El tiempo de los asesinos

Nacido en Budapest en 1929, deportado en la adolescencia a Auschwitz, y desde ahí a Buchenwald, por su origen judío, traductor de Wittgenstein, Nietzsche, Freud, Canetti y Joseph Roth y premio Nobel de literatura en el 2002, el escritor húngaro Imre Kertész murió con el mes de marzo, el pasado jueves 31, en su ciudad natal.

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«Nous t’affirmons, méthode! Nous n’oublions pas que tu as glorifié hier chacun de nos âges. Nous avons foi au poison. Nous savons donner notre vie tout entière tous les jours.

»Voici le temps des Assassins.»

(Arthur Rimbaud, «Matinée d’ivresse»)

MEMORIA DEL FUTURO

He escuchado al pasar, aquí y allá, en estos días, frases como «Ha muerto la memoria del Holocausto», y otras similares. Me pareció que podrían ser, o bien bonitas fórmulas sin mayor peso, de las que se prodigan en estas ocasiones, o bien una especie de broma macabra del destino. No sé qué hubiera pensado de ellas el propio Kertész (Budapest, 9 de noviembre de 1929 - 31 de marzo del 2016); me temo que quizá hubiera encontrado alguna especie de negra lógica en esa conclusión. A fin de cuentas, escucharlas no sería nada nuevo para él, a juzgar por el hecho de que desde sus inicios como escritor insistió en señalar de mil maneras que, contra la interpretación general de su obra, Auschwitz no era para él tanto el pasado cuanto el presente y –si cabe todavía tan auspicioso término– el futuro.

Que Kertész no ve Auschwitz como una anomalía está claro en sus relatos, dado que es justamente en la «naturalidad» de todo, en la evitación de todo exceso de gritos y de golpes, de desgarradores adioses, de reencuentros lacrimógenos y de verdugos crueles, donde radica el horror de su literatura; dado, así, que es, paradójicamente, porque no carga las tintas que el verdadero horror queda desnudo.

Ese horror de Kertész es tan insidioso precisamente porque no lo sitúa en el ámbito de lo excepcional, como sucedería, por ejemplo, si lo atribuyera primaria o exclusivamente a unos criminales asesinos –los nazis, en este caso–, a unos seres del todo disímiles con respecto a las personas «de bien» y sus modos de ser y de vivir. Mientras que ese horror insidioso, por el contrario, está en la aceptación general de un orden, el de la gente decente y normal, que admite que entre los múltiples elementos de la cotidianidad, con la leche pasteurizada del desayuno, la probidad en los negocios y la paz del alma, existan lugares donde, sencillamente, se extermina a otros seres humanos.

TIEMPO DE ASESINOS

Bergen-Belzen, Auschwitz, Buchenwald, Treblinka, Dachau podrían ser repudiados como algo monstruoso y ajeno desde el mundo perdido de los grandes principios y los valores con mayúsculas, pero el protagonista de la primera novela de Kertész ya viene de un universo, por decirlo así, kafkiano, en el cual los lugares de encierro y exterminio son algo normal que hasta las propias víctimas miran sin aspavientos. Un universo en el que cada uno, como György, vive su destino de no tener destino con naturalidad, como parte de un orden determinado por instituciones oficiales, por sus ideas o imperativos asumidos como razonables, y que, por ello mismo, se toma como algo que está fuera de cuestión. En Kaddish por el hijo no nacido, el narrador ve en Auschwitz la continuación lógica de su educación infantil –«Auschwitz, le dije a mi mujer, me pareció más tarde una mera exacerbación de las mismas virtudes para las cuales me educaron desde la infancia»–, y el propio Kertész no es menos contundente en Diario de la galera cuando, tras decir adiós a una cultura pasada que hubiera sido incompatible con Auschwitz –«Ha pasado una época, y determinada actitud humana parece irrecuperable, como una edad de la vida, como la juventud»– afirma que el asesinato...

«...ha venido a ocupar el lugar de aquella época antigua –no como una mala costumbre ni como exceso ni como “caso”, sino como forma de vida, como actitud “natural” adquirida y utilizada frente a la vida y a los otros seres vivos– el asesinato como cosmovisión, el asesinato como norma de comportamiento».

He pensado en estos días –como lo suelo hacer, por otra parte–, en todo lo que molesta a tantos en el paisaje de nuestras existencias cotidianas, en nuestras peligrosas ciudades, como si de una mancha o de un inconveniente se tratase, y en lo deseable que, por ello, a tantas personas decentes y normales les parecería suprimirlo –o, muy en el fondo, aunque no lo confiesen, exterminarlo–.

