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En el verano de 1986, en una Alemania aún dividida, un artículo del filósofo Jürgen Habermas que replicaba a otro, del historiador Ernst Nolte, desató la famosa «Historikerstreit», la «Disputa de los Historiadores». Nolte había pintado en el suyo –«El pasado que no quiere pasar», publicado el 6 de junio en el Frankfurter Allgemeine Zeitung– el Holocausto como una reacción al totalitarismo de Stalin, y sostenido que ciertos grupos politizaban la historia alemana moderna, y en especial el periodo nazi, para satanizarlo. En lo tocante a la exaltación de lo propio y autóctono, el nacionalismo y el fervor patriótico, de los que el nacionalsocialismo es tal vez la manifestación antonomásica, Nolte planteaba que fue el universalismo de la Rusia soviética –con la idea de que las alianzas y los enfrentamientos de clase cuentan más que las fronteras– el detonante del particularismo nazi que impuso el dogma de la superioridad de la «raza aria», y que este dogma se debe entender, por ende, también como una reacción.
Habermas rechazó enérgicamente las tesis de Nolte y lo acusó de intentar borrar las huellas del nazismo sustituyéndolo en cierto modo por el bolchevismo y de poner el pasado alemán al servicio de intereses del presente, los de olvidar los genocidios del Reich y convertir toda culpa por lo ocurrido en ese momento en odio al comunismo. En aquella respuesta –publicada, a su vez, el 11 de junio en el semanario Die Zeit–, el filósofo reivindicaba, frente a este uso, a su juicio ilegítimo, de los estudios históricos, el papel de la memoria reflexiva.
Aquel debate planteó muchas preguntas: ¿qué es, si algo es, la objetividad histórica? ¿Qué peso tuvo el antisemitismo en el nazismo? ¿Qué debe hacer el historiador para explicar estos fenómenos? ¿Puede la historia dar normas de conducta a las sociedades? ¿Cabe en la historia el juicio moral? Explicar fenómenos como el nazismo, analizar sus factores causales, situarlos en su contexto, ¿supone excluir ese juicio? ¿Comprender equivale a renunciar a toda condena moral? Esa renuncia, ¿es una ofensa a la memoria (en este caso ante todo a la memoria de las víctimas, al privar a su muerte de sentido)?
Meses después del terminada la Segunda Guerra Mundial, Karl Jaspers publicó una obra que se titula en español El problema de la culpa. En ella dice: «El futuro es una cuestión de la responsabilidad de las decisiones y actos de las personas y, en última instancia, de cada individuo de los miles de millones de personas. Todo depende del individuo». No es, para Jaspers, digno responsabilizar de lo cometido bajo el régimen nazi a sus jerarcas, porque las dictaduras requieren la complicidad por acción u omisión de muchos: el terror, afirma, fue la causa «de que el pueblo alemán participara en los crímenes del Führer», y lo fue a tal punto «que personas de las cuales nunca uno lo hubiera esperado (…) asesinaron concienzudamente también, y, siguiendo órdenes, cometieron los crímenes de los campos de concentración» (Karl Jaspers: El problema de la culpa. Sobre la responsabilidad política de Alemania, Barcelona, Paidós, 1998, 136 pp.).
Entre los historiadores críticos de Nolte durante el debate, muchos enfatizaron que, si bien Hitler dio varias explicaciones de su deseo de exterminar a los judíos, en ninguna de ellas se refirió al miedo a los bolcheviques y sus métodos. El historiador Eberhard Jäckel, de la Universidad de Stuttgart, en su contribución al debate apuntó que «nunca antes un Estado, con toda la autoridad de su líder, había decidido y anunciado que se proponía liquidar a un grupo en particular de seres humanos, incluyendo a los ancianos, las mujeres, los niños y los lisiados, tan completamente como fuera posible, para luego llevar a la práctica esa decisión con todos los recursos disponibles en manos del Gobierno» (citado en inglés por el historiador escocés Gordon Alexander Craig en su recopilación de treinta ensayos Politics and Culture in Modern Germany, University of Washington Press, Society for the Promotion of Science and Scholarship, Palo Alto, 1998, 385 pp., p. 361; la cita pertenece al ensayo «The War of the German Historians», pp. 357-367, que, precisamente, trata de la «Historikerstreit»).
