El rock and roll de Bernardo*

Además de mi tío Nanino, otro de los personajes inolvidables de mi infancia fue Bernardo. Con él aprendí a amar el rock and roll. Yo tenía 7 u 8 años, y Bernardo ya iba por los 25 más o menos. Para mí era una especie de hermano mayor. Ruidoso, dicharachero, divertido, ocurrente, me hacía sentir protegido a su lado. Un tipo fantástico. Apenas aparecía, contagiaba su algarabía a todos.

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Era compañero de papá en la radio. Hacía de operador y también cumplía turnos de locución. Recuerdo que para mí se parecía a Elvis Presley, cuya foto, recortada de un ejemplar de la revista Radiolandia, me había regalado. Tenía el pelo negro, lacio, abundante y peinado con gomina todo hacia atrás. Las patillas largas, los anteojos oscuros y la campera de cuero negra completaban su aspecto similar al de Elvis.

De noche en noche Bernardo venía a casa. Traía un tocadiscos que conectaba a los parlantes de un enorme aparato Telefunken que teníamos y ponía sus discos de Elvis, Bill Halley, Ritchie Valens, Buddy Holly y otros próceres rockanroleros.

Cuando las chicas de mi cuadra lo veían doblar la esquina de Lisboa y Teniente Prieto montando airoso su motoneta Vespa, se llenaban de deliciosas vibraciones íntimas y armaban la velada. Tomaban turnos para bailar con Bernardo y después se quedaban hasta tarde para conversar y reírse de lo que fuere con él.

Bernardo me ubicaba a su lado mientras mantenía encandiladas a mis vecinas. El patio de mi casa estaba separado de la calle apenas por un cerco de alambre y picanillas. La gente de los alrededores venía atraída por la música y para ver de cerca a Bernardo, quien se sacudía y se enrollaba con esa polifonía eléctrica y excitante, unido en el vértigo de la danza a alguna muchacha que trataba de seguirle el ritmo, aferrada fuertemente a sus manos o a sus brazos.

La cintura de Bernardo dibujaba circunferencias en el aire y lanzaba ondas a los pies ligeros, que trazaban rítmicos surcos de rock and roll en el piso de ladrillos de mi patio.

Las apariciones estridentes de Bernardo en mi casa suscitaban comentarios y chismorreos en el barrio, especialmente entre las mujeres, que suspiraban por él. Algunas deslizaban la versión de que estaban de novia con Bernardo. Para darse ínfulas.

Papá y mamá también hablaban de Bernardo. La conversación entre ambos que de vez en cuando se me rearma en la memoria, aunque incompleta como un rompecabezas al que le faltan fragmentos, es una en especial cuyo significado no entendería sino mucho tiempo después.

—Me preocupa la situación de Bernardo.

—Ay, Cacho. Y qué te puede preocupar de él si parece que todo le va bien.

—Farrea demasiado. Muy a menudo le vienen a buscar tipos en autazos y desaparece por un tiempo. Nadie sabe quiénes son los que le buscan, pero debe ser gente importante porque no cualquiera tiene un coche, y menos aún de lujo, en este país.

—Pero qué te puede extrañar de eso si sabés que tiene amigos en todas partes.

—Sí. Solo que esas desapariciones frecuentes para aparecer después con ropa nueva, joyas que él no se podría comprar con su sueldo… Los locutores le aconsejamos que se cuide de sus amistades. Él es demasiado confianzudo, es hasta ingenuo.

—Bah, es joven y churro. Déjenlo en paz, que se divierta como él quiera.

Mi abuela y mi mamá mimaban a Bernardo como si este fuera un hijo más de la casa. Cada vez que venía, una de las dos le preparaba un bife koygua como a él le gustaba, con tres huevos y mucho caldo. Acompañaba el plato con media trincha de pan, que deglutía con ansiedad tras empapar la miga blanca y tierna con la yema de los huevos y el jugo de la carne.

Yo me sentaba con él a la mesa. Mientras comíamos, en compañía de papá, me contaba de los músicos y de las músicas que la gente prefería, de las películas que había visto y de historietas. Me tomaba exámenes sobre los personajes de las historietas que leíamos.

