El más largo viaje

El compositor y violinista Lorenzo Álvarez Florentín nació en 1926 en San Cosme y Damián, Itapúa, y falleció en Asunción el pasado miércoles 9 de julio. Un viaje hecho con él en la década de 1990 por el autor Juan Pastoriza es relatado en esta hermosa crónica cuyo final transustancia los hechos reales en inquietante metáfora de otro viaje, del más largo de todos.

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Recorrimos 1.344,8 kilómetros; partimos por un Silbido Nocturno del Innombrable y tal vez el viaje terminara para uno de los dos en alguna nube. Es cuestión de que usted se entere de cómo pasó aquello.

Allá en el valle, en San Cosme y Damián, donde el Paraná fluye en la memoria y donde él nació el 10 de agosto de 1926, un mes y medio antes de que el ciclón borrara a Encarnación del mundo, o sea, el día del custodio del fuego, San Lorenzo, había una inmensa roca que no pudo entender nunca cómo había ido a parar ahí. «Lo más probable es que esté en ese lugar desde los inicios de la humanidad», me dice el maestro Lorenzo Álvarez con un aire de misterio que parece apuntar a lo divino o a lo extraterrestre. «Tampoco se puede explicar bien este tema de la música en mi persona», trata de justificarse.

No conoció a su madre, fallecida cuando él tenía pocos meses. Lo crió su abuela, Práxedes Florentín, de disciplina férrea de la que él sin embargo lograba escabullirse para ir a escuchar al fantástico Antonio Cargallo, quien encantaba a los pobladores con su violín en la fiesta patronal o cuando había un angelito.

Él y su compinche y hermano, Antero, formaron un dueto de instrumentos tan informales como la tacuara, la crin de caballo, los cabos de acero de esos que usan los marineros para amarrar sus barcos a la esperanza. Práxedes un día le obsequió su primer instrumento serio, que negoció con un indio hechicero y luthier que había aparecido de la nada, «andando por el sur, buscando el norte», dice.

No se olvida de un tal Libe Molinas, quien, en una ocasión de saco y corbata y damas de largo, quedó extasiado con su versión de Entre dos roime y lo llevó a la clase de teoría y solfeo de la profesora Zoraida Villalba, quien le dijo que un artista debe estar bien peinado y educado, porque es el espejo en que se mira la gente.

Estudió violín con el famoso Calicastro en la otra orilla del río, en Posadas, Argentina, y fue parte de la Orquesta Molinas, cuyas melodías aún suenan hoy en los vientos del Sur. Recuerda el carnaval encarnaceno en el Club Social, entonces apenas una farra de amigos. En el cuartel, en la Caballería, con su arma pacífica, el violín, llenó de música el Casino de Oficiales. Se encontró con un muchacho cantor y dicharachero que hacía de mozo. «Luis Osmer Meza», se presentó, o sea, Luis Alberto del Paraná, más tarde.

Volvió a Encarnación, y creó la Orquesta Riveros-Álvarez en 1947 con los tres increíbles hermanos Vidal, Pascual y Leonardo Riveros, y ellos dos, Lorenzo y Antero Álvarez. Ser célebres los condujo a El Dorado, Misiones. Compuso su primera canción, que todavía aletea en su corazón: Idalia. En la década de 1950 se animó a entrar al difícil escenario asunceno y vivió en inquilinatos y entre penurias varias, pero con los sueños intactos. Recibió clases de Alfred Kamprad y Remberto Giménez. Tocó Rapsodia Húngara de Hubert y el público del Teatro Municipal no quiso creer lo que estaba escuchando.

«Después, amigo mío», me dice el maestro don Lorenzo Álvarez, «aquel viaje a Buenos Aires». Parece flotar en las aguas del recuerdo. «Aquellos sábados de sol y vermut de la Confitería Vertúa, con la mejilla en el mango del instrumento mágico, junto a Leonardo Alarcón, mientras las parejas se deslizaban por el salón. Éramos artistas famosos, pero mal pagados; ¡qué importaba!» El dinero llegó con el oportuno contrato de Athos Bernal y Carlos Bordón para subir al podio de primer violín en la Orquesta de Florentín Giménez. Y con sus propias agrupaciones, que no le dejaron una sola pista o club de la Capital ni del interior por conocer.

«Otras cuestiones tienen que ver con la parte gremial», señala don Lorenzo cuando dejamos atrás con el ómnibus un ignoto parador. Y habla de los estudios que alimentan al hombre, de los estudios con los grandes, como Juan Carlos Moreno González, Florentín Giménez o Rodolfo Bagnetti, entre otros, ah, y de la fundación de la Orquesta Sinfónica y de la legendaria Perurimá y del Pychãi del folclore, Mauricio Cardozo Ocampo, y también del Conjunto Municipal, con César Medina, con quien recorrió toda América Latina y fue premiado en un multitudinario festival en Salta.

No se olvida de los programas en las fonoplateas de Radio Guaraní y de Comuneros. Ni de cómo, para sacarse, como una ropa vieja, el estigma del bachillerato campaña no terminado por pobre, entró en la carrera de periodismo y salió licenciado. Ni de la banda de la Marina, que dirigió hasta 1998. Rumbo a la capital argentina, se nombran los temas propios, como ese reflejo de su filosofía vital que es Alma y Violín, o como Pueblo San Cosme, o Che haitéma lo mitã, o Albirroja, que hizo vibrar a todos en el campeonato de fútbol que nuestra selección ganó.

Las luces siguen perdidas en la ventanilla del ómnibus y se presiente el amanecer. Desfilan los títulos de sus creaciones, como las dedicadas a sus hijos y todas las que son parte del complejo universo sinfónico, como Marinero de alta mar, Yacyretá, Divertimento y Viaje al horizonte.

Son 1.344,8 kilómetros de charla desde que pasamos cerca de aquella piedra fundamental de San Cosme y Damián, donde mencionó a cierto molesto personaje que, cuando él retornaba a su hogar en medio de las sombras de la noche, lo atacaba a pedradas, y al que logró aplacar con la promesa de componerle una canción. El sujeto aceptó el trato a cambio de la música de Silbido Nocturno. Como él no mencionó su nombre, y yo, sin pensarlo, pronuncié en voz alta: «El Pombéro…», «Ah, usted lo dijo», aclaró don Lorenzo de inmediato, «que yo nunca mencioné nada».

PD. Cuando usted siguió solo por ese otro sendero, yo no fui a despedirme para no interrumpir su ronda de tereré con José Asunción, con don Mauricio, con otros conocidos de siempre, sobre alguna nube celeste o rosada o qué sé yo, donde sea que vayan los hombres cabales que viven para siempre en eso que los demás llamamos «muerte» por mera ignorancia.

«Hasta el final de la vida seguiría palpitando, y con eso le bastaba». E. M. Forster, El más largo viaje

jpastoriza.2008@gmail.com

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