El territorio simbólico: barrios y fiestas hoy en Asunción

En Asunción hay barrios cuya historia es la de muchas personas y generaciones. A ese elemento tradicional se suman actualmente cambios históricos que afectan, entre otras muchas cosas, al modo humano de habitar el espacio en general y, en este caso, el espacio urbano en particular. Desde ciertos puntos de vista, uno podría creer que la vida de barrio está condenada a la extinción. Pero a veces el azar desvía las cosas de lo que parece su curso inexorable, y algunos barrios de Asunción comienzan últimamente a aparecer como espacios importantes para quienes los habitan.

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Así, la elección, en septiembre, por Okara Japu Editores, del barrio de Loma San Jerónimo para el II encuentro sudamericano de poesía, llamado «Vulk Gata Avá» por la «Vulgata» del santo patrón del barrio, fue un homenaje a la resistencia de sus moradores. Loma San Jerónimo, de calles laberínticas y estrechas, adaptación a los grandes altibajos del terreno, cuyo paisaje urbano siempre fue de un encanto y belleza extraordinarios, marcado por el estigma de la pobreza y de la delincuencia a ella asociada, se ha convertido este año en un lugar oficialmente turístico sin renunciar a sus señas de identidad histórica. Sus vecinos no han tenido que abandonar un lugar al que los liga su historia, y han logrado concretar un proyecto de supervivencia y de trabajo en el que están actualmente comprometidos. La oferta de comprar sus terrenos, que desarraiga a la antigua población de muchos barrios de Asunción para levantar en ellos urbanizaciones exclusivas, mientras sus viejos moradores emigran, forzados por la pobreza, no ha podido hasta ahora arrebatarles su barrio.

Y este pasado domingo 27 de octubre, el antiguo y no menos encantador barrio de Las Mercedes celebró su propia versión del Oktoberfest, bautizada por los organizadores como «Las Mercedes Fest». La gente salió durante toda esa tarde a recorrer las veredas de la calle Padre Cardozo, cubiertas con diversos puestos de venta de feria, a escuchar música en su barrio y, por supuesto, a beber en la calle, conforme a la agradable tradición muniquesa decimonónica, hasta la medianoche, y, cerrado ya el horario comercial de esta primera feria dominical de Las Mercedes, a continuar la tertulia hasta el amanecer. El barrio asunceno de Las Mercedes ha sido, y, por raro que suene, al menos en gran medida se conserva así hasta hoy, uno de esos barrios de clase media y casas con jardín en los cuales la gente se conoce, los niños juegan en la vereda y los perros van sueltos por la calle; ha sido siempre, también tradicionalmente, un barrio con cierta vida artística e intelectual más o menos importante; y, por último, pese a ser un barrio predominantemente de clase media alta, no es usual en Las Mercedes –no lo es aún, por lo menos– el modo de vida hoy generalizado en dichas clases en términos globales, un modo de vida en el cual las relaciones comunitarias, todas, hasta la más irrisoria incursión a una despensa, son desplazadas por el consumo individual en autos que se estacionan en garajes internos tras muros altísimos y portones eléctricos.

Hacer historia del presente es ser juez y parte, pese a lo cual me atrevo a intentar hacerla porque creo que, contra lo que afirma el dicho («No se puede ser juez y parte»), ser juez y parte no solo no es imposible, sino que es inevitable, y, sobre todo, porque me divierte. El cambio histórico que está ocurriendo en el presente y que voy a tocar en este artículo es el de la ciudad y la vida en la ciudad, donde los barrios retroceden cada vez más ante las urbanizaciones. Permítanme, ante todo, exponer brevemente lo que entiendo por barrio y lo que entiendo por urbanización. Entiendo por urbanización un simple lugar de residencia, una mera suma de viviendas. Definir un barrio es más difícil. Lo intentaré.

La historia de un barrio es la de los individuos que han vivido y viven en él. Mientras que las urbanizaciones son lugares sin historia.

El abstracto anonimato de las urbanizaciones nada expresa fuera del poder del consumo. Mientras que en cada barrio hay lugares que un hecho pasado o una función actual llena de un sentido único; esa carga semántica distingue a cada uno de esos lugares de cualquier lugar parecido.

La homogeneidad de lo cuantitativo –el dinero–, en el primer caso, y la singularidad de lo cualitativo, en el segundo, se traducen, respectivamente, en el elevado precio en que cotizan sus posesiones inmuebles los orgullosos habitantes de las urbanizaciones, y en el secreto valor que cobra en el afecto la historia de un barrio para sus habitantes.

A diferencia de las urbanizaciones, en las que no hay sino soledad uniforme, los barrios son sistemas de vínculos forjados por el conocimiento mutuo y los diarios encuentros a lo largo de varias generaciones, sumado al asiento geográfico de esos vínculos.

