamente, la presa que ha dejado el correr desatado de los tiempos y detenerla, volver a observarla, a exponerla, a ubicarla en la escena de las imágenes contemporáneas, codo a codo con ellas. Pero ahora, y esa es la idea, ese momento ya no es él mismo, dice otra cosa: las bandas bidimensionales y seriadas, los colores desplegados en secuencias lógicamente calculadas, el acontecimiento aquel que traza una inflexión brusca en el orden impecable del prototipo, significan hoy otra cosa. Ellos mismos han sido vueltos a ser dislocados por la desviación inevitable que produce el correr abrupto de los tiempos. Ahora, los desplazamientos cromáticos y espaciales no pueden dejar de remitir a otras memorias, no pueden verse a salvo de experiencias que han alterado la sensibilidad. Que han revuelto los hitos de la sensibilidad colectiva, de la percepción del movimiento y la luz. Que han cambiado el sentido del propio acontecimiento como irrupción imprevista que habilita otra escena: que instala una hondura allí donde todo era plano, que traza una rugosidad, un revés, un pliegue, en la superficie pautada y concertada.
En estas reposiciones pictóricas, los traspiés de la matemática significan otra cosa: no es lo mismo hablar de los deslices o incertidumbres de la forma en plena modernidad de los '60 que hacerlo luego de la revolución cibernética y el giro lingüístico. La reproducibilidad digital y el pensamiento pos-estructuralista traen el oficio flamante de otras lecturas, muchas de ellas renovadamente arcaicas, otras asombrosamente recientes. Luego de casi cuatro décadas, las peripecias de la forma y el color no han cambiado, el principio que alborota el canon y habilita la diferencia es el mismo. Pero la imagen remite a otros encuadres de experiencia colectiva, globalizada: desde el otro lado de un nuevo siglo nacido bajo el signo de la tecnología cibernética y tras el fantasma de nuevas formas de violencia, esperanza y miedo, los impulsos que, en algún momento, hacen oscilar el campo pictórico y levantan la amenaza de su inestabilidad, no pueden dejar de ser leídos como trayecto escritural entrecortado, conmoción del monitor, diseño zigzagueante de tejidos remotos, interrupción de la ventana electrónica o ritmo frenético de la ciudad descontrolada. Quizá las luces temblorosas que siguen produciendo el chocar de colores y el capitular de la geometría anticipen, también, otras formas de poesía y de sueño.
La compulsión reparadora del retorno adquiere sentido especial en obras como las de Careaga, que, impulsadas por una intensa necesidad de búsqueda y experimentación, ha transitado con entusiasmo caminos diversos e inversos, opuestos muchas veces, tras un intento de compensar el saldo o el exceso de la pasión que impulsa cada tendencia. Así, al incipiente academicismo aprendido durante los últimos años '50 en el taller de Cira Moscarda (aún no abierto a sus posteriores afanes experimentales), Careaga opone una abstracción primera que, antes que nada, busca impugnar el naturalismo, limpiar la escena: prepararla para lo que habrá de venir, que será bastante y variado y que, en este caso, ya no mirará hacia atrás, pues las cuentas con las Bellas Artes han sido saldadas. Una parte importante del trayecto posterior de la obra de Careaga debe ser entendida como sucesivas operaciones de purga, resarcimiento y compensación, animadas por su vocación experimental. En 1963, transita un geometrismo flexible, casi lírico, que anuncia ya los chorreados del '64 y remata en el año siguiente en una pintura matérica, más cercana ahora al informalismo europeo (español, básicamente) que al americano. Pero durante este mismo año, 1965, también explora la otra gran tendencia presente en su tiempo: el realismo de cuño pop que despunta breve pero intensamente en alguna obra suya (Nuestra Señora de Hollywood).
Enseguida, Careaga retorna a la geometría: corriendo aún el '65, inicia una serie decididamente op, desarrollada mediante la oposición tajante de blancos y negros: un espacio ajedrezado, ambiguo en sus dimensiones, palpitante en su extensión cuadriculada, pero milimétricamente exacto en su trazado. Esta obra le lleva a obtener un premio en la III Bienal de Córdoba y le conecta con Le Parc, que le apoya en su proyecto de conseguir una beca de estudios en Francia promovida por el Gobierno de ese país. Obtenida esta e instalado en París, el artista prosigue sus exploraciones, alimentadas ahora por las figuras cercanas de Le Parc y Vasarely, en cuyos talleres tiene ocasión de trabajar.
Los artistas geométricos del París de fines de los '60 (artistas op y cinéticos, básicamente) empleaban el tiralíneas para trazar los delgados perfiles de las áreas cromáticas cuyos interiores exactos eran cubiertos con témpera primero y después con acrílico. Influenciados por las técnicas de la publicidad, algunos pintores -entre ellos, Careaga- comenzaron a emplear cintas adhesivas para cubrir las rebarbas de la pintura y asegurar la limpieza de los trazos. Este procedimiento ayudó a apuntalar la imagen exacta y calculada de las bandas de color cuyo juego trastorna este mundo bidimensional de superficies demasiado lisas. El acontecimiento se produce mediante dos recursos básicos; uno, cromático: la interacción de tonos (mediante armonía o contraste); otro, constructivo-formal: el dislocamiento producido por áreas que desplazan, perturban y a veces invierten la dirección de las bandas creando espacios paralelos, otras dimensiones renuentes a la oposición figura-fondo o plano-volumétrico. Estas zonas de disturbio, llamémolas así, están compuestas por cuadrados, rombos, círculos o franjas verticales u horizontales, curvas o rectas, que introducen una vacilación en el esquema y lo hacen trastrabillar: cuando las fajas de color atraviesan esas áreas inestables, tiemblan, se desencajan, pierden por un momento la marcha puntual y precisa del sistema. Por un instante, titubean, rompen fila, se desalinean (se desalienan). Esa sacudida, esa contracción sincopada produce un movimiento nuevo de luces y posiciones que estropea la armonía decorativa del degradé y anuncia un conflicto: una crispación sísmica en el secreto interior de un paisaje que parecía carecer de fondo, una vacilación en el trayecto impecable de la razón instrumental y sus figuras reguladas.
Ahora Careaga vuelve sobre este momento después de casi cuarenta años. Hacer historia es también lanzar la mirada hacia atrás (saltar hacia atrás como un tigre) dice Benjamin. Tomar, rápidamente, la presa que ha dejado el correr desatado de los tiempos y detenerla, volver a observarla, a exponerla, a ubicarla en la escena de las imágenes contemporáneas, codo a codo con ellas. Pero ahora, y esa es la idea, ese momento ya no es él mismo, dice otra cosa: las bandas bidimensionales y seriadas, los colores desplegados en secuencias lógicamente calculadas, el acontecimiento aquel que traza una inflexión brusca en el orden impecable del prototipo, significan hoy otra cosa. Ellos mismos han sido vueltos a ser dislocados por la desviación inevitable que produce el correr abrupto de los tiempos. Ahora, los desplazamientos cromáticos y espaciales no pueden dejar de remitir a otras memorias, no pueden verse a salvo de experiencias que han alterado la sensibilidad. Que han revuelto los hitos de la sensibilidad colectiva, de la percepción del movimiento y la luz. Que han cambiado el sentido del propio acontecimiento como irrupción imprevista que habilita otra escena: que instala una hondura allí donde todo era plano, que traza una rugosidad, un revés, un pliegue, en la superficie pautada y concertada.