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En mi niñez, cuando el tranvía era aún el medio más usual para recorrer la capital y San Lorenzo, mi curiosidad infantil me hacía leer todos los anuncios de propaganda de los negocios de las calles por donde circulaban los vagones eléctricos de la C.A.L.T., la Compañía Americana de Luz y Tracción. Un día me fijé en unas chapitas blancas insertas a la altura del vagón de pasajeros que rezaban: «Se ruega no escupir en el coche».
Mi curiosidad fue satisfecha por mi padre, a quien le pregunté de qué se trataba la leyenda prohibitiva y que, sonriente, me explicó la costumbre tradicional de la gente de mascar tabaco, lo que estimulaba la secreción de saliva, cuya acumulación llevaba a escupir, y que permitirlo en el coche sería poco higiénico y particularmente descortés hacia las numerosas damas que viajaban en el «tramguay».
Por entonces se creía que mascar tabaco era una tradición autóctona que había perdido adeptos cuando se hizo costumbre «bien» mascar el chicle Adam’s, popularizado en los años cuarenta y que, en vez de escupir desechos de tabaco, los escolares pegábamos en los bancos de las instituciones docentes que condenaban tan mala costumbre moderna.
Cuando el cine empezó a proyectar películas de la guerra civil estadounidense y de ambientes de trabajo manual en el país del norte, advertimos que el naco y el escupitajo eran parte de la vida de los pobladores rurales norteamericanos, los soldados y hasta los habitantes de las ciudades.
Por ello no me asombré cuando hace cuatro o cinco años viajé a Washington acompañando al director de este diario a un Congreso de la Sociedad Interamericana de Prensa, que se reunía en un hotel tradicional, el Mayflower, de cuatro estrellas y nombre ilustre –el del barco que condujo a los primeros ciudadanos británicos que descubrieron y desarrollaron la parte norte de nuestro continente–, y en él encontré una serie de altos tachos forrados con placas de bronce que, en las madrugadas, el personal lustraba cuidadosamente hasta arrancarles llamativo brillo para que cuando los huéspedes fueran a desayunar estuvieran relucientes.
Una vez más, llevado por mi curiosidad, miré su interior, que contenía montones de arena o aserrín, y con alguna perspicacia advertí que eran recipientes destinados a la gente que aún mascaba tabaco en el siglo XXI, y que escupía ahí los restos.
Y hablando de vicios, creo que la asociación de ideas es uno propio de quienes han vivido tanto que la memoria hace resucitar episodios similares a través de varias décadas. De allí que lo visto en el Mayflower me hiciera recordar que en mi país existían, en mi lejana infancia, unos implementos chatos de metal blanco usados para el mismo menester que recibían el nombre de «escupideras». Ese mismo nombre llevaban otros elementos del mobiliario de los dormitorios que, en una época aún sin agua corriente, se guardaban bajo las camas. Y, en previsión del deseo de una micción nocturna, mayores y menores, acuciados por la necesidad corporal, de noche satisfacían sus necesidades con el utensilio, también guardado bajo las camas, que en portugués se llamaba «taça da noite» y al que los españoles y sus descendientes daban el nombre de «bacín» o «bacinilla». Las casas particulares no tenían aún el adelanto arquitectónico-higiénico que se denominaría «baño moderno».
Volviendo atrás, debemos aclarar que las tazas de noche tenían poca altura aunque bastante amplitud para dar cabida a nalgas de notable dimensión, a fin de que las señoras se sentaran en ellas para verter eso que los españoles dan en llamar elegantemente «aguas menores» (o, acaso, «mayores» también).
La cosa no paró allí: dado que algunas personas mayores no podían, por la avanzada edad y el agarrotamiento muscular, utilizar bacines tradicionales, algún ingenioso inventó unos de mayor altura, que, invertidos, semejaban las galeras que los caballeros utilizaban como el más elegante sombrero, acompañando el frac, en recepciones de categoría que requerían que sus gentiles compañeras llevaran atuendos bordados y largos hasta el tobillo.
Durante las vacaciones en nuestra casa de campo en Caacupé –vivienda de descanso de regulares dimensiones, pues mi abuelo la había hecho edificar para que cupiera en ella toda la tribu, adjudicándole un cuarto a cada uno de sus hijos o hijas y sus respectivas familias–, los integrantes de la última generación, de entre cinco y doce años, adoptábamos el vetusto implemento para uso nocturno, que nos llamaba la atención, puesto que en nuestras casas de Asunción ya teníamos baños modernos.
Así las cosas, cuando uno de los menores descubrió que nuestra bisabuela (de noventa y dos años) debía recurrir al último artefacto descrito porque los achaques de la «tercera edad» le impedían valerse del bacín original, y se lo comunicó a sus coetáneos, los demás infantes, hubo una gran discusión sobre la naturaleza y denominación del artilugio usado por la anciana. Algunos lo denominaron bacín, y otros, escupidera, hasta que un inteligente lo nombró «el Galerón de la Bisa», apelativo con el cual quedó reconocido para siempre como de uso individual y privado de la entonces cabeza de familia.
Fue esta denominación, «Cabeza de Familia», la que nos llevó a relacionar el artefacto con las galeras que en fiestas oficiales y desfiles militares cubrían obligatoriamente las ilustres cabezas de los funcionarios. También yo, alguna vez, por el reglamento protocolario, me vi obligado a usar la galera para asistir a una transmisión de mando, de un presidente de la República a otro recién electo. Recalco que era en un país extranjero, donde no existía la fea costumbre que se gastaba en Paraguay cuando Alfredo le cedía el sillón a Stroessner… Al decir cervantino, «Cosas veredes, Sancho…».
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