La urbanización se cotiza por su situación, sus comodidades, sus ventajas. Basta con que uno lo pague para que obtenga todo eso sin más trámite. Pero lo que en el barrio escapa a la cotización monetaria es la memoria que se superpone al asiento geográfico, inmobiliario, urbanístico, que carga de contenido simbólico la materia y que ni se puede tasar en un mercado ni se puede comprar pagando un precio. En este caso, el asunto no es tan fácil como sacar la billetera o la tarjeta; hay que vivir o haber vivido allí.

Un barrio es un lugar físico y, al mismo tiempo, es un lugar simbólico, porque la tradición lo llena de sentido. Cada barrio tiene sus propias fechas, sus propios personajes, sus propias anécdotas, sus propias leyendas, su propia memoria, su propia historia. Por eso, a diferencia de las urbanizaciones, que se parecen todas cada vez más y que por igual pueden cada vez más indistintamente estar en Asunción, Santiago o Barcelona, los barrios son distintos, y a veces muy distintos, entre sí.

Pienso en La Chacarita, de Maneco Galeano –un compositor que, por cierto, según tengo entendido, era habitante del barrio de Las Mercedes, barrio en el cual yo conozco un corto callejón que lleva su nombre–, o en el barrio del que hablan las letras de algunos tangos, arrabalero, protector y solidario. Es un barrio pobre, donde se comparten la conversación y el guiso, los consejos y el cocido. La pobreza en esta imagen la subrayo como un recurso literario para manifestar más claramente lo característico de la vida de barrio, para oponerlo con más nitidez al mundo cerrado y autosuficiente de las cámaras de seguridad y de los portones a control remoto, al mundo, en suma, de las urbanizaciones.

Pero es solo un recurso literario, porque, si bien existe, en efecto, un vínculo entre el poder adquisitivo o la falta de ese poder y el modo de habitar y de relacionarse con el espacio y con las demás personas que lo habitan representados, respectivamente, por la urbanización y por el barrio, esa relación no es lineal ni directa.

De hecho, los dos barrios de Asunción que he mencionado son la prueba de que no hay, en rigor, un contenido sociológico de clase en el concepto de «barrio». Lo digo porque ambos barrios son muy diferentes, y en particular desde el punto de vista de la «clase». Loma San Jerónimo y Las Mercedes son barrios con fisonomías opuestas. Loma San Jerónimo es un barrio popular, cuyos habitantes son predominantemente de clase baja y media baja; Las Mercedes es un barrio de clase alta y media alta. Loma San Jerónimo es barrio de negros; Las Mercedes es de la «conchetada». Si un tipo corre de madrugada en Las Mercedes está haciendo ejercicio; en Loma San Jerónimo, lo persigue la «cana». Y, sin embargo, si por esta vez olvidamos el criterio mercantil que está en el fondo de la oposición teórica entre las definiciones sociológicas de ambos barrios, y pensamos en el modo de habitar y de vivir que comparten, vemos por fin que la vida barrial, en los dos casos, es muy diferente a la vida de urbanización.

La vida de urbanización, en la que uno vive para sí y el espacio es solo objeto de consumo, signo de estatus e inversión, está reforzada en el presente, si lanzo al presente una mirada histórica, por una alterofobia universal, por una ubicua corriente de rechazo de no se sabe bien qué, pues tampoco se sabe bien ya qué o quién es uno, en qué consiste la propia identidad, identidad que se intenta afirmar por negación, es decir, por repulsión y exclusión. Y la gente se recluye en su casa, su auto y el centro comercial y cruza el hostil espacio tan rápido como puede.

El desplazamiento de los barrios por las urbanizaciones es parte de un cambio histórico que está mutando ahora mismo nuestro modo de habitar, de relacionarnos con el espacio y con los demás, de definirnos (cada vez más por oposición y menos por memoria, identidad y pertenencia a un lugar que no solo tenga un precio, sino además un sentido, que no sea solo un lugar físico, sino que sea también un lugar simbólico).

Hay que apuntar aquí que, salvo raras y fecundas excepciones, sin vínculos comunitarios, sin puntos de referencia, el individuo queda inerme ante el ubicuo discurso mediático y que lo lógico es que se adecue así perfectamente a un poder que ya tampoco es local. Esa es, pienso en ocasiones, dicho sea de paso, la posible utilidad (utilidad insidiosa, o maligna, si prefieren) de las redes sociales: una sola, unívoca circulación de flujos de información va sustituyendo a los lugares físicos concretos de modo que, poco a poco, su memoria, su vida, su historia se evaporan de esos lugares físicos y el espacio va quedando despoblado de sentido. Hasta que al final lo único que puede tener ya es precio.

La conclusión, de momento, parece simple y rotunda: celebrar que haya signos de vida en los barrios tradicionales de Asunción, por los motivos que sea, con los pretextos que se quiera. Habita el espacio, siéntate a escuchar música en la vereda, camina a la intemperie, cruza el espacio abierto, intercambia ideas, sal a la calle, no dejes de observar lo que sucede afuera. Todo lo importante ocurre afuera.

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