Elogio de la herejía

Si el lector entra al Museo de Arte Sacro en estos días, encontrará una muestra de la escuela cuzqueña, abierta hasta el próximo domingo 9 de agosto, y al recorrerla, entre las obras allí expuestas, se tropezará con la inquietante imagen de tres seres que son uno o (disyunción inclusiva) uno solo que prolifera en tres: el Dios trifronte, fecundo malentendido histórico que materializa el oscuro, insondable misterio trinitario en una realidad visible obviamente contraria a los preceptos de la iglesia desde el concilio de Trento: una trinidad prohibida.

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LA ESCUELA CUZQUEÑA

Es sabido que la escuela de pintura del Cuzco se distingue por haber desarrollado, a partir de sus influencias –los maestros italianos de fines del siglo XVI, la escuela de Sevilla y el grabado flamenco– unos modos de representación y un repertorio iconográfico particulares. Es decir, toda una plástica propia.

En la época fértil del mecenazgo del obispo Manuel de Mollinedo y Angulo (1673 - 1699), entre muchos maestros brillan Diego Quispe Tito (1611 - circa 1681) y Basilio de Santa Cruz Pumacallao (activo entre 1661 y 1700). A los grabados flamencos, Quispe Tito, con su refinado dibujo, su pincelada ágil, su vibrante cromatismo, les suma un paisaje fabuloso, idealizado y animado por criaturas inspiradas en la fauna local, mientras que una temática –en el santoral y en el interés por el misterio eucarístico– plenamente contrarreformista, y un claro influjo de Rubens –y de la pintura española del momento, sobre todo de la escuela madrileña– marcan las grandes composiciones de triunfal, luminoso y fuerte colorido y rico y ampuloso movimiento de telas de Pumacallao, el pintor predilecto del obispo Mollinedo.

EL SIGLO DEL BOOM

Pero el siglo de mayor difusión y demanda de la pintura cuzqueña es el XVIII. Entre los artistas notables de este periodo destacan Basilio Pacheco (activo entre 1738 y 1752) y Marcos Zapata (activo entre 1748 y 1773), que introduce el paisaje urbano de Cuzco en sus obras.

En este siglo XVIII, la escuela cuzqueña exporta lienzos a toda la región andina, y también a Lima, el Alto Perú, Chile y el norte de Argentina. Es un boom debido la intensa actividad de sus talleres y a la consolidación de un lenguaje plástico propio, a la renovación formal y a la inventiva iconográfica que alcanzó esta escuela, a su reelaboración y apropiación de tradiciones precedentes, autóctonas y foráneas, un proceso en el cual, como en tantos otros similares, el sincretismo y la herejía, o cuando menos la heterodoxia, se revelan como los grandes mecanismos de la innovación en el arte, en la cultura y en todo.

Es este, el XVIII, un siglo, para la escuela cuzqueña, de convencionalismos formales en la representación, de paisajes idealizados, de figuras animales planas, de perspectivas ingenuas o arbitrarias… Es el siglo del «estofado» o «brocateado» –el siglo que realzó cortinajes, halos de santidad y ropas aplicando oro sobre la pintura–. Y es, sobre todo, para lo que aquí nos interesa, el gran siglo de las suntuosas figuras de –con perdón por el pleonasmo– la fantasía heterodoxa: el siglo que asiste al triunfo de los arcángeles arcabuceros y de las trinidades trifaciales e isomórficas.

ARCÁNGELES ARCABUCEROS Y TRINIDADES ISOMÓRFICAS

Un probable proceso de sincretismo fomentado por los misioneros sustituyó las originarias fuerzas de los ancestrales cultos cosmológicos andinos por estos arcángeles arcabuceros, mensajeros divinos ataviados con uniformes bélicos y armados con mosquetes, que evocan la antigua y terrible figura del dios del trueno, Illapa.

Las trinidades heréticas son, presumiblemente, producto del afán de dar realidad visible a una contradicción lógica. Que es, en cuanto tal, inexplicable e inconcebible para la razón humana, y, por ende, invisible. Por eso, precisamente, es un misterio. En este caso, un misterio cristiano, el antiguo misterio del dios que es uno y trino.

La sorprendente trinidad que muestra a un dios trifronte, el dios cristiano con tres cabezas idénticas, y la perturbadora representación isomórfica de las tres personas de dios como tres individuos simultáneos en un espacio compartido en el que, iguales entre sí, coexisten cual clones, fueron prohibidas por la iglesia católica.

EL DIOS TRIFRONTE

Motivo arcaico de la iconografía europea precristiana, presente en el arte paleocristiano en Roma y Rávena después, y luego en Francia, en España y en Europa oriental, la representación trinitaria trifacial o isomorfa, intento de dar forma a lo impensable, tuvo un éxito particular en América.

