El último rey de Italia

Uno de los hechos centrales del 2018 fue el fallecimiento de Bernardo Bertolucci. Honrar la memoria de un cineasta es seguir viendo y comentando sus películas, como hace hoy Gustavo Reinoso.

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Cuando nació –en Parma, en 1941–, Rosellini y De Sica habían estrenado sus primeros largometrajes. Antonioni era crítico cinematográfico en el Corriere Paduano. Visconti, de regreso de París, donde fue asistente de Jean Renoir, se sumergía en la ópera y el teatro y estudiaba el verismo literario del siglo XIX. Fellini dibujaba historietas y escribía guiones para radio y cine. Pasolini, joven promesa de la poesía, regresaba de Alemania. Último de esa brillante dinastía cuyo cine nos iluminó desde los años cuarenta del siglo pasado hasta la aurora de la centuria presente, Bernardo Bertolucci expiró en Roma el pasado lunes 26 de noviembre.

Hijo del poeta, crítico e historiador Atilio Bertolucci y de Ninetta Giovanardi, publicó poemas que le dieron cierta notoriedad, y marchó a Roma a estudiar Literatura en la universidad, pero después de ser asistente de dirección de Pasolini en 1961 en Accattone abandonó sus estudios para dedicarse al cine. Ingresó al Partido Comunista Italiano, posicionamiento ideológico que simultáneamente implicó la aceptación del eurocomunismo, es decir, del pluripartidismo parlamentario, lo que lo distanció de intelectuales y artistas más radicales. En una entrevista con la televisión italiana, Bertolucci declaró: «por aquel tiempo Godard se había vuelto maoísta; ingresé al PCI un poco como reacción a eso». Lo suyo al menos no fue vergonzante.

Sus películas narran la insondable mezquindad humana, pero también el calor de las luchas populares. Describen pasiones, traumas, frustraciones y deseos de protagonistas prisioneros de la trama tejida por la historia de países, continentes y mundos. Historia cuyos sucesos reflejan el enfrentamiento de clases y sus concomitancias económicas y políticas, narrados visualmente por una magnífica fotografía (Vittorio Storaro), sapiente en el uso del plano secuencia, la luz, la perspectiva, el montaje y la puesta en escena. Un cine épico a la vez que mesurado, capaz de tonos y climas íntimos. Reseñaremos, sin ánimos de imposición, los que consideramos sus mejores trabajos.

El conformista, 1970

Adaptación de la novela del mismo título de Alberto Moravia, está protagonizada por Jean Louis Trintignat, Stefania Sandrelli y Dominique Sanda. A partir de la historia de Marcello Clerici, burgués educado y culto, dispuesto a todo para sobrevivir a la toma del poder por los fascistas, describe una época. Clerici es un logrero pusilánime, ansioso de conseguir la convencional normalidad que le haga olvidar su pasado. Solo su atracción erótica por la sofisticada y liberal mujer de otro insinúa un posible desvío de la ramplona existencia que anhela. Ese cobarde conformismo es también colectivo y converge en la película con el clima moral de la Italia de Mussolini y la Francia de vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Sucesivos flashbacks nos muestran secuencias memorables, comparadas en su día con las de Metrópolis, de Fritz Lang, filmadas en el Palazzo dei Congressi del distrito EUR, legado arquitectónico del fascismo al paisaje romano.

El último tango en París, 1972

Drama erótico escandaloso en su tiempo, sufrió censura en Italia y prohibición en varios países. Generalmente se exhibe en televisión la versión mutilada, distribuida por la Metro Goldwyn Mayer en 1981. Protagonizada por Marlon Brando y Maria Schneider, pretende adentrarse en los laberínticos motivos que desencadenan los impulsos del deseo y el placer sexual, el afán de someter al otro y el de subordinarse a otro. Visualmente, remite a la obra del pintor irlandés Francis Bacon, admirado por Bertolucci. La estrecha intimidad del departamento en el que se encuentran solo para hacer el amor contrasta con las escenas en exteriores, en especial los planos secuencia entre las columnas del Puente de Bier-Hakiem. Es sonada la polémica por una escena de sodomía y violación en la cual el personaje de Paul (Marlon Brando) usa mantequilla como lubricante, algo no incluido en el guión. Brando y Bertolucci decidieron no comentárselo a Schneider antes de filmar. Bertolucci se justificó declarando que buscaba el mayor realismo posible. Posteriormente, la actriz dijo que de saberlo se hubiera negado a realizar tal escena. Incómoda con el rótulo de «símbolo sexual» que conllevó su participación en El último tango, Schneider, fallecida en 2011, fue una tenaz defensora de la necesidad de mejorar las condiciones de trabajo de las actrices y una adversaria de la cosificación de la mujer en el cine.

