El revés del lugar exacto

En el aniversario del fallecimiento del pintor Enrique Careaga (Asunción, 30 de agosto de 1944-9 de mayo de 2014), este artículo analiza su trayectoria artística como dialéctica entre el orden y el caos, la forma y la diferencia, el lugar exacto y su revés.

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La obra de Enrique Careaga puede ser encarada como la búsqueda de la forma exacta: un camino marcado por la diferencia que acecha su curso entero. En pos de formular el espacio como lugar absoluto de la figura y proyectar el volumen como precipitado cabal de una idea, como paradigma de un paisaje incondicionado, su imagen se desenvuelve animada por la obsesión del círculo que se cierra sobre sí. Pero ya se sabe: la historia impide toda clausura definitiva en los terrenos del símbolo y ese encastre imposible deja abierto un mínimo intersticio por donde cuela el tiempo sus sinrazones, perturbando y alentando la escena fija del puro infinito.

Este proceso requiere un tiempo largo; varios tiempos en verdad. Formado en la Facultad de Arquitectura y en el taller de Cira Moscarda, la presencia de Careaga en el ambiente plástico del Paraguay se define a mediados de los años sesenta con el grupo Los Novísimos. Su imagen de aquel momento, impulsada por los argumentos vehementes y los andares erráticos de la action painting, tenía poco que ver con las calculadas razones que ordenarían después el curso de los cuerpos matemáticos. Por entonces, el juego arbitrario de los chorreados y los deslizamientos de la pintura, la densidad de la materia y la expresividad de la textura imponían sus verdades y sus condiciones visuales postergando las preocupaciones por la estructura y las preguntas acerca del origen o el más allá del espacio. Pero aun basada en las técnicas antojadizas del dripping, los estropicios del informalismo y las omisiones de la abstracción, esta pintura, desarrollada básicamente durante 1964 y parte de 1965, conserva vínculos secretos con cierta figuración agazapada entre el maremágnum de los empastes y la vital confusión de las manchas: en el fondo se vislumbra, espectralmente, la memoria obstinada de la silueta humana. Es que esta etapa de Careaga, como la propuesta de Los Novísimos en general, pese a su filiación con la pintura de acción norteamericana y el informalismo procedente de Europa, no puede ser desvinculada de la tendencia neofigurativa europea, cuya versión bonaerense es reformulada en Asunción a partir de requerimientos históricos y formales propios. A caballo entre el informalismo y el expresionismo, entre la abstracción y la figuración, esa tendencia fue utilizada por Los Novísimos, así como por otros artistas de los años sesenta, para replantear la figura sin soltar la tradición expresionista de la década anterior.

En tal clave debe entenderse esta primera pintura de Careaga, cuyo devenir azaroso –aunque quizá las incluya en voz baja– no anuncia todavía las preocupaciones matemáticas que llegarán poco después. Antes de que irrumpan, el recorrido de su pintura se detiene brevemente en otra escala que difiere la hegemonía severa de la pura forma. Realizada en 1965 mediante collage y óleo sobre tela, en Nuestra Señora de Hollywood, la representación sobremitificada de la actriz Liz Taylor, vecina de la retratística paródica de los sesenta, moviliza criterios explícitamente figurativos. Sin embargo, debe considerarse que una de las consecuencias más interesantes de la abstracción informalista y de la particular neofiguración crecidas entonces en Asunción fue que, aliadas, ambas tendencias desembocan en una imagen expresionista y caricaturesca, dramática o satírica, deudora del pop y cercana al realismo crítico. Por eso esta obra adquiere un valor histórico especial: marca el tributo del artista a un momento de su presente que no podía ser salteado.

Poco después, y quizá ya empujada por aquella diferida vocación de pura forma, la imagen de Careaga desnuda de golpe el detrás de sus nervaduras limpias y su organización exacta. En 1965 se inicia una serie que culmina en la muestra realizada el año siguiente en la Galería Tajy de Asunción y obtiene un premio en la III Bienal de Córdoba, escena cuadriculada de fuerzas irradiantes y puros blancos y negros que despliega el secreto de geometrías desconocidas y vibrantes retículas; de luces, movimientos y líneas virtuales que marcarán desde entonces, y ya para siempre, el no-lugar de la utopía del lugar perfecto. Esta apropiación de los recursos del op-art resulta decisiva; aporta cifras acerca de la cuestión de lo incondicionado y lo medido, el pleito entre lo ficticio y lo construido; entre los recursos de la ilusión y los efectos del cálculo.

