El santo de Guatambú

Para calmar una extraña inquietud, el joven campesino Inocencio Ayala, nacido en Barrero Grande poco después de los días del Supremo Dictador, talla una imagen en un palo de guatambú y le sale un «santo sin nombre, sin día de función, sin especialidad de milagrero» que será parte de su destino. Y que da su título a la novela de Juan Bautista Rivarola Matto El santo de Guatambú, que acaba de ser reeditada por El Lector.

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Hay en las páginas de El santo de guatambú un Paraguay asombroso. Un Paraguay que, aún pleno de fricciones políticas y nubarrones de guerra, se caracteriza por la abundancia; un pueblo alegre aunque sumiso, que ha jurado dar la vida por su independencia; un fenómeno aislado y singular no solo en la región, sino en el mundo.

A través del soldado Inocencio Ayala, oriundo de Barrero Grande, de la región de la Cordillera –por entonces la más poblada y próspera del Paraguay–, el autor nos acerca aquel país inverosímil: primitivo pero rico, tranquilo pero pleno de intrépidos guerreros, gobernado por patriarcas autoritarios adorados por su gente, que forasteros como Charles Mansfield no acababan de entender en su mezcla de lo odioso y lo admirable.

Desde su nombre, Inocencio representa la candidez de una juventud que, poco más de veinte años después de la muerte del dictador supremo, enfrentaba la tragedia emocional de la muerte del presidente que mantuvo la paz como principio de su gobierno, Carlos Antonio López, y la asunción del cargo de su hijo Francisco Solano, predispuesto a encarar con las armas, a pesar de los consejos de su padre, lo que desde hacía tiempo era una amenaza para el Paraguay.

Juan Bautista Rivarola Matto despliega, a través de una narrativa deliciosa, escrita en buen castellano y con algunas chispas de sonoro guaraní, su enorme pasión por la historia. Y con la complicidad de la literatura captura el modo de pensar de los patricios, el carácter de la gente de pueblo, la gallardía de los altos militares, la forma de ser de los campesinos. La manera de sentir y de mirar la vida por aquellos años, en que la discreción era un principio de sobrevivencia.

Así, un diálogo entre los ilustrados Cirilo Rivarola y Fidel Maíz sobre el porvenir del Paraguay de entonces nos permite enterarnos de qué idea de futuro tenían algunos jóvenes, cuando preguntan a Inocencio qué piensa de todo aquello y él responde:

–Yo voy a hacer lo que me manden. ¿O qué otra cosa debo hacer?

Rivarola Matto, desde el caudal de sus fuentes documentales, narra que usualmente los padres de familia encargaban su tesoro a las mujeres, lo que les daba a ellas un poder sólido e imponderable. O que algunos jueces, como el de Barrero Grande, en su informe periódico al mandatario decían que en largos periodos de tiempo «no hubo intruso, ni vago ni mal entretenido alguno, ni amancebados públicos sobre que tomar conocimiento y providencia, ni vecino enteramente pobre dado a todo género de vicios».

Asistimos a las ancestrales costumbres de la gente en los velatorios, con plañideras que en su lamento narraban recuerdos del difunto. A la algarabía con que en invierno las vecinas se juntaban para arrancar los frutos de naranjales desbordantes y preparar conservas que, envasijadas, se enviaban a la capital, desde donde se exportaban a las repúblicas de costa abajo y a Europa. Entonces los hombres, que habían cosechado los frutos de su chacra con anterioridad, estaban de holganza, y la disfrutaban enjaezando sus caballos con arreos chapeados con platería acumulada por generaciones, vestidos con sus mejores galas, con enormes y tintineantes espuelas, «para salir a chusquear por las estancias y pulperías donde se jugaba a las tabas, se apostaba a los gallos, se corrían las cuadreras y sortijas».

Desde la perspectiva del narrador omnisciente de Juan Bautista, Inocencio disputa el protagonismo de la historia con don Cirilo Rivarola y el sacerdote Fidel Maíz. Don Cirilo era un ilustrado varón de una familia a la que el gobierno mantenía aislada por considerar alborotadores a sus instruidos miembros. El padre Fidel Maíz, un controvertido hombre de la iglesia de ilustración incuestionable. Desde esas miradas transcurren las páginas de El santo de guatambú, con fragmentos de la vida de nombres clave de la historia del Paraguay y retratos de pueblos, campiñas y ciudades, con sus costumbres y su adoración a los santos, a los que colmaban de ofrendas, adornaban con flores y alumbraban con velas.

