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Creo que el primer encuentro se dio en 1958, cuando yo todavía estaba en la escuela primaria (sexto grado) y llegó a mi casa una revista internacional (¿Cuadernos americanos?), por intermedio de mi tío Hugo, profesor de literatura en una universidad norteamericana, que había hecho publicar en la revista algunas poesías de Elvio Romero, incluyendo «Aguafuerte», comenzada con los versos:
Sujeto a palos en cruz,
un hombre, quieto,
sobre dos palos en cruz
con sogas entre los huesos
y abajo el viento.
«Aguafuerte» me impresionó, sin que pudiera entender todo su significado, que le pregunté a mi padre. Él me contestó: dice más de lo que aparenta decir. Exactamente: la fuerza del poema estriba en su poder de sugestión.
Aquel fue un encuentro con la poesía y no con el poeta, exiliado desde 1947. Nacido en 1926, Elvio se sumó al alzamiento democrático contra la tiranía del general Higinio Morínigo, el comenzado en marzo de 1947 en Concepción. Desde aquella ciudad transmitía la radio de los insurrectos, y en ella trabajaba Elvio como locutor. Morínigo sofocó la insurrección en agosto y desencadenó la ola represiva que obligó a exiliarse a centenares de miles de paraguayos; entre ellos, al poeta de veintiún años, quien llegó a la Argentina cruzando el Chaco a pie.
Por entonces, Buenos Aires era una ciudad cosmopolita y generosa con los exiliados de América y de Europa, incluyendo a los del fascismo, como Rafael Alberti, quien, con la generosidad propia de los grandes, reconoció el talento del joven colega en un poema:
Y tu nombre aromado
huele, más que a romero,
a pólvora, a reguero
de cuerpo ensangrentado.
Otro español distinguido fue Gonzalo de Losada, que, llegado a Buenos Aires en 1928 para dirigir una empresa editorial, no pudo regresar a su país a causa del régimen de Francisco Franco y decidió fundar una editorial propia, que llevó su nombre y se destacó publicando libros censurados, como los de Rafael Alberti, Federico García Lorca y Elvio Romero. En 1955, o sea a los 29 años, Elvio publicó en Losada el poemario El sol bajo las raíces, donde aparece «Aguafuerte». No sé si la censura de Stroessner era ignorante o era muy hábil, y por eso dejaba circular libros como El sol bajo las raíces, que compré en la desaparecida librería Universal del señor Henning, en Palma casi 14 de Mayo, unos años después de su publicación. Pudo haber de las dos cosas: una vez, la policía entró en mi casa, confiscó La rebelión de las masas de Ortega y Gasset y perdonó los libros de Herbert Marcuse, tolerado como Louis Althusser y Marta Harnecker, de venta libre en las librerías paraguayas.
El segundo encuentro, el personal, se dio en el setenta, y gracias a ese gran promotor cultural que fue Gilberto Rivarola. En Buenos Aires, hacia 1975, Gilberto me presentó a Elvio, quien seguía exiliado y activo políticamente, sin ser molestado por el gobierno de Isabelita Perón, que ya había tomado un giro hacia la derecha y adoptado medidas represivas, aunque la auténtica represión llegaría el año siguiente, con el golpe del general Videla. Al despedirnos, Elvio me dio una buena cantidad de cartas para entregar en Asunción. Al llegar en mi ómnibus a la frontera, me encontré con que estaba cerrada y la policía había impuesto un estricto control de las personas y de los equipajes. Me pareció prudente deshacerme de la correspondencia, que podría comprometer a ciertas personas, porque el poeta no había renunciado a la militancia política que había provocado el destierro.
El tercero fue en la década siguiente, la del ochenta, aunque no podría decir cuándo porque, si bien no le habían levantado el destierro oficialmente, Elvio estuvo en el Paraguay más de una vez. Stroessner seguía en el poder, y su represión también, aunque con altibajos. En marzo de 1984, Stroessner cerró el diario ABC, pero en ese mismo año, e incluso en el anterior, comenzaron a regresar al Paraguay los miembros del MOPOCO, exiliados en 1959. Para mediados de 1984, la editorial Alcándara reeditó El sol bajo las raíces, que se presentó en el Juan de Salazar, sin que la policía le permitiera presentarlo al autor, quien estaba en Asunción, autorizado a regresar por unos días. Surtían efecto las presiones del presidente Raúl Alfonsín, e incluso las del presidente Ronald Reagan, quien ya no consideraba a Stroessner un aliado imprescindible en la Guerra Fría.
No recuerdo la fecha, pero fue un sábado de mañana, en el Instituto Cultural Paraguayo-Alemán, donde Elvio leyó sus poemas; yo estaba en la segunda fila, y en la primera un pyrague grababa sus palabras con una de esas notorias grabadoras de entonces. Por aquellos años, volví a ver al desterrado en la casa de Gilberto Rivarola, Carlos Villagra y Humberto Rubin. La de Humberto estaba frente a la escuela Ligia Mora de Stroessner (sigue en el mismo lugar, aunque la escuela haya cambiado de nombre); allí, en 1987, Alfredo Seiferheld consiguió que la policía le permitiera organizar una fiesta en homenaje al poeta; fue una fiesta muy concurrida. Era el debilitamiento del sistema, pero también la habilidad de Alfredo Seiferheld y el valor de Elvio Romero, quien regresaba aun habiendo sido miembro del directorio del Partido Comunista Paraguayo en el exilio; cualquiera de esas breves visitas hubiera podido tenerle consecuencias muy penosas.
El regreso definitivo fue después del 3 de febrero de 1989. A partir de entonces nos vimos en varias ocasiones; una de ellas fue un almuerzo en casa de Carlos Romero Pereira, un dirigente político interesado en la cultura, que no suele ser la regla; su esposa, Teresa María Gross Brown, compartía ese interés. De nuestras conversaciones, tengo bien presente su comentario sobre Francisco de Quevedo: debemos esforzarnos por alcanzarlo, aunque eso sea imposible. Vale para Quevedo y otras cumbres, y es toda una preceptiva literaria en una frase.