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Guahu y metralla
Un pueblo bajo la salmodia de un novenario, un pueblo bajo la mirada vigilante del yryvu ruvicha, un pueblo golpeado por una sequía interminable. La tierra está cuarteada como la cara de la lechãi que prende una vela o calienta su pava para el mate, resquebrajada por los polvos del tiempo seco, apergaminada de humo de cigarro poguasu y campanadas llamando a misa en español.
La versión de cuarenta minutos que vimos en Turlututu tiene el kunu’û de la Undécima de Shostakovich; la sonrisa del adagio, sobre todo, amansa su ritmo dramático, angustiante. Shostakovich vela más que tapa el canto ubicuo del kyju ogakue y el llanto bogomilo del niño al despertarse con la película.
La fotografía se encuadra en naturalezas muertas con mano, mano ya vacía, ya empuñando un cigarro. Asistimos a un tiempo aureolado de velas de sebo y esperma, de farol mbopi y lámpara Petromax, pre-Itaipú, cuando la bendita ANDE no pasaba todavía de San Lorenzo, un tiempo de vasos y saleros de vidrio, de damajuanas de caña, de ollas de hierro o de metal abollado. La cámara también busca una síntesis; se detiene, por ejemplo, en un angelote que hace de cariátide del altar de la iglesia, o en una hormiga que pasea por la saliente moldura de una repisa tallada.
La seca, como dicen los pueblogua, manda en el pueblo, mientras la mujer machaca maíz y cierne su harina hablando en jopara, «tatanteamína», un karai para suspender la ingestión de caña y cigarros dice en guaraní «jaha jake mba’e». La seca se expresa de igual manera sacudiendo con su lenguaraz viento norte las ramas de los eucaliptos, agujereadas por las espadas del sol despiadado, ese San Gabriel tratando de cortar la cola de la sierpe eucalipto, árbol que absorbe el agua de la tierra, árbol secante…
El segundo día es multicolor, florido y psicodélico. Recuerda el final enigmático de Odisea en el espacio, de Kubrick. Parece la otra escena, utópica o pesadillesca, de la rutina de una aldea que vimos antes, pero sometida ahora al bombardeo inmisericorde de los infrarrojos que delatan los huesos del pueblo traspasados de guahu y de metralla.
Bulebú con soja
«Lo que hemos pescado lo hemos dejado y lo que no hemos pescado lo traemos», cuenta la tradición que dijeron a Homero unos jóvenes en la isla de Ios. O, en la versión de Heráclito, «Lo que hemos visto y atrapado‚ no lo traemos; lo que no hemos visto ni atrapado‚ lo traemos».
Eso le dijo Carlos Saguier a su equipo de Cine Arte Experimental para emprender la marcha hacia el Paraguay profundo –hacia Tobatí, Villeta, Mba’e Pirungua (Capiatá)– en 1969. Acaso, como los burlones isleños de la vieja leyenda de la muerte de Homero, fueron en busca de peces sin saber que volverían con una presa que con el correr de los años habría de cambiar radicalmente su vida y la del mundo cultural paraguayo.
Hoy, en la era del fin de la poesía –o del cine de Saguier–, la nueva generación informatizada también marcha, hacia el Mercado 4, hacia la Chacharita, para traer su cine de alfombra roja, que revela el mercantilizado ser paraguayo actual: lo hierofántico trocado en farsa. A veces uno deja volar la imaginación y se pregunta qué hubiera pasado si esta película –inaugural y a la vez quintaesencial del cine nacional– hubiera sido exhibida en las salas de cine comerciales de la década de 1970, en el aire acondicionado del Roma, del Granados, del Splendid, del Cosmos, del Victoria, en cartelera doble y triple junto a una peli de Pasolini, Bergman o Zulawski, frecuentes entonces, pese al estronismo.
Hoy, sujeto por otros aguiluchos, estos ya algorítmicos y digitalizados, el pueblo retro-neoliberal que es el Paraguay de Cartes aún repta, pero bajo el gran urubú mecánico de los drones de ¡Google y Facebook! Predomina, en el cine como en la vida cotidiana, no el develamiento poético de El pueblo de Saguier, sino el exhibicionismo instantáneo, la eyaculación precoz –como diría Baudrillard– del aceleracionismo actual.
La historia de la película casi merece otra película, que cuente sus vicisitudes, su infortunio y su final sobrevivencia milagrosa. En ella, metáfora de la historia cultural del país, olvido, abandono, pérdida, derrota van juntitos, hermanados, cual sombra fatal de la creación, con el afán, la insistencia, la vitalidad, el estoicismo.
La belleza y el arte son eso que deja algo en mí, que me afecta profundamente, que llena de sensaciones e ideas mi vida aburrida y elemental. El resto es bulebú con soja.