El último demiurgo

Fue, en palabras de un prestigioso crítico, “el mejor y el peor poeta de su generación”. Odiado y denostado por muchos, adorado y ensalzado por otros (que, no obstante, no lograron salvarle de sus propios demonios), vivió más tiempo en los manicomios que fuera de ellos. Fue culto, inteligente, imprevisible, solitario. Fue alcohólico, bisexual, esquizofrénico, adicto a mil sustancias, vagabundo, apologista de ETA, narrador, traductor y poeta. Poeta, sobre todo, y contra todo. Se llamaba Leopoldo María Panero y murió el pasado 5 de marzo en Las Palmas de Gran Canaria.

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Convertido, con el paso de los años, en el emblema más acabado y tópico del malditismo transgresor, publicó unos cincuenta libros de poemas (doce de ellos en colaboración) y varios más de traducciones, narrativa y ensayo. Su lucidez descarnada, hecha de fogonazos insomnes en mitad de una noche densa y cruda, le valió la admiración de muchos lectores incondicionales que, a la larga, no supimos qué hacer con él, con sus desplantes, con su brutal enmienda a la totalidad de lo existente. Muy joven todavía (todo lo hizo muy joven, tal vez demasiado joven), escribió en la “Poética” para la mítica antología Nueve novísimos poetas españoles lo que puede entenderse hoy como un proyecto, un esfuerzo vital imperioso y perseverante: “Vivo dentro de la fantasía paranoica del fin del mundo y no solo no quiero salir de ella sino que pretendo que los demás entren en ella”. Era el año 1970. El poeta que así se presentaba tenía 22 años.

Hijo, hermano y sobrino de poetas, con él se extingue una estirpe que ha marcado de muy diversos modos los setenta últimos años de la poesía de España. Primero fue su tío Juan Panero (1908-1937), autor de un par de libros excelentes y hoy injustamente relegado al purgatorio de las notas a pie de página. Junto a Juan, la sombra inmensa y omnipresente de su hermano Leopoldo Panero (1909 - 1962), esposo de la narradora y memorialista Felicidad Blanc (1913-1990) y padre de Juan Luis (también poeta, muerto hace ahora seis meses), de Leopoldo María y de Michi: el único de la saga que supo resistirse al estigma de la escritura. Buena parte de su vida familiar se recogió en El desencanto, película documental de 1976 que marcó el fin de una época. En ella, los tres hermanos y la madre procedían, ante la cámara de Jaime Chávarri, a la autopsia moral del cadáver paterno y al consecuente, descarnado y dolorido ajuste de cuentas familiar.

La infancia de Leopoldo María transcurrió entre Madrid, las visitas a Londres y la casona familiar de Astorga. Fue una infancia pautada por las frecuentes borracheras del padre, la invisibilidad casi forzada de una madre voluntariamente eclipsada y limitada a sus labores, como se decía entonces, y la siempre problemática relación con sus hermanos. El mayor, Juan Luis, no tuvo empacho en declarar que para él era más importante Octavio Paz que su familia (Paz se lo supo recompensar más adelante con un jugoso premio destinado a poetas jóvenes, cuando Juan Luis rondaba los cincuenta años). El menor, Michi, fallecido en 2004, dejó bien claro lo que pensaba del hermano hoy desaparecido: “¡Que lo aguanten los que le leen!” Ninguno de los tres tuvo descendencia.

El padre había sido agregado cultural en Londres durante el primer franquismo. Falangista sobrevenido, tótem y brújula de los poetas afectos a la dictadura, vivió poco atento a nada que no fuesen su obra, su posición, su fama. Había sido amigo de Neruda durante la República, y lo fue de Cernuda en Londres; pero escribió contra el primero panfletos virulentos y ninguneó al segundo siempre que lo creyó conveniente. Se convirtió en baluarte del nacional-catolicismo impuesto por la dictadura y escribió, casi contra su voluntad, algunos de los mejores poemas del franquismo. Buena parte de la vida del hijo Leopoldo María solo se explica como reacción virulenta al modo de vida, las convicciones autoimpuestas, la hipocresía y las actitudes serviles del padre.

