El sátiro que no se pasó de la raya

Verse detenido por el respeto a cierto límite (que se suele representar figuradamente con una línea recta de la que «no hay que pasarse»), generalmente es algo muy diferente a verse detenido por un pez cartilaginoso de cuerpo aplanado y con aletas pectorales abiertas y extendidas en forma de manto. Pero si sucede algo lo bastante singular como para que sea lo mismo, entonces vale la pena relatarlo. Porque la memoria de las comunidades no solo guarda la historia de los hechos, sino también la historia de los relatos de los hechos. Que es la historia de las palabras, de sus extrañas asociaciones, de sus vínculos fortuitos, de sus inesperadas ambivalencias.

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Lorena era de las más bonitas de Surubí Ruguái, pequeña localidad situada en la ribera del río Paraguay cuya fama como lugar de pique llegó en algún momento a ser tan grande que se convirtió incluso en lugar de esparcimiento del dictador, muy aficionado a la pesca, hasta su caída.

Mientras esperaban que se le pasara a este la temporada más entusiasta de su afición por el deporte ictícola, los padres de Lorena la enviaron a la casa de su abuela, en Coronel Escobar, población un tanto alejada, pues los capangas del Gran Pescador habían estado preguntando un par de veces, como quien no quiere la cosa, por dónde andaba la chica, ya que el señor quería conocerla.

El terror de los padres procedía en parte de una historia según la cual muchas doncellas habían recibido, de los emisarios del dictador, ofertas de becas para estudiar en Asunción, y alguna había aceptado el ofrecimiento, tras lo cual –si bien se supo que había viajado, en efecto, a la capital, y que además había hecho llegar posteriormente a sus progenitores ciertas sumas de dinero, obsequios de ropas y zapatos, una radio y hasta un televisor– nunca regresó al poblado. Se decía también que una vez esta joven requirió la visita de una hermana de su madre, que era su madrina, y que le envió el dinero para que pudiera viajar hasta Asunción para asistirla en el parto de una criatura de padre desconocido, aunque las sospechas generales se orientaban hacia el patrón de los capangas mensajeros.

Cuando, pasado algún tiempo, se consideró desvanecido el peligro, junto con la presencia del exgobernante, Lorena pudo regresar a casa y continuar sus estudios en el colegio local. Algo después, en plena adolescencia, cuando ya participaba en las actividades sociales, fue elegida reina en la fiesta de la Santa Patrona de ese enclave geográfico, llevada a cabo en el club principal del valle ribereño. Es que Lorena crecía en físico, gracia y simpatía, lo que la hacía apetecible para todos los candidatos de la localidad, entre los cuales estaba Luchí, como era conocido, por el hipocorístico de su nombre, Luciano, el hijo del intendente, a quien ella no prestaba demasiada atención debido a su mala fama de gaucho y perseguidor de las muchas jovencitas que integraban el harén lugareño.

Lorena, a los dieciséis años, era una alumna aplicada del colegio y, a la vez, una joven muy cuidadosa en su comportamiento, especialmente cuando era más cortejada, como sucedía durante las fiestas patrias, pues nunca faltaba la organización de algún baile en el club y siempre la sacaban a bailar todos los muchachos, que se la disputaban, desde Luchí hasta Roberto Insai Izquierdo, del Deportivo Surubí.

Pero Luchí, hijo de la autoridad, no cejaba en sus arrestos, y hasta se compró, en la capital del departamento, unos anteojos de larga vista para acechar los baños que Lorena, a veces sola y a veces acompañada por algunas compañeras, tomaba en el río, mal cubierta por un soutiene y otra prenda interior inferior. Las horas en que la corriente hídrica era más frecuentada eran las de la siesta de los sábados, domingos y feriados; entonces, Lorena también destacaba como nadadora, capaz incluso de realizar la hazaña de cruzar el río a nado, hasta la orilla de enfrente.

Durante la siesta de un feriado veraniego, de fuerte sol y agobiante calor, las compañeras de Lorena, que protegían su piel y no deseaban exponerse a los rayos solares, no accedieron a la invitación del baño refrescante en el río, de modo que ella fue sola, con su atuendo de costumbre, y, tras lanzarse a las aguas, empezó a nadar, como para cruzar, tal vez, a la otra orilla, precisamente en el momento, ¡oh desgracia!, en que Luchí se encontraba en pleno acecho, de manera que, con sus potentes anteojos, localizó a su pretendida, apenas cubierta con su precario atuendo de nadadora, en medio de la soledad del río y el silencio de la siesta.

Luchí, también afecto a la natación, no trepidó en desnudarse y lanzarse al río con las peores intenciones. Cuando ya había avanzado unos metros en dirección a Lorena, advirtió que no se había sacado el reloj pulsera, por lo cual decidió retroceder hasta el lugar en que había dejado su ropa para depositarlo allí, ya que no era sumergible y le había costado sus buenos guaraníes. Al volver a su punto de partida, y luego de haber puesto el reloj allí a resguardo del agua, con sus prendas, tuvo que volver a transponer unos metros de ribera, muy barrosa a raíz de la última crecida del río.

Con ansias renovadas, caminó por tierra firme hasta llegar a esa parte, donde, súbitamente, un profundo dolor ardiente en los músculos gemelos de la pierna izquierda por poco no le provocó un desmayo. Pateó, sin comprender que era lo que parecía penetrar en su pierna, y esa reacción desesperada empeoró las cosas. Una fuerza lo arrastraba hacia abajo. Haciendo un gran esfuerzo, trató de volver, pero la fuerza que lo arrastraba lo obligó a pedir socorro con gritos estentóreos.

Un vecino de la costa lo escuchó, corrió a ayudarlo –munido de una «fija», rústica lanza de madera que utilizó para ayudar al herido, que sangraba copiosamente– y advirtió cuál era la causa que casi le impedía mover la extremidad izquierda. Había pisado una descomunal raya, o javevýi, que, al sentir el pisotón, reaccionó levantando la cola, armada con una doble púa aserrada, que es su medio de defensa, y la clavó, inmisericorde, en la pierna de nuestro sátiro.

Aunque un poco alejada del lugar, Lorena también escuchó los gritos del frustrado sátiro y de la gente que lo socorría, y, optando por lo más prudente, regresó nadando a la orilla y salió, un poco alejada del grupo, al camino para volver a la seguridad de su casa, evitando de ese modo que las miradas de los empeñados en el auxilio de Luchí se regocijaran recorriéndola.

Fueron pasando los meses después de aquel episodio. Luchí, que había sido precariamente asistido de emergencia por el enfermero del Centro de Salud, estuvo a punto de perder la pierna; trasladado a la capital, en el Hospital de Clínicas se diagnosticó en principio la necesidad de amputársela, por estar contaminada con los venenos que derraman las rayas cuando clavan sus púas de defensa en quienes perturban su descanso en el ygáu provocado por las crecidas del río.

El herido, con nuevos cuidados, logró salvar la pierna, pero le quedó desde entonces una marcada cojera que disminuyó en mucho sus arrestos eróticos, y cuando, con el cambio del régimen político de la República, su papá perdió el cargo que tenía, se esfumaron con ese cargo la influencia y la aceptación entre el sexo opuesto con que hasta entonces había contado su hijo. Lorena, mientras tanto, se puso de novia y luego se casó con el contador del banco, lo que resultó ser una feliz decisión.

El sátiro no pasó de la raya, y tampoco pudo, por ende, pasarse de la raya, y el pez, muerto a lanzazos, fue devorado en fracciones fritas que hicieron las delicias de todos aquellos que se habían acercado a ayudar al frustrado fauno.

aencinamarin@hotmail.com

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