El regalo incalculable

O. Henry nos dejó una paradoja –la paradoja del don que cobra valor al perderlo– y dos misterios –el misterio del deseo y el misterio del regalo– como un obsequio de Navidad escrito un día de diciembre de 1905 en la mesa de un bar (el de la foto), cinco años antes de morir de cirrosis.

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<b>Alerta de spoilers</b>

Hoy es el 24 de diciembre, y al llegar la medianoche muchos de nosotros haremos y recibiremos regalos. Lo mismo intentan hacer los protagonistas del cuento más famoso de O. Henry, que sucede un día como hoy, de víspera de Navidad. Bajo un acatamiento aparente –aun extremo a primera vista–, este cuento refuta radicalmente el concepto de regalo tal como lo entendemos bajo el capitalismo. De hecho, en lo que ocurre esa Nochebuena con Jim y Della, el capitalismo se autodestruye en una liberadora explosión final.

Jim y Della son muy pobres, pero cada uno tiene algo de lo que está orgulloso: Della, su cabellera, y Jim, un antiguo reloj que antes perteneció a su padre, y antes, al padre de su padre. Jim quiere regalarle a Della unas peinetas de nácar con brillantes que ella mira siempre con deseo y sin esperanza en una vitrina. Jim sabe que la cabellera de Della es bellísima, pero también sabe que no tiene adornos para lucirla en todo su esplendor. Esas peinetas son dignas de su cabellera. Della quiere regalarle a Jim una cadena cuyo sobrio diseño proclama lo noble del material. Della sabe que el reloj de Jim es hermoso, pero también sabe que él no tiene una cadena decente para sacarlo del bolsillo y mirar la hora en público sin quedar deslucido. Esa cadena es digna de su reloj.

Jim y Della se piensan mutuamente como seres a los que algo (una peineta, una cadena) les falta, y, porque se aman, cada uno decide darle eso al otro. Ese es, a fin de cuentas, uno de los propósitos del regalo: completar algo. He notado que no tienes gafas de sol, con lo bien que te quedan; te regalo unas. ¿Tienes hambre? Te invito a cenar. Pobre, qué raídas cortinas; le regalaré unas nuevas. Es usual tomar la capacidad de dar a otro lo que creemos que le falta como medida del valor de un regalo.

O. Henry escribió esta historia un día de diciembre de 1905 en la mesa de un bar, Pete’s Tavern, para el New York Sunday World, cinco años antes de morir de cirrosis. Si por azar algún lector no hubiera leído aún «El regalo de reyes», «The Gift of the Magi», del gran O. Henry, a.K.a. William Sydney Porter (Greensboro, Carolina del Norte, 1862-Nueva York, 1910), le recomendamos que lo haga antes de que algún spoiler nuestro le arruine para siempre esa experiencia (y si quisiera leerlo ya, en las páginas centrales de nuestra edición de hoy encontrará una versión en castellano).

<b>El misterio del regalo</b>

La historia de los regalos de Navidad que intercambian Jim y Della empieza la víspera, como decíamos. Un día como hoy. Son pobres. Pero Della tiene su cabellera, y Jim, el reloj que fue de su padre y de su abuelo. Jim sabe que Della suspira por las peinetas de nácar que mira al pasar en una vitrina, y Della sabe que Jim tiene una vieja correa de cuero en vez de cadena en su reloj. Faltan unas horas para Nochebuena y ninguno ha reunido bastante dinero para regalarle nada al otro. Así que Della vende su cabellera y compra esa magnífica cadena para el reloj de Jim, que vende su reloj y compra esas magníficas peinetas para la cabellera que Della ha vendido para comprar la cadena del reloj que él ya no tiene.

Ya en casa, Jim entrega las peinetas a una Della sin cabellera, que saca la cadena para el reloj desaparecido. Si somos Jim o Della, en ese momento el valor pasa del regalo a la historia del regalo, que poco a poco adivinamos. La tristeza del otro al vender lo que más quería, su sonrisa al pensar que su regalo nos hará felices, las dos partes del breve milagro, el sacrificio y la ofrenda. Al intercambiar peinetas y cadena, para comprar las cuales cabellera y reloj, sin los que carecen de propósito, se han vendido, el regalo ya no está en los presentes ahora inútiles. Tiembla el don por un instante, como si se fuera a desvanecer con su función ya imposible, pero no desaparece: alcanza talla de misterio. Es la paradoja del don, que cobra sentido al perderlo, núcleo salvaje de los actos vitales del amor, motor de lo que nos hace cortarnos la cabellera o vender el reloj por alguien o por algo, corazón rebelde de lo que escapa al cálculo.

<b>El misterio del deseo</b>

Deseamos mil cosas, pero aunque las consigamos una tras otra, no dejamos de desear. El deseo no se sacia ni se fatiga porque lo que creemos desear nunca es su objeto, sino solo promesa de su objeto. La vida persiste por esta insatisfacción irremediable. Jim y Della nada, o casi nada, tienen; hasta sus tesoros son incompletos, como lo manifiestan sus regalos, mutuo afán de completarse al completarlos; queman sus naves en vano en tal empresa, pues si el rico da lo que le sobra, el pobre solo puede dar lo que le falta. Y el absurdo de los obsequios que intercambian preserva la vitalidad del deseo puro, que nunca se consuma, pues solo se desea lo que no se tiene, de modo que todo deseo es por definición deseo de lo imposible.

«La mercancía –señaló Marx en el primer capítulo del primer tomo de Das Kapital– es, en primer término, un objeto externo, una cosa apta para satisfacer necesidades humanas de cualquier tipo. El carácter de esas necesidades, que broten por ejemplo del estómago o de la fantasía, no interesa en lo más mínimo para estos efectos». Sabemos desde hace tiempo que al comprar un objeto compramos en realidad un discurso sobre el objeto, que toda venta es en gran parte una venta de fantasías y que el deseo en gran medida decide el precio, todo lo cual permite manejar, y aun crear, mediante la publicidad, los apetitos de esas mercancías de las que hablaba Marx. Y si nuestras vidas están llenas de «objetos externos» aptos «para satisfacer necesidades humanas» es porque, aunque las necesidades se satisfacen, no existe mercancía capaz de apagar el deseo.

Marx apuntó que un rasgo fundamental del capitalismo es la sustitución del valor de uso por el valor de cambio. En nuestra sociedad, el propio sujeto busca tener las cualidades que el mercado demanda, lo que equivale a ser valorado. En su mercadotecnia obsesiva, las personas se fabrican identidades «vendibles» en las redes sociales. Pero Jim y Della, en vez consumir y aumentar su valor con el consumo, como se supone que debe pasar, se devalúan –a primera vista, en la medida en que pierden lo que creían sus más valiosas posesiones (el reloj) o atributos (la cabellera)–, y se quedan solos ante el insondable misterio de su deseo. Como Della, todos nos encandilamos con las vitrinas, creemos ver en ellas nuestros sueños y quizá un día, al querer regalar la felicidad –ahí puesta por la errancia del deseo–, descubrimos que el regalo vive hasta ser abierto, cuando aún no es nada y puede serlo todo, y que lo que en verdad desea el otro son solo nuestras manos vacías y desnudas. En esa afirmación del valor como lo que se sustrae a toda tasación y todo precio está la subversión radical de la lógica capitalista en el cuento de O. Henry, su regalo incalculable.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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