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Catálogo morboso de las fragilidades de la carne y de la tormentosa relación humana con el propio cuerpo, el zombi, pese a las fluctuaciones de su popularidad, es una de las criaturas que más seduce la imaginación humana y que desde comienzos del siglo XX esa fascinación no ha mermado. Por poner un ejemplo cercano, en su sexta temporada, The Walking Dead es una de las series de televisión más vistas de los últimos años: millones de personas en todo el mundo imaginan cómo podría ser un apocalipsis zombi a partir de los episodios de esta historia. Robert Kirkman (Kentucky, Estados Unidos, 1978) es el guionista tanto de la serie de cómics como de la serie de televisión inspirada en ella. La historia que relata The Walking Dead se desarrolla en una de pronto siniestra Norteamérica que fácilmente podría ser cualquier lugar de nuestro mundo occidental contemporáneo mutado por la plaga. Estos parajes postapocalípticos son escenarios donde podemos representarnos como sociedad las angustias de nuestro tiempo y fantasear con sus miedos –entre ellos, el miedo al futuro, no solo individual, sino también colectivo, sobre todo, es evidente; asociado a este, es también visible el miedo a las cualidades autodestructivas de nuestro modo de vida, a lo insostenible del progreso, a la cara desintegradora del desarrollo, a la revancha de todo lo que no estamos reparando a tiempo, de todo aquello en lo que intentamos no pensar– desde la zona segura del sofá de la casa.
El zombi es una aparición moderna en Occidente. En 1819, The Oxford English Dictionary recoge la palabra «zombie», de uso frecuente entre los esclavos del sur de Estados Unidos desde el último tercio del siglo XVIII. Según el diccionario oxoniense, esta palabra apareció en la Historia de Brasil (History of Brazil, Londres, Longman, 1810-1819), de Robert Southey, que la utiliza como sinónimo de diablo. Su cuñado, Samuel Taylor Coleridge, anota en los márgenes que la definición que da Southey en su libro del término «zombie» es incorrecta; lamentablemente, el poeta no dice por qué.
Lafcadio Hearn (1850-1904) vivió a fines de la década de 1870 en Nueva Orleáns y se hizo experto en cultura creole y en vudú. Diez años después, convertido en corresponsal del Harper’s Magazine, pasó un buen tiempo en la isla de La Martinica y escribió un par de libros y una serie de artículos sobre su cultura. Fascinado por los cuentos de fantasmas, habló con los isleños para saber a qué llamaban «corps cadavres» y «muertos que caminan» y por qué la isla también era conocida como «Le pays des revenants» o «The Country of the Corners-Back». El país de los que regresan es el título del breve artículo que publicó en Harper’s Magazine en 1889: un repaso de los habitantes sobrenaturales del Caribe, entre ellos el zombi.
Muertos que caminan en el país de los que regresan. Walking deads y revenants. En una perspectiva histórica, es una tradición reciente. Aunque el imaginario del cuerpo que regresa desde el sepulcro, ya como carne corrupta, ya como descarnado esqueleto, no es moderno. La personificación de la muerte, de la cual el zombi constituye un caso peculiar, se remonta, cuando menos, a la alegoría tardomedieval de la Danza Macabra, de la que no solo tenemos una vasta y rica literatura, sino también una iconografía diversa y cuantiosa: la imagen del zombi en el cine, el cómic, los videojuegos y la televisión podría ser, en una inversión anacrónica, evocada por estos frescos, óleos, bajorrelieves, grabados. Como los danzantes esqueletos en esas obras, los zombis, a diferencia del milagro de la vida, que maravilla, apenan, y, a un tiempo peligrosos y lamentables, parecen tan pronto dignos de miedo, odio y asco, como de piedad.
Una de las más hermosas danzas macabras del siglo XV se encuentra en el Liber chronicarum, suerte de compendio de historia universal realizado por el humanista y bibliófilo de Nuremberg Hartmann Schedel (1440-1514), y uno de los libros más profusamente ilustrados de los primeros días de la imprenta, con mil ochocientos nueve grabados. El pintor, también de Nuremberg, Michael Wolgemut (1434-1519), y su yerno, Wilhelm Pleydenwurff, hicieron las ilustraciones hacia 1490, en el momento de auge de su taller –cuando el joven Albrecht Dürer estudiaba allí–, que también quedaba en Nuremberg (por todo lo cual no extrañará a nadie que el Liber chronicarum sea más conocido como la Crónica de Nuremberg). Se trata del grabado Tanz der Gerippe (Baile de los esqueletos, 1493), de Wolgemut. Muertos no muertos, de risas mudas y vacías cuencas, agitados por la música invisible.
Personalmente, confieso que –rarezas que una tiene– mucho más que The Walking Dead me ha capturado en su momento el asfixiante Lancashire, ni por postapocalíptico menos convencional, ni por zombi menos cotilla, ni por trágico menos rutinario, de la miniserie británica In the Flesh (2013); tal vez simplemente me sedujo el prosaísmo entrañable del paisaje urbano de ese humorísticamente negro Roarton donde un diagnóstico de síndrome de fallecimiento parcial puede impedir que los vecinos te inviten a tomar el té, y donde todos untan las tostadas con paranoia en el desayuno.
Antes de eso, me perdí el filme Les Revenants (Robert Campillo, 2004), y la serie francesa que inspiró, así como su remake estadounidense. Aunque, por supuesto, siempre es posible volver... no a vivir (cháke), sino a ver. Pero volviendo (encore) a The Walking Dead, aunque en ese universo distópico la construcción del enemigo impregna todo, la alteridad como fuente del mal palidece ante el hecho de que es la humanidad misma la que ha perdido todas sus conquistas, pocas o muchas, según quiera el lector, tecnológicas, sociales, políticas, de modo que la catástrofe puede tanto ser enteramente extraña y arbitraria como, de una manera oscuramente vindicativa, necesaria. En el triste y poético motivo alegórico tardomedieval de la Danza Macabra el muerto es también el vivo: solo el tiempo nos separa de su osamenta de cadáver, ante cuyo inexorable triunfo la vida es ilusoria. La Danza Macabra del Medioevo, época de vida breve, de hambre, de enfermedades, de guerras, expresaba los miedos colectivos. Floreció, de hecho, en los años de la Peste Negra que asoló la Europa del siglo XIV. De manera equivalente pero distinta, en nuestro mundo, en el cual vejez, decrepitud y decadencia son arrinconadas, y, junto con la muerte, condenadas a la invisibilidad, el zombi irrumpe como la memoria de una verdad fatal e inevitable.
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