El psicoanalista austriaco Bruno Bettelheim estuvo preso –era judío– entre 1938 y 1939 en los campos de concentración de Dachau y de Buchenwald, y tres años después, ya asilado en Estados Unidos, publicó un ensayo titulado «Comportamiento individual y colectivo en situaciones extremas» («Individual and Mass Behavior in Extreme Situations», en: The Journal of Abnormal and Social Psychology, vol. 38, nº 4, septiembre-octubre de 1943, pp. 417-452). En él, a partir de sus observaciones recientes in situ, analizó lo que sucedía con las personas en esos campos. No solo con los verdugos, sino también con las víctimas. Ese escenario histórico cobró así en su estudio una importancia diferente de la que tendría solo como un conjunto de lugares en los cuales la Gestapo castigaba a los enemigos del estado o se deshacía de ellos: eran laboratorios para experimentar métodos de mutación y convertir a los seres humanos que llegaban allí en otra cosa, despiadada en un caso, absolutamente anulada, servil, en el otro; allí se producían los monstruosos miembros de las futuras clases gobernantes y sus no menos deshumanizados esclavos. Eran lugares de cultivo del odio y del miedo, las dos fuerzas negras de una alquimia degradante.
El diario Tagesspiegel ha adelantado en abril de este año fragmentos de un libro de Helmut Kohl de próxima aparición; dicen, entre otras cosas, que «Europa no puede convertirse en el nuevo hogar de millones de personas necesitadas de todo el mundo»; el excanciller se refiere a los refugiados, entre los cuales, apunta, «una parte sustancial profesa una fe diferente de la judeocristiana, que forma parte de los fundamentos de nuestro ordenamiento social y de valores». Cuando Ernst Nolte publicó su artículo, que recibió el apoyo de algunos otros historiadores, el gobierno del entonces canciller Kohl consideraba que ya era hora de que el pueblo alemán recobrara una sana identidad nacional y superara la culpa por el pasado nazi para poder mirar de nuevo el futuro con orgullo, y la tesis de Nolte de que los crímenes de Stalin detonaron los de Hitler, y de que estos, más que parte de la historia interna, «propia», de Alemania, fueron una reacción, sin duda lamentable pero, en cierto modo, accidental –motivada, a fin de cuentas, por algo «ajeno», foráneo; y no un «original», sino una «copia»–, a una amenaza extranjera, resultaba por demás oportuna. Para Habermas, era una invitación a recuperar el viejo nacionalismo étnico que los había llevado al desastre a lo largo del siglo XX.
Hoy, jueves 18 de agosto del 2016, a los 93 años de edad, ha muerto en Berlín Ernst Nolte, treinta años después de la «Disputa de los Historiadores». Fue alumno de Heidegger, de quien supo especializarse rigurosamente en tomar lo peor. Sobre él dejó un libro (editado también en español: Heidegger. Política e historia en su vida y pensamiento, Madrid, Teorema, 1998, 360 pp.), en el que dice cosas como que, ya terminada la Segunda Guerra y ya caído el muro de Berlín, hay que reforzar, a través de «una sana conciencia de identidad y una sana conciencia de la historia nacional, las fuerzas autoafirmadoras del pueblo». Si bien escritas hoy, la noticia de su muerte que llevan estas líneas recién será recibida cuando se publiquen el domingo, pero, como dice el bonito proverbio que suelen citar los paisanos de Nolte, «Was lange währt, wirdendlich gut».
montserrat.alvarez@abc.com.py