EN AUSCHWITZ NO HAY HÉROES

«Podría objetarse», prosigue Kertész en Diario de la galera, «que exterminar personas no es precisamente un invento nuevo. Sin embargo, el exterminio continuo, practicado de forma sistemática durante años, durante décadas, y convertido por tanto en sistema, mientras a su lado transcurre la llamada vida normal, cotidiana, con la educación de los hijos, con los paseos de los enamorados, las consultas al médico, la aspiración a hacer carrera y otros anhelos, con los sentimientos de dicha o desdicha, los deseos civiles, las melancolías crepusculares, el crecimiento, el éxito o la falta de éxito, etcétera, etcétera, todo esto, con la costumbre, la costumbre del miedo, la resignación, la aquiescencia y hasta el aburrimiento, es un hallazgo nuevo, novísimo. Porque –he aquí la novedad– está aceptado. Se ha demostrado que la forma de vida del asesinato es una forma de vida vivible y posible y, por consiguiente, institucionalizable».

En efecto, sabemos que la masacre y el exterminio nunca han sido novedades. Que en las trincheras de la muerte en masa durante la Gran Guerra, en los soldados gaseados y destripados en El Somme o Verdún, en las chimeneas de Auschwitz, en el resplandor siniestro de Hiroshima, no era esa la novedad. Y que tampoco se trata de una cuestión de escala, o del logro de un sufrimiento mayor, más «avanzado», valga el humor negro, gracias al desarrollo de la ciencia y de la tecnología, por ejemplo. Que se trata de algo diferente.

Pues, si bien cabe decir en cierta forma que la cultura griega clásica nace de las Guerras Médicas, tal como la Hélade siempre tuvo su épica, sangrienta a fuer de tal, tal como la gran cultura del siglo XIX emergió en buena cuenta del caos que trajeron las guerras napoleónicas y la caída del Antiguo Régimen, etcétera, etcétera, y si bien, desde luego, también en esos casos podemos hablar de «barbarie» y «salvajismo», y, por supuesto, de ferocidad, nada de eso es incompatible con cierta pérdida belleza que aún tiene cabida en aquellas decimonónicas escenas literarias de húsares borrachos que arriesgan el pellejo entre batallas, solo por darse el lujo de alardear de valor, al tomar litros de vodka al filo de un balcón exponiéndose a la muerte segura de una fácil caída entre alegres carcajadas, o jugando a la ruleta rusa. Porque hasta las cruentas campañas napoleónicas tuvieron su Tolstoi, su Stendhal, su Thackeray.

La novedad es que en Auschwitz ya no hay belleza posible. (Pero hay que entender que Auschwitz no es un «caso», un accidente, sino una época, un mundo) Que en Auschwitz no existen héroes. Que en Auschwitz ya no hay destino.

UBICUIDAD DE AUSCHWITZ

Por eso, Auschwitz no es «una tragedia judía». «A mi juicio», dice Kertész en La lengua exiliada, «no ofendemos ni disminuimos la tragedia del pueblo judío si hoy, más de cinco décadas después, vemos en el Holocausto una experiencia universal y un trauma europeo. Al fin y al cabo, Auschwitz no se produjo en el vacío, sino en el marco de la cultura occidental, de la civilización occidental, y esta civilización es una superviviente de Auschwitz».

Por eso, cuando György se tropieza con un periodista en Sin destino, para él la necesidad que tiene ese personaje –cuya tarjeta rompe y tira apenas se despiden– de separar el bien y el mal para él carece de veracidad y falsea todo. En ese joven doble literario veo ya al Kertész que, muchos años más tarde, en su discurso de aceptación del Nobel, insistirá en afirmar que «no ha pasado nada desde Auschwitz que pueda invalidar o refutar a Auschwitz». Porque ni Auschwitz como tal, ni los judíos –ni las decenas de miles de no judíos («Auschwitz se convirtió para todos los tiempos en el nombre colectivo de los campos nazis, aunque funcionaran cientos de otros campos y aunque sepamos que en el propio Auschwitz fueron recluidas y exterminadas decenas de miles de personas no judías», apunta Kertész en Un instante de silencio ante el paredón)– exterminados en los campos del nazismo son lo decisivo, sino el modo de vida, la cultura, el mundo en el que eso se hace posible, un mundo que llega hasta hoy, el mundo que sostenemos, que habitamos y que, por eso mismo, somos: la condición de posibilidad de Auschwitz, su permanencia en mil formas menos notorias, menos evidentes, menos, si se quiere, espectaculares.

Si a György la urgencia del periodista por demonizar el nazismo, por retroceder, en el discurso familiar y típico de la prensa o –disyunción inclusiva– de la «opinión pública», a la antigua representación moralista del bien contra el mal, le parece tan superficial, tan frívola, es porque pretende explicar con técnicas narrativas clásicas una realidad inédita cuya complejidad mutilan sus recursos obsoletos.