Claro que también estaban los impermeables a las creencias religiosas o a las supercherías, como don Melitón Ayala, el padre de nuestro personaje, que reprendía con gracia a su mujer cuando agradecía la abundancia de la mesa familiar a San Francisco:

–¿Por qué no das la gracias a tu pobre marido? Ahechase señor San Franciscope ojehevipe’arõ oka’apívo kokuépe! («Quisiera ver al señor San Francisco con el trasero abierto carpiendo en las chacras»).

Aún con esta forma suya de ser, don Melitón no podía impedir que en el horno del patio residiera el Pombero, duende que, si se enojaba, hacía malograr el parto de las vacas, extraviaba las gallinas o cuajaba la leche.

Revela el autor que la historia le llegó por tradición familiar. Pero en desarrollarla invirtió –es evidente– años de investigación, para construir una obra con gran cuidado, pieza a pieza, de una memoria ricamente documentada en los archivos de la Biblioteca Nacional y otras fuentes importantes. De allí la inclusión de citas textuales de publicaciones de la época.

A la manera de William Faulkner, Juan Bautista juega con los tiempos de un modo nada convencional, prescindiendo de incómodos rigores cronológicos, con saltos fundamentales para adentrarnos en detalles deliciosos de la gran historia que le tocó presenciar a Inocencio Ayala.

Así, lo ubica en la era del fervor por el cultivo de la yerba –que financiaba la defensa nacional, las obras de progreso, la instrucción pública–; el tiempo en que quedaban pocos sacerdotes y ninguna monja en Paraguay; lo lleva a la inauguración de la iglesia de Humaitá, a los aprestos militares ante el rumor de la llegada de una formidable flota norteamericana para vengar el cañonazo que el fuerte Itapirú disparó contra la cañonera Water Wich. Lo hace presenciar, a las diez de la mañana del 28 de diciembre de 1860, los actos oficiales del ataque, en Humaitá, a la cañonera Tacuarí y el vapor Río Blanco, con sus camaradas empavesados de gala, entre salvas de artillería. Y lo pone en aquella plaza alborotada por el colapso popular que representó la muerte de don Carlos.

Inocencio dialoga con el naturalista sueco Eberhard Munck, que le obsequia un cortaplumas por haberle enseñado el guaraní de los pájaros. Con aquel cortaplumas tallará del palo de guatambú un santo sin nombre, ni milagro, ni día de función, hecho con el único fin de evadir las perturbaciones de su edad.

García Márquez solía comentar que muchos lectores le reprochaban haberle dado, en El amor en los tiempos del cólera, una vida tan efímera a Jeremiah de Saint Amour, aquel refugiado antillano, inválido de guerra y el socio de ajedrez más compasivo del doctor Juvenal Urbino. Un personaje como Jeremiah merecía su propia novela. Pero García Márquez comienza con su suicidio mediante sahumerios de cianuro de oro, solo para que los lectores entren a la obra con un episodio de mucho carácter.

En El santo de guatambú tal vez tengamos que reclamarle a Juan Bautista que le haya dado una vida tan breve a un personaje tan entrañable como se intuye que es Taita Simón, un esclavo que tallaba retablos y santos milagrosos de madera y de quien Inocencio aprendió el oficio. Un personaje que habrá de comprar su libertad, acaso demasiado tarde.

En medio de los sucesos que marcaron a Paraguay, Juan Bautista nos cobija en ranchos campesinos de adobe, techos de paja y piso de tierra apisonada, con aleros blanqueados a la cal, inmaculadamente limpios. Largos pasajes son de una ensoñación poética digna del hombre sensible a su entorno que fue don Juan Bautista.

El santo de guatambú quedó enterrado en los campos de Acosta Ñu. Acaso hoy, en la ocasión de esta reedición que nos tiene a todos como testigos, esté obrando uno de sus milagros: numerosos azares se conjugaron para que finalmente se eligiera esta fecha para su presentación, en coincidencia con el cumpleaños de la mujer que don Juan Bautista eligió como compañera de vida: la querida Margarita.

El santo de guatambú es una excelente ocasión que tenemos los lectores para constatar que la literatura es una vía esencial para indagar la verdad de nuestra historia, y una justiciera acción editorial de El Lector para enaltecer de nuevo la figura de un gran escritor como don Juan Bautista Rivarola Matto, cuya memoria aguarda mayores reconocimientos de nosotros, sus compatriotas de aquel Paraguay de asombro que tanto amó y al que dedicó sus mejores horas de historiógrafo, periodista y novelista.

Juan Bautista Rivarola Matto: El santo de guatambú. Asunción, El Lector, 2015.

hugovigray@hotmail.com

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