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Era apenas un «mitã’i» de ocho o nueve años, gran mirón de la gente que venía de Barrio Obrero por la calle Independencia Nacional de Asunción, calle de tierra tosca y rojiza desde la avenida Amambay hasta la calle Palma, donde la cubría el adoquinado europeo del «Petit Boulevard» desde Alberdi hasta 15 de Agosto, pasando ante la fachada del «Tribunal’i», que antes fuera sede del Club Nacional, en la época del Mariscal López, y mi padre y las empleadas me revelaban que los transeúntes eran, por ejemplo, Carlos Miguel Giménez, casi ciego, cuyo lazarillo lo guiaba con un palo de escoba, o Nolasqui Sosa, gran «cuento mombe’uha», jugadores de fútbol del Club Cerro Porteño, del Nacional y del Atlántida, o don J. Demetrio Morínigo, poeta, músico y buscador de «plata yvyguy», o, en fin, varios otros integrantes de una multitud de personajes célebres a la que, más tarde, se sumaron Carlos Gómez y otras glorias del teatro paraguayo que pululaban por la calle de nuestra casa, de camino al cumplimiento de sus ocupaciones y de regreso al hogar, por las mañanas y por las tardecitas.
Me llamaba la atención, entre todos ellos, un personaje alto y flaco, de piel oscura y bigotes, que, vestido con un saco que le quedaba grande, guapeaba en su vejez, apoyado en un tosco bastón de palo. Me impresionaba este señor, evidentemente de escasos recursos, ataviado con ropas y zapatos que antes habían sido de otros. Nadie se ocupaba de ese hombre casi menesteroso que solía subir por nuestra calle hacia el mediodía, marchando rumbo al sur.
Y una mañana, al regresar mi padre de sus quehaceres tribunalicios, vi que detenía a mi personaje, y que le dirigía largamente la palabra y lo invitaba a subir por nuestras escaleras hasta un jardincito delantero de nuestra casa. En él, un generoso árbol de mandarinas nos proveía desde mayo de innumerables frutas de un subido color de oro que eran la apetencia de todos los chicos del barrio. El hombre, que llevaba consigo una bolsa vacía, acompañado de papá, la llenó de las frutas doradas, y aceptó, muy agradecido, un pequeño puñado de billetes y monedas que mi progenitor se sacó del bolsillo. Prosiguieron un rato más su diálogo, y al cabo aquel hombre se marchó, perdiéndose su silueta poco a poco en la distancia hacia los confines donde terminaba la ciudad, según por las noches lo indicaban las estrellas de la Cruz del Sur…
Dos días después, papá llegó con un machete recién comprado, lo que me dio curiosidad, así que le pregunté a qué se debía la adquisición, y él me respondió:
–Y, el Sargento Silva va a venir a cortar el pasto.
De puro curioso, le pregunté a mi padre quién era el mentado sargento, y recibí una copiosa información sobre el largo currículo de aquel hombre de color con pinta de octogenario –pero de octogenario para arriba– y sobre su actuación en la Batalla de Curupayty, donde, a la hora del triunfo, cumplió la orden del general José Eduvigis Díaz y, como «trompa de órdenes», lanzó a los aires la Diana de Gloria que anunciaba la victoria. Esa victoria cuyo relato entusiasta, precisamente en ese entonces, escuchaba yo en la escuela de labios de nuestra maestra del primer grado superior, que no omitía un detalle de los gestos y peripecias distintivos del heroísmo paraguayo en aquel enfrentamiento con la Tríplice genocida.
El Sargento vino a casa unos días después y, munido del machete recién comprado, carpió con entusiasmo los jardincitos de adelante y el gran patio empastado del interior de nuestra casa. Se quedó a almorzar, y, terminado el condumio, se retiró, recompensado por mi padre, que creo que, a más de la recompensa monetaria, le regaló alguna camisa vieja. No sé si volvió muchas más veces, pero, si no me equivoco, creo que alguna otra vez se dedicó también a encalar las paredes interiores del amplio patio trasero.
Yo ya no recordaba a esa singular figura que cruzó por algún raro azar los días de mi niñez, cuando, siendo ya abogado, tras haber prestado mis servicios gratuitamente en un pleito a una empleada, mujer ya mayor en años, del Tribunal del Crimen, entonces en la calle Benjamín Constant, entre Ayolas y Montevideo, vi coronado, por suerte, ese trabajo con el éxito, y la señora me quedó tan agradecida que, al cabo de unos días, vino a visitarme a mi casa una tarde. Portaba un bulto bastante grande, envuelto en varias hojas de papel de diario. De pie ante mí, descubrió el contenido y acotó:
–Doctor, le debemos tantos favores, y nunca le hemos pagado que salvara nuestra casa… Mi hermana y yo fuimos amigas del escultor Francisco Almeida, y él nos dejó algunas de sus obras… Y hoy se nos ocurrió regalarle este busto del sargento Cándido Silva, héroe de Curupayty.
Yo sabía que Francisco Almeida era uno de los grandes escultores de nuestro país, pero mi sorpresa fue grande cuando, al observar ese busto, ahora descubierto ante mis ojos por mi agradecida y amable cliente, vi que correspondía exactamente, hasta en el último pelo, a aquel anciano que, en los recuerdos de mi niñez, nos había prestado tantos servicios en casa, a pedido de mi padre, y que había recibido tantos elogios en las clases de Historia de mi escuela, de los labios de mi vieja maestra, doña Beatriz Ibarra.
Cuando, con el tiempo, pude abrir mi estudio jurídico, lo engalané hasta mi vejez con esta obra de don Francisco Almeida, hasta que un día la curiosidad y la ponderación de uno de mis hijos, el mayor de los varones abogados, me movió a desprenderme de mi tesoro para obsequiárselo a fin de que embelleciera con él su escritorio profesional.
Por experiencia familiar, sé que ciertas enfermedades de la vejez provocan un fenómeno por el cual la mente privilegia la llamada «memoria anterógrada», el recuerdo de los hechos de antaño. Hoy, setenta y cinco años después del episodio lleno de mandarinas que he relatado, la vejez me hace lagrimear con el recuerdo de aquel solitario casi indigente, olvidado de la Nación, que, a instancias del general Díaz, dejó para la Historia el clamor victorioso que hace vibrar una de las más hermosas páginas de la historia bélica del Paraguay.
«…Aquel solitario casi indigente, olvidado de la Nación, que, a instancias del general Díaz, dejó para la Historia el clamor victorioso que hace vibrar una de las más hermosas páginas de la historia bélica del Paraguay.»
«Me revelaban que los transeúntes eran, por ejemplo, Carlos Miguel Giménez, casi ciego, con un lazarillo que lo guiaba mediante un palo de escoba, o Nolasqui Sosa, gran “cuento mombe’uha”… una multitud de personajes célebres que pululaban por la calle de nuestra casa, de camino hacia el cumplimiento de sus ocupaciones y de regreso a su hogar, por las mañanas y por las tardecitas…»
aencinamarin@hotmail.com