LA CONDICIÓN DE POSIBILIDAD

«No olvidemos que Auschwitz no fue disuelto porque fuera Auschwitz, sino porque la evolución de la guerra dio un vuelco; y que desde Auschwitz no ha ocurrido nada que podamos vivir como una refutación de Auschwitz», escribe Kertész en Yo, otro: crónica del cambio. Para György, el asunto no es que Auschwitz, Buchenwald o Lenz hayan «sucedido», hayan «tenido lugar» –el protagonista y narrador subraya la aparición de esos términos y expresiones con los cuales las personas que reencuentra se «separan» de esos «horrores», logran convertirlos en algo enteramente «ajeno» a ellos mismos, a sus modos de vivir, a sus voluntades–, como si se tratara de anomalías incompatibles con la razón, sino que haya sido razonable, mientras existió, que eso existiera.

Nosotros dimos esos pasos, les dice, con esas o parecidas palabras, hacia el final de la novela, a sus tíos y anfitriones –con lo que provoca su indignación y se ve obligado a dejar apresuradamente su casa–. Había que dar tantos y tales pasos, dice György, desde aquí hasta allá, y los dimos; hasta los crematorios, incluso, los dimos. Y antes, en casa, los dimos. Y cuando vinieron a buscar a mi padre también dimos los pasos estipulados, y siempre dimos esos pasos, y siempre fuimos nosotros los que dimos esos pasos, les dice.

Vivimos en Auschwitz, es, a mi juicio, lo que descubre Kertész. Para todos los efectos de importancia, para todos los efectos de sentido, para todos los efectos de destino, o de falta de sentido y de destino, nosotros damos los pasos que hay que dar. Nosotros somos la condición de posiblidad de Auschwitz. No es un problema de «holocausto judío»; no es un problema de «crímenes nazis». Ojalá fuera eso, pero es mucho peor: nosotros somos Auschwitz. Y nadie quiere verlo, porque siempre es posible volver la vista a otro lado y porque «incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas, algo que se parecía a la felicidad».

EL VERDADERO HORROR

Si Kertész habla del Holocausto no como hecho, sino como cultura («Vemos, pues, que el horror del holocausto se amplía para convertirse en el ámbito de una vivencia universal y, si no temiese ser malentendido, hasta diría: para convertirse en cultura», escribe en Un instante de silencio ante el paredón), a György, al cabo de la novela –melancólico reflejo inverso de una Bildungsroman–, tras ser liberado, con los demás prisioneros, una vez terminada la guerra, la nueva sociedad, en la que su experiencia de los campos solo puede entrar si antes es desvirtuada, le resulta tan absurda como la anterior, y, como antes, cualquier lugar que ocupe en ese orden lo ocupará si guarda las apariencias y se reserva para sí la extrañeza inevitable del que ha comprendido ya que «no existía ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural». He pensado en estos días en ese «The End» nada «happy», pero a primera vista inocuo, casi sin hondura, que en realidad es todo lo contrario. Si con el tiempo György se acostumbró al sinsentido y lo aceptó como algo determinado por una suerte de invisible instancia vagamente autorizada o superior, y si tuvo incluso momentos de dicha en los barracones de Buchenwald, ¿cómo podrá ninguno de nosotros saber, después de eso, si realmente está «afuera»?

Ese final encierra la simiente insidiosa del verdadero horror; simiente envenenada que solo crece y prospera una vez cerrado el libro.

Bibliografía

LAS FUENTES DE HOY

Las citas textuales de Imre Kertész contenidas en diversos pasajes de este artículo han sido tomadas de sus libros:

Sin destino (Sorstalanság, 1975). Barcelona, Acantilado, 2001.

Kaddish por el hijo no nacido (Kaddis a meg nem született gyermekért, 1990). Acantilado, 2001.

Diario de la galera (Gályanapló, 1992). Acantilado, 2004.

Yo, otro: crónica del cambio (Valaki más: a változás krónikája, 1997). Acantilado, 2002.

Un instante de silencio en el paredón (A gondolatnyi csend, amíg a kivégzoosztag újratölt, 1998). Herder, 2002.

La lengua exiliada (A számuzött nyelv, 2001). Taurus, 2006.

ALGUNOS OTROS TEXTOS

Algunos otros de los libros más importantes de Kertész no citados aquí textualmente y de posible interés para el lector son:

Un relato policiaco (A nyomkereso: Két regény. Detektívtörténet, 1977). Acantilado, 2007.

Fiasco (A kudarc, 1988). Acantilado, 2003.

Liquidación (Felszámolás, 2003). Alfaguara, 2004.

Dossier K (K. Dosszié, 2006). Acantilado, 2007.

Y LA DESPEDIDA

La última obra de Kertész, titulada A végso kocsma (2014) en su idioma original, acaba de ser publicada en español, hace unos días, por el sello Acantilado. Es un testimonio de la vejez y la decrepitud de un Kertész ya enfermo y anciano, y una crónica del paso por las antesalas de la muerte de un escritor que sabe que está muriendo, y que lo cuenta: La última posada (Barcelona, Acantilado, 2016, 296 pp. Traducción del húngaro de Adán Kovacsics).

montserrat.alvarez@abc.com.py

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