El mundo después de la caída de las Torres Gemelas

Nunca pudo haber sido más oportuno un momento para la aparición de un libro como es el actual, y el título del volumen es “La paradoja del poder norteamericano” de Joseph S. Nye Jr., decano de la Kennedy School of Goverment de la Universidad de Harvard.

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A ello hay que sumarle que fue presidente del Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos y Secretario Adjunto de Defensa durante el gobierno de Clinton. Es decir, tiene antecedentes valiosos para analizar qué ocurrió no sólo en su país, sino los cambios que se produjeron en el mundo después del 11 de septiembre de 2001, con la caída de las Torres Gemelas.

En este momento en que la guerra de Irak ha despertado un sentimiento antinorteamericano teñido las más de las veces de ingenuidad y de una pueril piedad, es importante plantear algunos problemas en torno al papel que le toca jugar en la actualidad al imperio (¿acaso no han comparado a los Estados Unidos con Roma?), las chances que tiene de proyectarse al futuro y la posibilidad que tenemos todos de poder rescatar los valores en los cuales se cimienta nuestra cultura. Es decir, nuestra cultura occidental y judeo-cristiana; este último, un concepto que es válido incluso para aquellos que no son religiosos. Tomo aquí el término como un conjunto de valores y creencias que no siempre tienen que ver con una idea religiosa. Por ejemplo, el concepto del “libre albedrío” que por momentos se relaciona con la religión (el hombre tiene libre albedrío incluso para pecar), pero que en la mayoría de las veces tiene que ver con nuestra capacidad de obrar libremente, sin ningún tipo de determinismo. Esta es una de las diferencias esenciales que nos separa a los occidentales de las creencias del Islam.

EL RECHAZO ANTINORTEAMERICANO

Pero centrándonos concretamente en el libro de Joseph Nye Jr., el autor analiza las posibles causas del rechazo que producen los Estados Unidos de Norteamérica en sectores de la población no norteamericana.

En este sentido, el autor no olvida algunos de los aspectos más negativos de la política de su país, el aislacionismo que lo caracterizó durante un largo periodo y que volvió a repetirse con la caída de la Unión Soviética, su desinterés por los problemas de los demás países. Agrega el concepto del uso del “poder duro” contraponiéndolo al “poder blando”. Señala que el “poder duro” es aquel que se basa en la superioridad militar, en el poderío económico, que le permite aplicar sanciones a los países que no comparten su ideología.

En contrapartida, señala la existencia de un “poder blando” que se basa en sus ideales, en su cultura, en sus aspiraciones, en su nivel educativo (menciona como ejemplo el interés de realizar estudios de postgrado en las universidades estadounidenses por parte de los jóvenes profesionales) y en otras áreas en que podría resultar más cómodo establecer lazos de alianza que de dependencia.

Pero ve también la otra cara de la moneda al referirse a esos valores culturales que han echado raíces en occidente. Es así como advierte que “El individualismo y la libertad son atractivos para muchas personas, pero resultan repugnantes para otras, concretamente para los fundamentalistas”. Y en el mismo párrafo, un poco más adelante agrega: “El feminismo estadounidense, la sexualidad abierta y la capacidad de elección individual son profundamente subversivas para las sociedades patriarcales” (p. 11).

A pesar de estas observaciones insiste en la necesidad que existe de terminar con las políticas excluyentes y de aislacionismo, para abrirse a los demás países: “(...) los historiadores y pensadores como Antonio Gramsci han descubierto hace tiempo el poder que procede de organizar bien el programa político y sentar las bases para el debate. La capacidad de marcar preferencias tiende a asociarse con resortes intangibles como una cultura, una ideología y unas instituciones atractivas” (p. 30).

A propósito de todo esto agrega: “No soy el único en advertir sobre el peligro de una política exterior que combina el unilateralismo, la arrogancia y el provincianismo”.

El autor no olvida los problemas que trae aparejada la tan mentada globalización. Señala un dato estadístico inquietante: la población estadounidense significa una veinteava parte de la población mundial. Sin embargo, representa más de la mitad de los usuarios de Internet. “Aún más importante -dice- es que la revolución de la información está creando comunidades virtuales y redes que rebasan las fronteras nacionales. Las compañías transnacionales y los agentes no gubernamentales (incluidos los terroristas) cada vez desempeñarán papeles más importantes”.

Este no es nada más que el planteamiento inicial del debate que el autor desea abrir sobre diferentes problemas que tienen que ver con la relación de los Estados Unidos con los demás países, pero también es un debate abierto a situaciones que tienen que ver con valores que han construido la cultura de occidente y que hacen referencia al concepto de libertad, respeto al ser humano, protección a sus derechos como ciudadano, libertad de creencias, etcétera. Desde luego que el tema está lejos de agotarse. Sería ingenuo creer que podría ser así. Es, en su justa medida, una puerta que se abre para comenzar a establecer el diálogo.


Clorindo Mallorquín
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