El manual universal de todos los nacionalismos

Benedict Anderson, el autor del libro que cambió la forma de pensar las identidades nacionales, las naciones y los nacionalismos, Imagined Communities, murió mientras dormía el pasado sábado 12.

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En tiempos avaros para el estudio y la lectura, la muerte del autor conocido por un solo libro impacta más que la de otros cuyos títulos vacilamos antes de citar. En el caso del historiador británico Benedict Anderson, que murió en su sueño la noche del pasado sábado 13 en un hotel de Yakarta, ese libro es, además, un manual. Los dos centenares de páginas de Comunidades imaginarias: Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (1983), sin agotadoras bibliografías ni notas al pie, fueron publicados en la última década de la Guerra Fría, y pronto traducidos (al español, por la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica, que sabe planificar sus títulos y sus traductores).

Con la caída del Muro, con la guerra de Yugoeslavia en Europa, con el fin de la Unión Soviética, con los procesos que todavía continuaban en África y Asia de formaciones estatales poscoloniales, con el fin de las dictaduras en América Latina, en Corea, en Taiwan, en Filipinas y en parte del sudeste asiático, el tema y su planteamiento resultaban particularmente oportunos.

Pronto, Comunidades imaginarias se volvió llave maestra y manual de instrucciones para entender los programas fundacionales de nuevas naciones y las refundaciones, con énfasis nacionalista, de los gobiernos que buscaban el voto popular en nuevas democracias que antes habían sufrido a Washington o a Moscú.

UN PLAN SIMPLE

No se le puede reprochar a una obra didáctica el ser limpiamente pedagógica, ni a una declarada simplificación el simplificar sin excusas ni desaliento. Anderson fue todavía más allá, y acaso eso explique la preferencia de tantos enseñantes por su libro de texto. Comunidades imaginarias permitía, fotocopiados algunos capítulos, tanto interpretar, con trazos gruesos pero firmes, la revolución rioplatense de mayo de 1810 en una clase de historia del colegio secundario argentino, como, leído todo el libro, proponer investigaciones de largo aliento en cualquier país latinoamericano (o del Tercer Mundo o del exsegundo mundo) sobre los abundantes programas nacionalistas escalonados en sus historias nacionales. La abundancia o riqueza de materiales se debía al gran número de esos programas, y si eran tantos es porque eran muchos los fracasos.

PROYECTOS NACIONALES

En consonancia con un giro lingüístico vivido desde los años sesenta en la historia y en las ciencias sociales, con una nueva atención, desviada de la historia política y militar, que se prestaba a las instituciones, imaginarias o no, y a la circulación social de las ideas y de las construcciones discursivas, Anderson, casi sin aviso, no solo había focalizado, según estas nuevas perspectivas, el repertorio de respuestas a un problema, sino que había restringido drásticamente, de antemano, su tema.

En el siglo XIX, en Europa, con el fondo de la desgarradora Guerra Franco-Prusiana, el historiador Ernest Renan podía preguntarse (y responderse), en un muy breve volumen también programático, Qué es una nación. El tema de Anderson es más escueto: le interesa saber qué constituye un proyecto nacional (la comunidad imaginada de su título), qué elementos no han de faltar en nuestra lista si queremos caracterizar adecuadamente uno: el Uruguay de Battle o del Frente Amplio, la Turquía de Atatürk o de Erdogan, la Argentina de Rosas o (y) de Yrigoyen o (y) de Perón, el Brasil de Vargas o de Fernando Henrique Cardoso o de Lula, el México de Porfirio Díaz o de Cárdenas, la China continental de Mao o la insular de Chang Kai-shek, la Indonesia de Sukarno o de Suharto. Como surge de esta sola lista ejemplificativa, la democracia no es condición ni necesaria ni suficiente para configurar programas nacionales de relativa estabilidad y eficacia.

EL SUEÑO DE LA NACIÓN

Para que el proyecto nacionalista pueda definir una nación se necesita un conjunto de requisitos conceptuales y simbólicos, y ese programa puede identificarse como tal, más o menos cristalizado, con prescindencia de las comunidades reales que pocas veces detienen sus imaginaciones y con independencia del buen éxito de ese programa para encarnarse en una constitución política sustentable en el concierto internacional. La yuxtaposición geográfica de eso proyectos puede dar un mapa con países, como los del juego del TEG, o con provincias, como las de El Estanciero. La nación es una comunidad política imaginada como limitada y soberana. Es decir que las naciones no son la toma de conciencia de un pueblo con una historia en un territorio. Al contrario, el nacionalismo crea o imagina las naciones: antes, estas no existían. El nacionalismo imagina las naciones como limitadas: el nacionalismo no tiende al Estado mundial. Para eso, crea su territorio, imagina sus límites y fronteras. Por eso, surgen conflictos nacionalistas a partir del choque de imaginaciones físicamente incompatibles: el Chile decimonónico imaginaba que era chileno el mar boliviano, y se lo quitó a Bolivia en la Guerra del Pacífico. El nacionalismo imagina las naciones como soberanas: en ese territorio, la comunidad tiene y ejerce el monopolio del poder sin interferencia mayor de naciones connotadamente extranjeras.

NO MÁS CARAS, NO MÁSCARAS

Acaso lo más importante, la comunidad imagina cómo es. No lo puede constatar: siempre es más extensa la nación que una aldea donde todos se conocen cara a cara. Imagina cuál es su lengua, cuál es su raza, cuál es su religión (o bien, por el contrario, se imagina a sí misma como laica y ciega a diferencias étnicas), imagina cuál es su canon artístico y literario, el que ha de patrimonializarse en sus bibliotecas y museos, cuáles son sus símbolos patrios y sus héroes y villanos, qué historia y qué documentos han de archivarse, cuál es el mapa que la define. No ha de pensarse que se trata de sacralizar u organizar lo dado: ya Renan decía que, para que haya naciones, es fundamental el olvido. Para el Paraguay, el guaraní es desde siempre una lengua nacional (aunque en el mismo acto secante se enaltecía al indio ficto y se emasculaba la sin hueso del jopara); Bolivia tuvo que esperar al gobierno de Evo Morales para que la comunidad imaginada hiciera una lengua suya del quechua o del aymara, que recién desde el 2009 fueron tan doc como el español de los conquistadores. Hay que decir que Anderson, y es otro de los motivos fundamentales de su gran éxito, simpatiza con las naciones que imaginan las comunidades: si no son caras, tampoco son falsas máscaras. Porque estas comunidades se imaginan, justamente, como comunidades, con la igualdad de un mundo donde nadie es más que nadie, pero además, y sobre todo, con una fraternidad que nos permite extender el brazo a hermanos y hermanas desconocidos, y aun morir y matar por ellos. Benedict Anderson, hermano de Perry, un historiador más célebre, fue toda su vida un «indonesista», tal vez el mayor del siglo XX, y como tal informa de su muerte el Yakarta Times. El periódico de la capital de Indonesia fue notificado del hecho por Wahyu Yudistira, hijo adoptivo –indonesio– del historiador, que estaba con él en el hotel. Publicó muchos otros libros, pero estudiantes e investigadores lo recuerdan por Comunidades imaginadas. La desaparición del autor del libro de texto con el que tantos estudiamos algo alguna vez marca un desplazamiento, un cambio de época. Comunidades imaginadas no es, por cierto, un libro insustituible, pero no había sido, hasta ahora, sustituido.

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