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LO EVIDENTE Y LO OCULTO
Aunque cabe pensar que el título completo de este artículo tendría que ser «El peligro de la música y de la poesía» o «El peligro de la poesía y de la música», en realidad «El peligro de la música» basta, porque en la poesía ese pulso enigmático, esa consistencia matérica, esa opacidad corpórea, esa fisicidad audible, eso que le da su vigor propiamente poético a un poema y que lo hace intraducible a otro discurso, a otro verbo, es la música. Pues, si bien la palabra, como vehículo de significados, como prosa, es capaz también de «tocar» el cuerpo con la emoción, lo hace indirectamente, por efecto del sentido, sentido al que se accede a través de la mente gracias a lo que llamamos su «inteligibilidad», mientras que la música, en cambio, llega al cuerpo sin pasar por la mente en tanto que no hay en ella ningún «contenido» diferenciado de un «continente», ningún «sentido» que el sonido transporte para que la mente tenga que descodificar la «forma» a fin de acceder al sentido que esta encierra o contiene. Sin lo que en el signo lingüístico es el «significado», en suma, la música alcanza directamente el cuerpo con el poder del puro significante, «puro» no en tanto que limpio de significado, sino en tanto que significado y significante son lo mismo en el signo musical, de manera que este signo, el musical, en su estar «desnudo», ajeno a toda decodificación de contenidos, sin la «inteligibilidad» de lo lingüístico, consiste a la vez en la transparencia absoluta de lo evidente por sí mismo y en el absoluto misterio de lo indecible.
En la palabra hay ese poder y ese enigma porque la palabra también es música, aunque sea una música que casi ningún escritor puede escuchar (pues casi no existen escritores lo bastante músicos para ser verdaderos escritores, o para entender lo que digo). El poder de la palabra, de la música y de la música de la palabra, que descansa en la dignidad de la materia como enigma opaco, último núcleo duro y compacto de oscuridad de los cuerpos, en su insondabilidad de cosa física, sostiene, como su osamenta, su esqueleto, su estructura, el cuerpo viviente y móvil del idioma de un verdadero escritor. En poesía, ante todo, pero también en prosa. (Si es poesía de verdad y buena prosa, obviamente. Casi no las hay entre nosotros.)
Esta potencia de la música, potencia que, a fuer de tal, es peligrosa, está ilustrada de muy diversas formas en antiguos cuentos (el ejemplo que más rápidamente acude a la mente es el del «El flautista de Hamelín»), en antiguos mitos (la lira de Orfeo, que amansa a las fieras, o la flauta de Pan, que enloquece de terror –de «pánico»–), en antiguas utopías (la censura a la que Platón, en su polis ideal, somete las creaciones de los poetas y de los músicos). El peligro emana de su cualidad de resultar irresistible, de su capacidad de arrastrar, característica que la relaciona, por definición, con la locura, con aquello que, en el sentido demonológico (sentido, una vez más, fundamental y primariamente carnal, físico, matérico, corpóreo) «posee» (tal como lo hace el demonio en, precisamente, la «posesión») contra todas las razones que las palabras sensatas puedan comunicar.
Es un poder que no negocia con la mente porque, a diferencia del signo lingüístico en su función comunicativa (pero no de la palabra en su función poética, coherentemente censurada, como dijimos, por Platón, que fue poeta antes de volverse filósofo y que, asustado de esta potencia oscura que veía en sí mismo, quemó sus tragedias inéditas), la música no está condenada al sentido, a la inteligibilidad en la cual se disuelven los enigmas, sino que todo en ella es revelar sin dejarse traducir ni dominar por la mente.
MATEMÁTICAS Y MISTERIO
En el Martyrologium hieronymianum, ese vasto catálogo hagiográfico del siglo VI, se cita a la mártir romana Cecilia (santa Cecilia para los católicos), que, como resulta visible por su evolución iconográfica en las diversas representaciones alegóricas de muchos artistas célebres, sobre todo a partir del siglo XVII, es la patrona de los músicos, por lo cual su día, que es hoy, domingo 22 de noviembre, es el Día del Músico.
Y de este modo tenemos que el compositor y pianista Benjamin Britten (Suffolk, Inglaterra, 1913 - 1976) está doblemente de fiesta: primero, porque es, obviamente, uno de los principales creadores musicales del siglo XX, y segundo porque nació el 22 de noviembre de 1913, así que hoy es su cumpleaños: Edward Benjamin Britten cumple ciento dos añitos. Britten compuso un Himno a santa Cecilia, y su célebre amigote, ese depravado, borracho, gran poeta inglés que era Wystan Hugh Auden (York, 1907 - Viena, 1973), escribió la letra. He aquí un pasaje:
«I cannot grow;
I have no shadow
To run away from,
I only play.
»I cannot err;
There is no creature
Whom I belong to,
Whom I could wrong...»
(«No puedo crecer;
no tengo sombra
de la cual huir,
yo solo juego.
«No puedo equivocarme;
no hay criatura
a quien yo pertenezca,
que pueda yo dañar...»)
Estos versos me recuerdan al Schopenhauer que escribe que en la música «los sentimientos vuelven a su estado puro»; viaje en tal estado rumbo a los lectores el Himno a santa Cecilia op. 27, y así, en celebración de la fecha, suene la música, que, diremos al noble modo del poeta W. H. Auden, «a nadie pertenece, no puede equivocarse y no puede dañar», como saludo de El Suplemento Cultural a todos los músicos de Paraguay y del mundo hoy, 22 de noviembre, en su día, y también a todos los amantes de la música, por esa pasión extraña, compuesta a partes iguales de matemáticas y de misterio, sin la cual la vida, Nietzsche dixit, «sería un error».
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