Aunque han llegado hasta nosotros imágenes de dioses trifaciales prerromanos y orientales, si nos limitamos a las cristianas podemos poner como ejemplos la trinidad trifacial del monasterio cisterciense de Santa María de la Caridad en Tulebras, Navarra, atribuida al aragonés Jerónimo de Cosida (circa 1516-1592), y basada, al parecer, en un Códice de Manresa hoy desaparecido; o la trinidad trifacial de autor anónimo de fines del siglo XVI o de inicios del XVII de la Iglesia Parroquial de los Santos Justo y Pastor, en Cuenca de Campos, Valladolid, o la de la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción y del Manzano, en Fuenterrabía. Fuera de España (basta de ejemplos ibéricos), el viajero puede ver un fresco que representa una trinidad trifacial si visita el Palazzo Vecchio, de Florencia.

LA FASCINACIÓN DE LO INSONDABLE

Búsquedas –vanas, y, por vanas, tercas– de concreción de lo inaprehensible –un concepto teológicamente complejo y lógicamente contradictorio–, muestras de la fascinación humana por lo insondable, vuelto tricéfalo lo Uno y Trino, e indistintas las tres personas en tres caras que se funden juntas, clónico el triplicado Dios que consigo (y consigo) cohabita en su espacio alucinado, como un tartamudeo (o tres tartamudeos), del tiempo proliferante, estas imágenes se repiten a lo largo de la historia pese a la condena del Concilio Tridentino, primero, y, después, pese a las de los papas Urbano VIII, en 1628, y Benito XIV, en 1745.

No solo estas condenas de un ménage à trois tan heterodoxo, sino también su rechazo por parte de autores como Gilio, Borromeo o Pacheco, indican su persistencia en los siglos XVI y XVII en Europa. Es más: el padre Juan Ricci ilustra con una trinidad isomorfa la portada de su obra manuscrita de 1663, el Tratado de la pintura sabia.

BRAVE NEW WORLD

Y en América Latina, sobre todo desde el siglo XVIII, arraiga la costumbre de pintar estas trinidades prohibidas, no solo como parte de otros conjuntos pictóricos, sino también como un tema autónomo en sí mismo.

En la iconografía ortodoxa del Dios uno y trino, según los dictámenes conciliares, se debía representar al Padre como un anciano, a Cristo como un joven maduro y al Espíritu Santo como una paloma (lo cual no es, perdón por la obviedad, un retrato sino una –necesariamente burda para cualquier mediano teólogo– metáfora; metáfora de un misterio, que, por definición, a fuer de tal, lógicamente, no tiene, ni puede tener, figura visible alguna).

Pero en el arte pictórico del barroco latinoamericano la contemporaneidad de la existencia y la identidad de la sustancia de estos tres que son (¿es?) uno o de este uno que es (¿son?) tres impulsaron una imaginación plástica que reclamó y ocupó su lugar en el espacio público de las imágenes visibles, a pesar de las restricciones de la ortodoxia eclesiástica.

HEREJÍA ES CULTURA

El cuento de Borges «El evangelio según Marcos» trata de la forma herética en que un texto fundamental de la civilización occidental es entendido en otra cultura. El joven bonaerense Baltasar Espinosa (máscara transparente de ese gran hereje y, sobre todo, gran inspirador de herejías que se llamó Baruch Spinoza) está de veraneo en una estancia. El dueño se va por unos días y la lluvia inunda todo y atrapa allí a Espinosa con el gaucho Gutre y su familia. Espinosa halla una Biblia y, a falta de otro libro, para matar el tiempo, les empieza a leer el Evangelio de Marcos a los analfabetos Gutre. Días después, Gutre le pregunta si Jesús permitió que lo crucificaran para salvar al hombre de sus pecados. Aunque ateo, Espinosa le contesta que sí. Más tarde, los Gutre le piden su bendición y lo llevan a la parte trasera de la casa. A través de la puerta, Espinosa ve que han construido una cruz: es para él.

La crucifixión de Espinosa es fruto de un malentendido: una herejía. La Biblia ha sido entendida y aceptada por los rudos gauchos al precio natural de convertirla en parte de su mundo, un mundo duro, de trabajo físico y no de parábolas, de actos concretos y no de conceptos abstractos: la herejía es la otra cara, natural, del monólogo del colonizador.

SALUD POR LOS HEREJES

El hereje malinterpreta el discurso de la autoridad colonial. Lo malinterpreta desde el punto de vista de esa autoridad, claro. Pero la amplitud del campo exegético de un mundo híbrido como el latinoamericano es una fuente de cultura –y de identidad– que excede las dualidades del tipo civilización y barbarie, primer y tercer mundo, lectura colonial correcta y malentendido local, etcétera. La autoridad colonial es subvertida por la herejía, quizá el más complejo y decisivo fruto de este proceso creativo en particular, y, en general, un mecanismo esencial de la cultura de todo lugar y época. Sin lecturas «erróneas» repetiríamos una sola y la misma cosa (eso sí, la «correcta») hasta el fin de los tiempos. En esa estupenda película que se llama The World’s End (2013), cuando la Red explica por qué destruirá a los humanos y Andy traduce que es porque son un montón de fracasados, el inolvidable Gary King explota: «¡Pero si esta civilización se funda en los fracasos!». Fracasos que son triunfos, malentendidos que renuevan, errores con inéditos sentidos, audacia y herejía. Parafraseando a Gary, «This civilization was founded on heresys! And you know what? That makes me proud!» Larga vida a los herejes, y salud por la herejía.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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