El Padre Azar

A treinta años de su muerte, una broma y una visita, hic et nunc, del ubicuo espectro de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899-Ginebra, 14 de junio de 1986)

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(«Truly I loved the man, on this side idolatry, as much as any»)

Años atrás, luego de un diálogo nocturno en la fronda oscura y tórrida de los mangales de Taita Róga con un amigo, jesuita irlandés, hoy en Belfast y entonces profesor del Instituto, me topé en la ruta con otro amigo, un poeta paraguayo. Seguimos camino juntos, hablando mucho ambos; tras unas veinte cuadras, nos sentamos a pedir una cerveza en un copetín que nos salió al paso y, a propósito de algún detalle del momento, al cabo de unas rondas él me preguntó –eran los inicios de nuestra amistad, y empezábamos a conocernos– si me gustaba Borges. Yo, ignoro por qué, respondí con violencia intempestiva que lo odiaba.

Ayer volví a encontrarme con este segundo amigo, caminamos por el centro de Asunción, entramos a un restaurante de la calle Palma –que él sospechaba que en otro tiempo pudo ser el famoso café Clari, el de las escandalosas vidrieras prestadas a la exposición del grupo Arte Nuevo en los años cincuenta– y, en medio de la conversación, de golpe recordé que la noche anterior yo había soñado con alguien enfermo de tuberculosis. Traté de precisar mi memoria y vi, con esfuerzo, a una mujer desaliñada y pálida que hervía algo en una pobre cocina: esa desconocida era la condenada a muerte por el bacilo de Koch en mi sueño de la víspera.

Hoy, jueves –«Jueves será, porque hoy, jueves, que proso / estos versos los húmeros me he puesto / a la mala...»–, reconozco en esa escena el tópico naturalista a lo Zola, pero también el tópico costumbrista a lo Carriego, y comprendo que Borges, el bromista, nos ha seguido durante todo este tiempo:

«La tísica de enfrente, que salió

al ruido,

tiene toda la dulce melancolía

de aquel verso olvidado pero querido

que un payador galante le cantó

un día»,

dice Carriego en El alma del suburbio, y también:

«Ha tosido de nuevo. El hermanito

que a veces en la pieza se distrae

jugando sin hablarle, se ha quedado

de pronto serio como si pensase.

Después se ha levantado y

bruscamente

se ha ido, murmurando al alejarse,

con algo de pesar y mucho asco,

que la puerca otra vez escupe sangre»,

escribe en Residuo de fábrica. Borges, quizá el primero que analizó con inteligencia la obra de Evaristo Carriego, señaló, con la dureza inevitable de tal análisis –y, aunque me pese un poco, como siempre, con acierto–, que al, lo llamaré así, forjador poético del suburbio porteño «su exigencia de conmover lo indujo a una lacrimosa estética socialista, cuya inconsciente reducción al absurdo efectuarían mucho después los de Boedo». La mujer de mi sueño, según lo entiendo ahora claramente, es uno de los personajes, o de los «tipos», de ese drama popular, tan sentimental, lacrimógeno y tanguero, construido por autores como el entrerriano: es «la costurerita que dio aquel mal paso», como Borges –en Evaristo Carriego (1930), precisamente–, desinteresado de «su contratiempo orgánico-sentimental», anota. Es también La dactilógrafa tuberculosa de Olivari:

«Esta doncella tísica y asexuada,

esta mujer de senos inapetentes...»

Es, en fin, una de las mil formas de esa musa que, tosiendo, cruza la literatura rioplatense de una década, la de 1920, en la que Borges, como siempre supo hacer tan bien, lleva la contraria.

Por supuesto que no odio a Borges. Hubo provocación en mi respuesta aquella noche, ganas de tantear y medir fuerzas con un posible nuevo amigo para mejor conocerlo, para probarlo. Sí odio los onomásticos, y a tal punto que tal vez nada sobre estos treinta años de la muerte de Borges hubiera escrito de no ser por esta conversación de ayer, en cuyo curso vino a mi memoria el sueño de la víspera con esa musa arrabalera a lo Evaristo Carriego. Fue este encuentro de ayer, pues, obra del Padre Azar, como diría mi amigo Darío Lancini. En aquel copetín, cerca ya de Eusebio Ayala, mi interlocutor, cortés, supo reaccionar con una salida elegante, que fue comentarme que Gombrowicz –un autor que, como varios otros, conozco gracias a él, por cierto– había hecho una vez una furiosa pintata irreverente en la musgosa pared de un baño público, con tinta roja, que rezaba esto: «¡Que se muera Borges!» Ignoro si es verdad, pero sabemos que cuanto Borges, directa o indirectamente, toca se vuelve ficción. Mi padre, como yo aquella noche en el pequeño copetín de Choferes del Chaco, tras el coloquio lunar con Henry en el negro arcabuco de Taita Róga, a veces jugaba con denostar a Borges; sé que en realidad lo ofendía su anglofilia; sé que, por una especie de orgullo patriótico –pasión que yo, pirata o nómada, nunca he sentido–, hubiera querido un Borges más hispanófilo. Pero recuerdo un día en que, de niña, mientras jugaba en el patio, de pronto tuve una vasta y rara historia ante mí y, sin pararme a pensarlo, corrí a su estudio. Toqué la puerta y, casi simultáneamente, la abrí. Furioso por la interrupción, el cigarrillo entre los dientes, mi padre dejó de aporrear las sufridas teclas y clavó los ojos acusadores en la puerta tan bruscamente abierta. Jadeando, con una espada, o, mejor dicho, una rama, en la diestra, y la ropa llena de barro, le pregunté:

–¿Cuál es el mejor comienzo para contar una historia?

Él, de pronto interesado en el tema, serio, se reclinó en el respaldo, dio una pitada despaciosa, me miró fijamente a los ojos, pensando, durante un nanosegundo, y enseguida, con absoluta certeza y sonrisa de «malevo», entre el humo que exhalaba lentamente, dijo las palabras mágicas:

–«A mí, tan luego hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí...»

montserrat.alvarez@abc.com.py

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