La gran poesía de Leopoldo María es la de sus primeros libros: Así se fundó Carnaby Street (1970), Teoría (1973), Narciso en el acorde último de las flautas (1979), Last river together (1980) o Dióscuros (1982). Una segunda etapa, más dispersa y confusa pero aún valiosa, se prolonga con profundos altibajos hasta los Poemas del manicomio de Mondragón (1987). Después, una obra construida a fuerza de fogonazos cegadores y largos versos de tiniebla informe comienza a caer en las repeticiones, las escatologías de todo tipo, las obsesiones infantiles, el insulto gratuito, la sordidez y la ruina. Se sobrevivió demasiado tiempo, incapaz de avanzar, atascado en un punto de extraña, evanescente lucidez que le obligaba a recomenzar siempre el mismo poema inconcluso, la misma desordenada perorata malsana. Muchos de sus versos de estas últimas décadas, firmados a menudo al alimón con compañeros de manicomio, no son sino balbuceos, improvisaciones, recuelos y fragmentos de poemas sin organizar, o compuestos por piezas inconexas que repiten la consabida rabia y la desesperación extraviada del poeta para reflejarlas mil veces en un salón de espejos sin ventanas, sin puertas, que llevaba ya demasiado tiempo sin ventilar.

Pocos poetas han tenido, como él, un don tan personal y vigoroso desde sus primeros poemas. Pocos, también, habrán gestionado y aprovechado su don peor que él. Quedan veinte, treinta poemas a lo sumo (bien pensado, es mucho y suficiente), que fueron un aldabonazo en la conciencia de miles de lectores durante una o dos décadas. Queda, sin duda, un mundo personalísimo, abismal, erizado de filos y edificado sobre el dolor, la rabia y la locura. Queda, también, la memoria devastada de una estirpe de poetas cuya esterilidad vital habla sin duda de una forma ya extinta de entender la poesía como culto del yo, asidero de náufragos, tarjeta de visita prestigiosa, escapatoria ficcional y talismán de fama póstuma. Con él se acaban los románticos rancios que quisieron hacer de su vida una obra de arte; los simbolistas decadentes de torre de marfil, absenta y tabú transgredido pour épater les bourgeois; los malditos finiseculares, los bohemios, los extravagantes y aristocráticos modernistas de álbum y misión consular; los perversos e infantiles trasnochados del sexo, las drogas y el rocanrol; los niños góticos de papá, pérgola y tenis; los que corrieron huyendo de la policía franquista hacia un callejón sin salida pero nunca fueron torturados por ser hijos de quien eran… Los demiurgos de salón y los de sanatorio mental para hiperestésicos.

Pero con él se va también, sin duda, un poeta único e irrepetible, de una fuerza indignada que aún resuena, viva, por los rincones de nuestra conciencia biempensante y acomodaticia. Su radicalidad, su fuerza visionaria, su insobornable compromiso con la idea trasnochada que tenía de la poesía ha seguido haciendo senda. Y, por mucho que su obra dejase de agrandarse hace ya veinte años largos y que todo lo que haya venido después no sea más que morralla con olor a fluidos fecales, podredumbre y naftalina, quedan sus deslumbrantes primeros libros para quien quiera acercarse a ellos. Allí encontrará el lector un poeta irredento que, por mucho que se empeñe la tierra, nunca descansó ni descansará en paz.

Agustín Pérez Leal (Teruel, 1965) es poeta, vive en Alicante, estudió Filología Hispánica en la Universidad de Zaragoza, ha recibido el Premio Cebolla de plata-Villa de Cox por Cuarto Cuaderno o Libro de Siberia (Pre-Textos, 2001) y el Premio Internacional de Poesía Gerardo Diego por La Noche en Arras (Pre-Textos, 2006) y colabora con revistas literarias españolas como Turia (Teruel), Renacimiento (Sevilla), Archipiélago (Barcelona) o La estafeta del viento (Madrid), entre otras.

(Exclusiva desde Alicante para el Suplemento Cultural de ABC Color)

mandelstam@live.com

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