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Ña Escolástica, con el corazón casi en la garganta por la angustia y el cansancio, se quedó de repente petrificada. Se olvidó de la vaca perdida, a la que llevaba horas buscando, y desde la lomada contempló a lo lejos el pueblo, resplandeciente de colores y de luces. Un parlante llenaba los aires con un villancico ensordecedor, a la par que las bombas y los petardos.
No pudo con la visión. Se arrodilló. Llevó al suelo el rostro bañado en lágrimas e imploró perdón por sus pecados, por los de sus hijos gemelos, por todo el mundo. A gritos pidió socorro para no morir en este fin del mundo, lejos de sus hijos. La pérdida de la vaca, su principal sustento, fue –decía– presagio de este fin terrible. Su comadre, Gaspara, vino presurosa, la levantó a duras penas y le dijo: «Comadre, comadre, ¿qué picó te pasa? No es el fin del mundo, es aipo ensayo general para la Nochebuena nomás. ¿No ves que el intendente aprovecha para su próxima campaña, para mostrarse ante la gente con un gran pesebre? Desde aquí ko se ve solo una parte; si mirás la calle principal, desde el cementerio, en la entrada del pueblo, hasta la punta, donde está la estatua del General Caballero, todo omimbipa, los árboles llenos de luces, las guirnaldas de todos los colores. Tenés que ver, comadre, y sobre todo un arbolito de Navidad, que no es un arbolito sino un arbolazo de cartón, altísimo, lleno de colores, de focos, de globos, de estrellas».
Pero Escolástica no salía del tremendo susto y la pena. En fin, no era el fin del mundo; sin embargo, la vaca perdida no aparecía. Comenzó a imaginar lo peor: que los abigeos se la habían llevado. Hacía rato que en el pueblo se comentaba que el señor intendente aumentaba su hacienda con las vacas de los vecinos, sobre todo de los más pobres y desamparados. En medio del llanto, recordó que cuando niña había escuchado predicar al padre Julio César Duarte Ortellado sobre la ambición de los ricos, de los poderosos: no contento con lo que tenía, aquel miserable señor se había apoderado de la única oveja de una viuda; la oveja comía de las manos de su dueña pedacitos de mandioca, bebía la leche de su jarro, dormía al pie de su cama. Pero pasó por ahí el canalla y se la llevó. Recordaba, como si fuera hoy, la voz entrecortada del sacerdote fustigando el inhumano despojo, la ambición sin límites del karai guasu, del gran señor. ¿Sería ahora ella la viuda despojada de su única vaca, principal proveedora de su alimento y el de sus hijos? No es el fin del mundo, pensaba, pero es el fin de la projimidad, como decía el pa’i Julio.
Cuando estaba en esos pensamientos, redoblaron de nuevo los cohetes y las bombas, y de nuevo los potentes altavoces hirieron los cielos y los tímpanos. Escolástica no pudo, una vez más, contener sus lamentaciones. Gaspara se asustó: «No es ko el fin del mundo, comadre, no es ko el fin del mundo». Entre sollozos, Escolástica le contestó: «Mi vaca, mi vaca; no encuentro a mi vaca Blanca, comadre». Gaspara intentaba consolarla: «No te desesperes, vamos a buscarla, vamos a pedir ayuda a los vecinos hasta encontrarla; vamos, vamos juntas». Comenzaron a andar por los caminos y de vez en cuando se las escuchaba: «Blanca, Blanca, dónde estás. Blanca, vení, che áma».
El ensayo general continuaba. La maestra jubilada, señorita Nieve, en primera fila, seguía los movimientos de los actores, los maquinistas, los electricistas, todos al mando del mismísimo señor intendente, con ayuda de su señora esposa, los concejales, los funcionarios de la municipalidad. Era un trajín imparable. La señorita Nieve tomaba nota mental de todo lo que le parecía raro o, por lo menos, inusitado. Así, el establo era una maqueta reluciente tipo chalet, con paredes de ladrillo visto, con techo no de paja, sino de tejas portuguesas; a un costado, no un Gloria, el ángel anunciador, sino un Papá Noel vestido de rojo armiño y gorro del mismo color con una campana que no dejaba de sonar al mismo tiempo que su jo, jo, jo, jo. Se señalaron los lugares para los animales, que solo aparecerían la noche del 24. Pero sí ensayaban los actores. La Virgen María era la hija del señor intendente; su novio, el casto José. A la señorita Nieve le llamó la atención que la única que llevara las ropas de la representación futura fuera la Virgen, que no cesaba de cubrirse con la amplia túnica azul. Melchor, Gaspar y Baltasar eran tres robustos mancebos de la entera confianza del señor intendente, pues habían sido contratados por un congresista como funcionarios del Congreso. Después de varias horas de que los actores ensayaran sitios y posturas, de sincronizaciones de los sonidos y las luces, terminaron las pruebas. Cada quien volvió a su casa, con mucha satisfacción por el gigantesco pesebre a ser presentado la noche del 24 de manera nunca vista en el lugar.