—Compañerito indio de Red Ryder.

—Castorcito.

—El caballo de Roy Rogers.

—Tigre.

—De qué están hechas las balas de El Llanero Solitario.

—De plata.

Algunas veces el examen se hacia largo. Las preguntas eran cada vez más rápidas y ponían en aprieto a mi memoria. Cuando yo fallaba en una respuesta, él daba por terminado el juego no sin antes lanzar la pregunta de cierre, la que no faltaba nunca.

—El rey del rock and roll.

—Elvis.

Cuando desperté esa mañana (después sabría que era la del 1 de setiembre de 1959) sentí que estaba en medio de un vacío infinito. Tenía la sensación de que me hallaba absolutamente solo, de que no había nadie más en la casa. No aparecían las voces que siempre acompañaban la mañana con sus matices y sus tonos: grito. ¿Adónde habían ido todos? Ni siquiera la radio estaba encendida.

Salté de la cama y entré al silencio. Llamé en voz alta. Nada. Salí al patio. En el portón de casa había una reunión de personas. Algunas mujeres lloraban. Algunos hombres parecían ávidos por saber algo más de no sé qué cosa.

De pronto, tía Julia se fijó en mí y vino presurosa a abrazarme. Su abrazo fue afanoso, como si con la fuerza de sus brazos hubiera querido incrustarme dentro de ella. Se estremecía mientras me acariciaba la cabeza, que la tenía apretada contra su hombro. Entendí que estaba llorando. Yo no podía ver nada porque sus cabellos me cubrían los ojos. Sus cabellos olían a fresco. A pasto limpio después de la lluvia.

Cuando pude apartar la melena de tía Julia con una mano que liberé de su abrazo, busqué con la vista a mamá y a abuela entre quienes estaban frente a casa. Noté que toda la gente nos miraba. Me pareció que era yo el centro preferencial de la atención.

Entonces tía Julia aflojó su abrazo y puso su rostro frente al mío. Yo tenía una mejilla empapada con sus lágrimas y ella tenía los ojos empañados por el llanto.

—Benigno, se murió Bernardo.

Creo que tardé bastante en asimilar el mensaje. A desenrollar la idea del “se murió” y a desentrañar el “quién” se murió, aunque yo no conocía a otro Bernardo más que “mi” Bernardo, mi amigo.

Cuando se me instaló en toda su dimensión la idea de la muerte de Bernardo, pude entender por qué los adultos lloraban a sus muertos. Por qué se ponían tristes en los velatorios y en los acompañamientos para los entierros.

En los primeros días era solo como que Bernardo no venía, nada más. Pero ya vendría. Sin embargo, no tardé en descorrer totalmente el velo que me imponía mi inocencia: Bernardo ya no vendría nunca. Bernardo ya no existía. Había perdido a mi amigo. Ya nadie lo vería doblar la esquina de Lisboa y Teniente Prieto montando airoso su motoneta. Ya no me sentaría a su lado mientras él encandilaba a mis vecinas. Solo me quedaba el rock and roll.

Me senté en medio del patio que me parecía inmenso. El sol de la mañana acomodó una luz vacía sobre mí. Fue cuando un ímpetu repentino me obligó a trepar al viejo y tupido yvapovö del fondo de mi casa, desde cuya copa se dominaba el patio de piso de ladrillos donde reinó el rock and roll de Bernardo. Subí a la rama más alta. Me senté en ella. Desaté algo que parecía querer ahogarme el pecho y lloré. Lloré sin que nadie me viera. Lloré como no había llorado nunca. Lloré con un dolor que no había sentido antes. Jamás. Que era más agudo que el de los golpes en el cuerpo. Que era más angustioso que la inminencia de un cintarazo de mi abuela.

Mi niñez se perdió con aquel llanto. Había entrado a una nueva etapa en mi vida: conocí la desolación que causa perder a un amigo. Conocí la revelación de la muerte aunque siguiera percibiendo en ella un misterio que me parecía insondable.

Por algunos días no fui a la escuela. No tenía ganas. En casa me comprendieron y me dejaron con mi duelo, pero creo que solo por dos o tres días. Cuando volví a clases, me encontré con otra realidad cuyos alcances tampoco entendía aún.