Mediante el usufructo de una beca, en 1966 el artista se traslada a París, donde vivirá hasta 1978. El desplazamiento coincide con una bifurcación de su obra en dos caminos diferentes, vinculados en secreto. Uno apunta a los volúmenes reales: lo corpóreo logra colarse por la brecha que abre toda reflexión sobre el alcance de los signos. Surgen los trabajos con cajas lumínicas y construcciones tridimensionales: volúmenes que expulsan de la escena el espacio representado y lo hacen convivir con las profundidades reales. En verdad, Careaga ya había iniciado estas investigaciones en Asunción, poco antes de su partida. Su última obra op (inicios de 1966) desembocó en un sistema de imágenes superpuestas animado por luces y accionado mediante un dispositivo de relojería. En París retoma esta experiencia en 1967: las cajas despiertan imágenes intermitentes creadas por el desplazamiento del espectador y la acción convulsiva de las luces ultravioletas sobre los colores fluorescentes: el mecanismo elemental del girar de un disco funda, parpadeante, la ilusión –la percepción real- que fundamenta el principio cinético. Esas proyecciones son movidas básicamente por la necesidad de reacomodar posturas y parecen corresponder más a una táctica instrumental que a una apuesta estratégica. Sin embargo, el estudio de los alcances visuales y expresivos de la luz negra lo conducirá a una figura fundamental de mucha obra posterior suya: la noción de espacio-vacío, escenario ausente donde flotan sin peso las formas, contrafigura abismal de un negro absoluto que refuta su propio fondo.

La acción de las luces negras sirve también de principio a experiencias más inmediatas. En 1968 la incorpora a diversos montajes interactivos. Son juegos en el sentido amplio y complejo del término: tensados entre el azar y la regla, vinculan entretenimiento y competencia, enseñan su costado humorístico y suponen un fugaz gesto ritual. Ciertas obras presentadas en la X Bienal de Sao Paulo en 1969, como la Propuesta lumínico-cinética para una partida de ping-pong, el juego de cricket y las bolsas de entrenamiento para boxeo, requieren la participación de los espectadores-actores, que compiten, aporrean los punching balls, jalan los tensores de los montajes, echan a andar el sistema que precisa el cinetismo para reiventar el movimiento real. Los artificios lumínicos, los montajes y objetos desarrollados aproximadamente entre 1968 y 1973 instauran una escena paralela donde el artista puede ensayar recursos ópticos y soluciones constructivas que alimentarán próximos momentos suyos.

El segundo camino abierto en París también sigue una pista ya indicada en 1966: las imágenes devienen bandas planas y paralelas, enfrentadas desde sus tonos adversarios, o bien esquemas bidimensionales cuyos colores, dispuestos en meditadas gradaciones, anuncian los fundamentos de posteriores campos cromáticos. Acompañado por otras investigaciones, este ciclo, basado en la interacción matemática de franjas planas y la intensa oposición de campos cromáticos, se extiende hasta 1971.

Hacia 1973, consumado el tiempo necesario de la investigación acerca de la geometría del color y la experimentación vanguardística con luces y espacios reales, la imagen retoma su devenir pautado y sus calculados contornos y tantea las posibilidades de la tensión entre el puro plano y la profundidad figurada. El espacio pictórico, cubierto hasta ahora por las bandas, se devela disciplinada superficie en un momento, hondura abismal en otro. La extensión vacila: queda estática, se descentra o se desplaza, abulta y socava el plano, recobra por un momento sus dimensiones postergadas. El círculo, que apareciera aplastado en un mundo sin bultos ni perspectivas, comienza a desprenderse de su telón oscuro. Primero se convierte en esfera cortada que alberga volúmenes y proyecta cuerpos: que inventa un fondo sin fondo y rasga los lindes del escenario. Centrado, hundido a medias en un vacío espeso y a medias flotando en el centro del abismo, el cuerpo exhibe el peso ingrávido de su materia recientemente compacta y define la autosuficiencia de sus dominios flamantes. Estrenados sus derechos, la figura vuelve por momentos a cancelar toda dimensión tercera y se rearma desde las puras superficies y el movimiento que disloca y re-encastra las franjas planas. Ese retroceso parece significar una toma de impulso; pronto, la esfera vuelve a hincharse y a recuperar profundidades y volúmenes; vacila brevemente en su rumbo hasta que se decide por abrir su interior habitado por otros espacios y termina por alargarse en formas elípticas, curvar las franjas y torcer la dirección de sus cortes transversales.