La señorita Nieve se cruzó, camino a su casa, con Escolástica y Gaspara, agobiadas, entristecidas. Le contaron su pena, que no daban con el paradero de Blanca, la vaca de Escolástica. La señorita Nieve, en voz baja y luego de mirar a todos los costados, le dijo a Escolástica: «Mañana temprano, antes de salir a buscarla, pasá por casa; te voy a contar en qué patios debés pispar con mucho detenimiento». Y Escolástica y Gaspara siguieron su camino, pero antes comentaron: «La señorita Nieve, como siempre, cree que sabe todo, pero es su imaginación la que anda fuerte». Escolástica decidió no perder su tiempo, seguir su búsqueda según su propio tino.
El día 24, a los trajines en las casas con los pesebres y las cenas, se sumaron los del gran pesebre en la calle principal. Primero todo iba normal, con tranquilidad, sin sobresaltos. Pero de noche las tensiones subieron y por todo el pueblo comenzaron a correr rumores de problemas, contratiempos, desencuentros de los más dispares, unos reales, otros inventados según la temperatura de los hechos. Ya a la hora de los vestuarios y los maquillajes se supo que Melchor, Gaspar y Baltasar habían desaparecido y que se ignoraba su paradero. Desde la oposición política saltó una explicación: fueron denunciados como planilleros y optaron por la fuga. Pero no fue difícil convocar a otros tres personajes. Cantado estaba que había que traer para el Melchor a Maximino, apodado «eíra barato» por su negra piel; no haría falta maquillaje. Vieron a Marcelino, el coreano, hijo del dueño del único supermercado del pueblo, para el Gaspar; aceptó a condición de no decir una palabra en escena, pues su castellano provocaría risas. Pero no encontraban un candidato alto, rubio, para el Baltasar; en la incertidumbre, alguien sugirió traer a la señorita Leopoldina, la profesora de educación física, cuyo físico era el ideal; con turbante y barba postiza, solucionado el problema. Sin embargo, el caldero rebosó cuando se supo que la Virgen María había sido llevada de urgencia al hospital. Ante un diagnóstico absolutamente reservado, sus padres la trasladaron a Asunción en una súper ambulancia expresamente traída al efecto. Los rumores subían de tono, sobre todo porque el casto José también había desaparecido y se ignoraba su paradero.
Ya casi al filo de la hora, de cualquier forma, y ante la enorme multitud expectante, se dio inicio a la ceremonia. La improvisada pareja de la Virgen María y el casto José miraba con devoción el niño de yeso prestado por las Hermanas; Papá Noel tocaba su campana, gritaba como podía el jo, jo, jo; la vaca y el burro lucían tras la familia sagrada; tronaban los altavoces la blanca navidad, navidad de la nieve, navidad de los pinos, noel, noel, noel; desde varios tejados se lanzaba tergopol curubicado sobre la gente, las luces multicolores cegaban los ojos. En eso, en medio de la multitud, Escolástica vio a Blanca en el pesebre, y desde el fondo de su alma gritó con todas sus fuerzas: «¡Blanca, Blanca, mi vaca!» Blanca, al oír los gritos de su dueña, salió del celestial libreto, atropelló todo lo que estaba a su paso, buscó desesperada a Escolástica en el gentío que se libraba como podía de la vaca. Intervinieron las fuerzas del orden, como era previsible; enlazaron a Blanca y la condujeron a lugar seguro, mientras otros, a rastras, llevaban a Escolástica al calabozo.
La multitud, asombrada, contrariada, se retiró en silencio. Uno a uno, dejaron el pesebre, se dirigieron en silencio a sus casas; los parlantes seguían con los estentóreos villancicos noel, noel, noel. Alguien, en voz baja, largó: «Parece que el intendente va a ser abuelo». Otros le hicieron callar, pero susurraron el rumor de costa a costa: el parto se complicaba; por eso la llevaron a Asunción. La gran incógnita era si salvaron a los dos, consigna oficial en estos casos. Un suspicaz dijo: «El tercero sí que no se salva». Pero Blanca volvió al corral seguro. Y Escolástica pasó la Nochebuena en el calabozo, donde aún sigue, como siguen los gemelos en la plazoleta cercana a la comisaría.
Cuando ya las calles estaban desiertas, se escuchó a Chobento, el discapacitado del pueblo, entonar una de sus canciones favoritas: «…y en tu huerto exhalando azahar y niño azotéeee…»
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