—Había sido que tu amigo, ese al que lo mataron, era puto.

Los de los grados superiores me rodearon para preguntarme cosas de Bernardo. Cosas que yo no podía responder porque no entendía el significado de las preguntas. A mí solo me habían dicho que Bernardo se murió. No comprendía muy bien aquello de que lo mataron. Tenía que discernir bien todavía entre el “se murió” y el “lo mataron”.

Y encima me llovió lo de “puto”. Había oído esa palabra como una interjección o un insulto. Pero no dominaba la dimensión definida de su significado. Y más aún su significado relativo a Bernardo.

—Tu amigo era puto y por eso lo mataron.

—Lo mataron y lo quemaron con nafta.

—Sí, con la nafta de su motoneta.

Bernardo había sido encontrado, en su habitación, muerto y con el cuerpo horriblemente quemado. Le habían prendido fuego con la nafta extraída de su propia Vespa. ¿Cómo era que ellos, que no fueron amigos de Bernardo, sabían todo eso y yo, su amigo y su protegido, no sabía nada?
En casa nadie quería hablar del tema. Se vivía un ambiente de luto. No había música. No había risas. Abuela lloraba a escondidas. Papá y mamá hablaban en voz baja para que yo no escuchara. Yo sabía que hablaban de Bernardo. Del muerto. Del quemado. Yo no me atrevía a preguntar. Me encerraba a leer mis revistas de historieta. Varias de ellas me las había prestado Bernardo. Eran su herencia de fantasía.

Una tarde, tras volver de la escuela, fui a buscar una de esas revistas y hallé unos diarios apilados. Tres ejemplares de días sucesivos parecían doblados de propósito en páginas de interés específico. Intuí que esos titulares se referían a la muerte de Bernardo. Se referían al “lo mataron”.

5 PERSONAS SE ENCUENTRAN INCOMUNICADAS Y CONTINÚAN LOS INTERROGATORIOS AL GRUPO DE AMORALES. LA NOVIA DE ARANDA DECLARÓ HOY
108 PERSONAS DE DUDOSA CONDUCTA MORAL ESTÁN SIENDO INTERROGADAS. SE BUSCA A MIEMBROS DE ESTA ORGANIZACIÓN DE HERMANDAD CLANDESTINA
CUENTAN QUE EXISTEN 3 CLASES DE AMORALES QUE SE DISPUTAN POR EL HARÉN DE ASUNCIÓN

Yo en aquel tiempo ya me entretenía leyendo los diarios de vez en vez. Mi interés se centraba en las páginas deportivas y en las de espectáculos. Me sabía vida y obras de futbolistas y de artistas de cine. Tal vez ahí empezó mi vocación periodística.

Tras la muerte de Bernardo comenzaría a interesarme en la sección Policiales. El diario El País hizo un seguimiento del caso pero (el tiempo posterior me haría discernir mejor el asunto) con un sesgo más de morbosidad que de profesionalidad.

La que debió ser una investigación policial derivó en una persecución a homosexuales. Pero con una característica muy particular: solo se persiguió a homosexuales opositores. Los que eran adherentes al Gobierno no fueron molestados. Y el régimen de Stroessner siempre tuvo su legión de putos propios. Muchos de ellos empotrados en el mismísimo núcleo central del poder.

La Policía hizo una lista de 108 homosexuales y apresó a la mayoría. De ahí quedó el mote de 108 para los homosexuales en el Paraguay. 108 y un quemado. El asesinato de Bernardo Aranda derivó en una persecución absurda que se extendió a muchos opositores que no eran homosexuales, pero cuyos nombres fueron incluidos en la lista como acto de venganza.

Lo más patético fue que muchos homosexuales stronistas, por despecho o por celos, delataron a la Policía a otros de su misma condición. Ya a nadie importaba la muerte de Bernardo. La murga se regodeaba chapoteando en la ciénaga.

Además, ese año de 1959 había sido emblemático en la fortificación de la dictadura. Stroessner había clausurado el Congreso y desató una cacería contra los colorados opositores. Se reavivó el destierro y se repoblaron los calabozos policiales. Stroessner no estaba de humor para hacer investigar en profundidad un crimen de “degenerados”, según la propia definición policial.

