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¡Cuántos versos y reversos del pasado de una persona perduran en el tiempo y, mucho más allá de su original contexto, siguen contaminando el espíritu de generaciones de hombres y mujeres con sentimiento adverso! Pese a los ejemplos del emperador Constantino y de San Pablo, pocos comprenden que la conducta humana puede modificarse con el tiempo y que un momento de luz en la conciencia puede hacer desistir de un propósito o cambiar el pensamiento y la conducta de toda una vida. Por eso, es tarea impostergable que revisemos la historia y releamos los hechos, pues de la consideración que les demos dependerá nuestra actitud ante los desafíos del presente y los enigmas del porvenir.
Suele ocurrir que «por lo que dicen que dijo» estigmatizamos a una persona por el resto de su vida o incluso más allá de su muerte. Creo que eso es lo que sucede o lo que sucedió con don Faustino Sarmiento, quien, según se dice, dijo: «Hay que matar a los paraguayos en el vientre de su madre». En realidad, el fenómeno del comentario fuera de contexto, «ñe’êmbegue», afecta a casi todos los hombres y mujeres célebres. Muy pocas veces los dichos o escritos son corroborados o simplemente narrados en su contexto. Y sabemos que el marco histórico, con sus elementos y valores morales, es fundamental para no desvirtuar su espíritu. Por ejemplo, si analizamos los versos de Emiliano R. Fernández, y, en general, el tenor de los impresos en Paraguay entre 1928 y 1935, encontraremos frases y adjetivos más que obscenos sobre los hermanos bolivianos; y no por eso deberíamos pensar que nuestro poeta, de vivir aún, no los abrazaría hoy fraternalmente.
A don Domingo Faustino, por las cosas que se dice que dijo de los paraguayos, lo tenemos como el maldito, espinoso y amargo Sarmiento de nuestro viñedo. Por eso hoy, sin querer endulzar nada artificialmente, nos referiremos a su figura, su visita y las frutas que nos dejó; hablaremos de la paradójica vida de este personaje que «odió» y amó tanto al Paraguay, del hombre que, pudiendo quedarse en su propia tierra o buscar «salud» en otros países, «civilizados», decidió dejar fama y fortuna, remontar los ríos hasta Paraguay y ofrendarle su sabiduría de anciano antes de morir bajo su cielo.
Domingo Faustino Sarmiento nació en la provincia de San Juan el 15 de febrero de 1811. Ejerció la docencia desde los quince años de edad y en 1831 se exilió en Chile, donde trabajó como minero y maestro de escuela. De regreso en Argentina, ser opositor al régimen rosista le valió nuevamente el exilio. Visitó varios países y empezó su actividad como escritor. A su regreso, se dedicó a la política y fue diplomático ante diversos gobiernos.
Sarmiento fue electo dos veces presidente de Argentina; la primera en 1868, cuando estaba en Europa, y la segunda en 1874. Se caracterizó por promover ideas liberales y oponerse a los regímenes dictatoriales. Durante su primera presidencia, le cupo gobernar durante los últimos años de la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, en la que perdió a su amado hijo adoptivo Dominguito, trágico suceso que probablemente motivó sus exabruptos contra los paraguayos.
Sarmiento fue ideológicamente un contrario radical al doctor Rodríguez de Francia y a los López. Pero, como ya dijimos, para entender cualquier proceso o hecho histórico es muy importante situarnos en su tiempo a fin de juzgarlo con la moral y los elementos de la época. Para analizar sus expresiones y sus actos, es válido conocer el retrato de Sarmiento realizado por historiadores de su propio país que afirman que no era argentino porque para él Argentina no existía en aquel tiempo; que era norteamericano, o británico, o afrancesado antes que nada; que ayudaba a construir su país para que fuese «los Estados Unidos de la América del Sur» (Ricardo Levene, Historia de las ideas sociales argentinas, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1947).
Otro historiador, Roberto Tamagno (Sarmiento, los liberales y el imperialismo inglés, Buenos Aires, Peña Lillo Editor, 1963), ve en el famoso discurso de Sarmiento ante la Estatua de Belgrano («la poderosa Albión... cuya misión es someter al mundo bárbaro de Asia, África y el nuevo continente») un elogio del imperialismo inglés al tiempo que una síntesis de su propia obra Civilización y barbarie («las razas fuertes exterminan a los débiles... los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes»).
Sarmiento fue partidario de eliminar la «raza negra» de Argentina y apoyó la campaña militar del desierto contra los nativos pampeanos. Aquí hacemos un paréntesis, sin ánimo de justificarlo, para recordar que en Paraguay, más de cien años después (en 1959), el general Patricio Colmán ordenó la eliminación de los Aché de la zona del Yvytyrusu, y que por aquellos años algunos ganaderos del Chaco organizaban «cacerías» de pueblos originarios…
Apreciamos que los historiadores tengan anotadas las asperezas del joven Sarmiento. Mas queremos hoy considerar el fondo general de los hechos, pues frases y acciones como las suyas han plagado todo el continente americano y están recogidas en los libros y la prensa de aquellos años.
Lo cierto es que Sarmiento, pudiendo elegir otros destinos, por algún motivo decidió atar la historia de su vida al Paraguay, y que, una vez en nuestro país (al que llegó, en su primera visita, el 25 de julio de 1887), desde el primer día cooperó con la composición de planes educativos que desembocaron en la creación de la Universidad Nacional de Asunción y en el surgimiento de la Generación del 900. Visitó en tren los pueblos hasta Paraguarí, y fue en barco hasta la ciudad de Concepción. Introdujo en el país la planta y el arte de la mimbrería y la planta del eucalipto, donó libros a nuestras bibliotecas –sugirió, de paso, que el teatro inconcluso de López, actualmente sede de la Secretaría de Tributación, fuera convertido en una gran biblioteca–, propuso levantar escuelas rurales y capacitar al cuerpo docente, diseñó pupitres hechos de tablones y puso, en suma, toda su sabiduría al servicio de la recuperación de Paraguay.
Sarmiento había pedido que, cuando la parca pisara su huerto, su ataúd fuera envuelto con tres banderas, la argentina, la chilena y la paraguaya, deseo que hizo público ante miles de estudiantes y que fue cumplido tras su muerte en Asunción el 11 de setiembre de 1888, cinco meses después de su segunda llegada a Paraguay, por la profesora Rosa Peña, que obsequió para tal fin una bandera paraguaya a su hija y heredera, Faustina Sarmiento de Belin.
Para entender la presencia de lo bueno y valiente dentro de lo temible y maléfico creemos válido revisar, junto al eurocéntrico Sarmiento de los historiadores, al Sarmiento de nuestro huerto. Porque, oh paradoja, el que supuestamente odió a los paraguayos, en su ancianidad, como el más penitente de los pecadores, vino con todo su equipaje de educador de América a disfrutar de su hospitalidad y a poner, cual bálsamo en las heridas causadas por el brutal genocidio de la Triple Alianza, toda su sapiencia al servicio de su cultura; vino a sumarse a la causa más noble de la humanidad, que es la educación del pueblo. Con su presencia, la tierra paraguaya devastada por la guerra, lentamente, como el árbol generoso que retoña, comenzó a recuperarse para conquistar el espacio que hoy ocupa entre las naciones más heroicas del mundo.