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La Fundación de Asunción, instituida en el calendario oficial el 15 de agosto (de 1537), es, guste o no, un mito creado por y para los paraguayos europeizados, esa élite citadina tan propensa, por su alienación formativa, a tragar sin rumiar las versiones vertidas desde una cultura invasora cuyo objetivo no fue ni es precisamente respetar a la invadida.
Claro, la historia está llena de hechos parecidos a los que sufrieron los pueblos originarios de este continente, pero no en todas partes se rinde tanta pleitesía al genocidio y al culturicidio cometidos por los invasores como en la capital paraguaya.
Según la versión de los conquistadores –verdaderos asaltantes que a cañonazos entraron a robar cuantos objetos de valor encontraban, condicionados por la brutalidad de sus objetivos materiales y culturales y la urgencia de conquistar posiciones sin preguntarse cómo eran los pueblos que encontraron a su llegada, instalados muchos siglos antes que ellos–, con su desembarco se iniciaron la civilización y la historia propiamente dicha en el «Nuevo» continente.
Esta visión ha llegado hasta nosotros a través de la idealización de las pueriles crónicas de aventureros como Schmidl y Jean Lery, menesterosos trotamundos ignorantes de los idiomas y cosmovisiones locales y del temple y la antigüedad de las diferentes naciones nativas, crónicas hasta hoy tomadas como Historia por muchos compiladores, y de la «educación oficial» prescrita desde Europa para el encubrimiento del «descubrimiento».
Para afirmar, si se quisiera, que Asunción NO fue fundada sobran argumentos históricos, científicos, cronológicos y semánticos, estos en la misma palabra «fundar», que significa crear, construir, formar, establecer. Si significara invadir u ocupar, podríamos decir que, no hace mucho, Estados Unidos fundó Bagdad. El problema es que, así como los invasores ignoraron el proceso histórico-cultural nativo, sus descendientes, para justificar el brutal propósito que los animó, dijeron que en este continente no había nada humano. Solo había un mundo curioso y hostil a los objetivos de los invasores, con un presente salvaje y sin un pasado que lo respaldara.
Así como los advenedizos negaron toda existencia de cultura en el «Nuevo Continente», es lógico que se ignore que el Tava Guasu –la actual Asunción, donde encontraron una nación organizada, solidaria, sensible, receptiva, con caminos, cultivos, cerámica, música, danza, religión, riquezas manufacturadas, hombres y mujeres que les dieron techo para guarecerse, alimentos para no morir de hambre o comerse entre ellos (como hicieron en la aldea que fundaron en el Riachuelo «de Buenos Aires»), intérpretes «lenguas» para sus guías, historiadores que mantuvieron sus ánimos para seguir con sus sueños dorados y mujeres para saciar sus bajos instintos– ya estaba fundado.
Asunción ya existía, y no como un sitio en el que circunstancialmente los guaraní-kariós estaban curioseando, sino, según ellos mismos (Ulrico Schmidl), como formidable poblado protegido por fortificaciones y fosas. Ya contaba con una vía terrestre centenaria, el Tape Aviru, que cruzaba el sur del continente uniendo el océano Atlántico y el altiplano andino. Por él vino a la ciudad de los guaraníes, décadas antes que Ayolas y Salazar, el portugués Alejo García; luego el segundo adelantado, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, doña Mencia de Sanabria, tercera adelantada, con sus doncellas, los primeros vacunos del Río de la Plata, el venerable jesuita Ruiz de Montoya y cientos de hombres y mujeres europeos. Y, lo más contundente, ya tenía un nombre, que debe ser una de las pocas capitales de América que mantiene: Paragua’y, denominación precolombina que hasta hoy, después de quinientos años de avasallamiento cultural, sigue usando el pueblo de cultura guaraní.
Como vemos, si dejamos de lado el cúmulo de relatos académicamente poco o nada profesionales desde una perspectiva antropológica y etnográfica, es absurdo decir que Paragua’y fue fundada el 15 de agosto de 1537 por los conquistadores españoles.
No fue fundada, primero por lo ya señalado y segundo porque la Capitulación entre Pedro de Mendoza y Carlos I no contemplaba fundación de ciudad ni establecimiento duradero más allá de la modesta Casa Fuerte para resguardar la pólvora y lo esencial de la armada. Si tanto se quiere celebrar y levantar monumentos al genocidio y al culturicidio y asentar una fecha que nos recuerde la invasión, deberíamos festejar el día en que se instaló el Cabildo (16 de septiembre de 1541), que es una institución europea más sólida, y no el de la construcción de una endeble Casa Fuerte o un Palo de Justicia.
Lamentablemente, los escritos de los invasores, transformados en fuentes sagradas de la historiografía, han calado hondo en la conciencia de mucha gente, incluidos los docentes que consideran que los pueblos originarios, por no acumular metales como el oro y la plata, hacer el amor antes de casarse y no adorar al Dios y al rey de los cristianos, eran salvajes; que eran bárbaros, infieles, haraganes y paganos cuya escandalosa desnudez ofendía la moral de los civilizados. Sin duda, hay confusiones conceptuales sumamente arraigadas, pero fáciles de modificar en la medida en que se mire lo acontecido sin prejuicios y con ánimo de construir y valorar nuestra propia historia.