Sobre el asesino real nunca se supo de manera pública, aunque siempre existió el convencimiento de que la Policía lo identificó y lo ocultó en un sigilo nunca roto. Indudablemente fue un crimen pasional, una venganza homosexual. Tenía todo el tinte de ello. El culpable fue alguien de peso. La calle especulaba con nombres que se deslizaban entre susurros de boca en boca. Se nombró a ministros, a militares, a jefes policiales, a sacerdotes, a comerciantes, a contrabandistas, a diplomáticos.

El 12 de setiembre de 1959, cuando el ambiente estaba peligrosamente enardecido por los efectos del asesinato de Bernardo, y cuando las especulaciones encendían los corrillos de chismes, se conoció la extraña renuncia del embajador norteamericano en nuestro país. Ese mismo día, el dimitente volaba hacia Estados Unidos.

Cuando comprendí la connotación exacta del término “homosexual”, no pude reconocer su alcance en la personalidad de Bernardo. Yo fui testigo de su exuberante faceta de seductor de chicas de mi barrio. Ese recuerdo me quedó de él. Y, por supuesto, mi amor por el rock and roll fue un legado que él me dejó.

De todos modos, aprendí a respetar a los homosexuales. Conocería a muchos a través de los años. En el periodismo tendría infinidad de compañeros así. Casi todos muy buena gente. Entre los primeros que distinguí en mi adolescencia estuvo uno que marcó época: Cafaro Luna. De haber sido posible en aquellos primeros años 60, creo que Cafaro hubiera sido el primer travesti del Paraguay. Muchísimo antes de que apareciera Carla.

Ese respeto por los “amanerados”, como decían entonces, yo lo compartía con mi tío Nanino, quien más de una vez se jugó por alguno de ellos.

—Cuidadito con querer joderle la vida a Inocencio. Él será todo lo puto que ustedes quieran pero es mi amigo.

Inocencio era un bailarín muy conocido en el barrio. Muchos lo apreciaban por buena persona. Pero había malandras que le querían agredir por el solo hecho de que era marica. Ahí intervenía entonces mi tío Nanino, un tipo cuya condición de varón entero nadie podía poner en tela de juicio. Mi tío Nanino incluso se mofaba de quienes vilipendiaban a algún prójimo con la sentencia de “maricón”.

—Mirá, viejo, lo único que te puedo decir es que para ser puto primero tenés que ser bien macho. Te desafío a que trates de aguantar en el orto un socotroco de apreciables dimensiones como lo hace cualquiera de ellos. No te vas a animar, pelotudo.

Como mi tío Nanino tenía un sentido práctico de la vida y no daba puntada sin nudo, explicaba a todos su filosofía con relación a los homosexuales.

—Nunca tengas por enemigo a un puto. El homosexual es un tipo persistente, obsesivo y paciente. Tarde o temprano te va a cobrar alguna cuenta que tengas pendiente con él. Y te la va a hacer pagar de la manera más dolorosa para vos. Eso sí: si es tu amigo y te aprecia de verdad, se va a jugar la vida por vos. Ponele la firma.

Solo una vez tío Nanino y Bernardo coincidieron en casa. Es que en esos tiempos si no estaba escondido de la Policía, tío Nanino estaba escondido por la Policía en alguna comisaría. Demorado para averiguaciones. Preso por insultar a la autoridad. Detenido por conspirar contra el Superior Gobierno.

Además, mi tío Nanino era tanguero. Como viajaba con cierta frecuencia a Buenos Aires para escapar temporalmente de las persecuciones del régimen policiaco, desarrolló el gusto por el tango: Gardel, Hugo del Carril, Julio Sosa, Goyeneche. El rock and roll era para él una música de petiteros. Y aunque para mi tío Nanino Bernardo también entraba en la categoría de petitero, lo apreciaba y hablaba bien de él.

—Simpático, tu amigo. Parece buen tipo. Y cómo les gusta a las mujeres. Lo envidio, carajo.

*Capítulo de la novela El siglo perdido, de Bernardo Neri Farina.

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