Novecento, 1976

Ambicioso fresco histórico de la Emilia Romagna, de donde es oriundo Bertolucci, describe la lucha de los trabajadores agrarios contra la explotación de los terratenientes, las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, los inicios de la organización de los trabajadores agrarios y del Partido Comunista Italiano, la llegada del fascismo al poder y su derrumbe tras la Segunda Guerra Mundial. El hilo conductor es la amistad de Alfredo Berlingiehri (Robert De Niro), hijo y heredero del dueño de las tierras, y Olmo Dalco (Gerard Depardieu), campesino, trabajador del latifundio. Es breve pero brillante la intervención inicial de Burt Lancanster como el abuelo del personaje de De Niro, y hay grandes actrices en los roles femeninos: Laura Betti, Dominique Sanda y Francesca Bertini. Aunque el dúo de protagonistas está muy bien, quien destaca es un impagable Donald Sutherland en el papel del malvado capataz y camisa negra fascista Atila. En Europa, la película se exhibió en dos partes, dada su duración, cinco horas y diecisiete minutos. Por contrato, la Paramount Pictures se garantizó una versión más corta, de tres horas y quince minutos, para el mercado americano. Su recepción por la crítica y el público fue dispar; para unos obra maestra, para otros pretenciosa, folletinesca y maniquea. Lo cierto es que se erige en un fresco histórico que no solo da cuenta de las grandes trasformaciones sociales, económicas y políticas de la primera mitad del siglo pasado, sino también del itinerario existencial de los individuos arrojados a la deriva en esa historia.

El último emperador, 1987

Otorgado por primera vez a una producción occidental el permiso para filmar en China, Bertolucci presentó dos proyectos a las autoridades: una adaptación de la novela de André Malraux La condición humana y una de la autobiografía de Puyi, último monarca del Celeste Imperio. El gobierno chino dio su bendición al segundo.

Consagración internacional del director, la película cuenta con el actor norteamericano de origen hongkonés John Lone en el papel principal, y Peter O’Toole, Maggie Han, Ruyichi Sakamato y Joan Chen en el reparto. Coproducción de China, Italia, Reino Unido y Francia, distribuida por Columbia Pictures, es lo más parecido a una superproducción hollywoodense de Bertolucci, que no se priva de condescender con el oficialismo chino, de entonces y de hoy, al mostrar la «revolución cultural» del maoísmo. Toda la película, en su épica taciturna de la existencia de Puyi, está imbuida de misericordia hacia él, desde su entronización a los tres años de edad, filmada en la ciudad prohibida de Pequín, hasta su reeducación comunista. En su retrato radica la fuerza del filme; la fragilidad humana se refleja en el carácter de monarca títere de Puyí, incapaz de un mínimo gesto de intrepidez ante la vida, encerrado entre los muros de una prisión construida por su propia resignación. Tal sujeto no merece libertad y desconoce el amor, pero puede ser acreedor de nuestra lastima. La película se acerca bastante a la perfección y fue celebrada desde su estreno; ganó nueve Óscar, incluyendo los de mejor película y mejor director, cuatro Globos de Oro y varios otros reconocimientos.

En la producción posterior de Bertolucci podemos destacar El pequeño Buda (1995) o Los soñadores (2003). Pero no arriesgamos demasiado al vaticinar que su lugar en la historia del cine se lo darán los filmes que hemos reseñado hoy en su memoria.

gustavoreinoso1973@gmail.com

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