Hacia 1975 el espacio pictórico define su posición de escenario perspéctico, de paisaje. Es un panorama alumbrado con los recuerdos de las luces negras, levantado con la medida o la sombra de los cuerpos naturales y el compás de los movimientos reales. Es un sitio imposible, construido por sustracción y nombrado mediante el silencio: un deslugar. La figura central se convierte en cubo, paralelepípedo compacto o estructura abierta que, ocupando, frontal, casi todo el cuadro, define fuera de sí un perímetro negro; una nada o un vacío cósmico: el absoluto mismo o la ausencia suprema. Esta imagen, que dura lo que resta de la década de los setenta, marca el punto más alto de la llamada «geometría fantástica» de Careaga, independiente ya de ciertos principios básicos de la pura visualidad op y los efectos cinéticos. El cuerpo recorta sus volúmenes y perspectivas y traza, cortante, su silueta, y no desde la pura interacción luz/color sino a partir de una estricta razón imaginaria; una lógica paradojal que para ser coherente consigo misma debe olvidar los dictados de la geometría, los principios de la percepción y los cánones de la física. U observarlos desde el otro lado: invertidos, adulterados por el exceso de un espacio ilimitado. Entonces, la esfera o el cubo no aparecen como efectos de manipulaciones de la percepción que los destaquen en la trama de un espacio ambiguo: ahora se desplazan, nítidos, figuras que avanzan o retroceden ajenas a las condiciones del medio que las enmarca y a partir de un movimiento no sugerido ópticamente sino producido plásticamente, inventado. Es el momento más alto de las connotaciones siderales y tecnoespaciales. Cerrados, cargados de luces propias, los entes geométricos que surcan la escena negra remiten a ritmos planetarios y tiempos galácticos, incierto horizonte de un presente inquieto ante la promesa/amenaza de tecnologías ingobernables, de una modernidad que en su punto culminante se debate entre la confianza en la razón y el desasosiego ante el panorama al que se abren sus confines.

A lo largo de los años ochenta, paralelamente, a veces, al devenir de aquellos signos estelares, Careaga se vuelve sobre el andamiaje que, invisible, sostiene la trama del espacio. Los cuerpos son desalojados y aparecen las puras coordenadas, el entramado oculto que, desde la trastienda, apuntala la escena. Ese orden riguroso delata, por un lado, la formación arquitectónica del pintor; por otro, la necesidad de explorar el fondo y el detrás de aquel lado oscuro que hasta entonces actuaba sólo como parámetro del silencio más radical, como cifra imposible de la derrota del límite. Los grandes bloques erigidos a partir de 1986 replantean el sentido del espacio, que ya no actúa como atmósfera polivalente desafiada por cuerpos flotantes sino que, una vez más, retrocede hasta el límite, se aplasta contra la tela, impone su negrura plana, muro insalvable que custodia el imposible más allá de sí. Funciona de nuevo como paradigma de fondo clausurado, de superficie ciega; pero la tridimensionalidad de los paralelepípedos traza una perspectiva que desobedece la valla tajante del negro y, fugazmente, instala en ella la duda de otra posible profundidad. Construcciones ideales o bloques minerales, configuraciones cristalizadas e intercambiables en sus partes, esgrimen contra el fondo neutro la amenaza de la tercera dimensión o del corte que desgarre la valla final o la pantalla primera. El color y la luz apuntalan sus volúmenes y afirman esa amenaza: discuten con sus tonos armónicos y sus brillos lunares la oscuridad compacta de un espacio que no puede ser cruzado.

Cabe otra opción para domar ese espacio hermético, esa dura pared de silencio: el artista convoca fuerzas que, a partir de 1988, irrumpen desatando vientos que revuelven el paisaje apacible de la Razón y descubren su detrás extraviado: su revés poblado de energías naturales descontroladas, regido por el trastornado orden de la diferencia. El arrebato de las lluvias, el reventón de los soles, el torbellino de signos desgajados constatan el estallido del discurso geométrico con sus categorías ideales y anuncian la posibilidad de nuevas disposiciones y modelos, emplazados quizá del otro lado del espacio negro. Así, una instalación presentada en 1992 rebasa los marcos del cuadro e invade el espacio real reiterando figuras en uno y otro lado de la escena: presentaciones o representaciones de cubos empujados fuera del dintel de la ficción.

Aun rastreadora de indicios claros y sitios reglados, toda la obra siguiente de Careaga avanza inquieta por estas pulsiones reordenadoras. Aun meticulosa y estricta, crece asediada por las presiones de la contingencia. Y empujada por ellas, intenta, quizá, nombrar otra vez el todo desde las razones de la partícula y el fragmento o la lógica impecable del caos: parámetro final y amenaza vigilante de cada proyecto que busca levantar mundos exactos.

ticio@ticioescobar.com

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