El mal tirador y el origen de la escritura de William Burroughs

Sobre el terrible accidente mortal que decidió el destino de Willian Seward Burroughs, ese escritor tardío pero absolutamente genial, al decir del habitualmente poco efusivo Norman Mailer cuando defendió su obra de la censura que la quiso prohibir por inmoral.

/pf/resources/images/abc-placeholder.png?d=2061

Cargando...

El 6 de setiembre de 1951, en el apartamento 8 de la calle Monterrey 122, DF, el amante de las armas William S. Burroughs mata de un mal tiro (en vez de acertar al vaso de ginebra Oso Negro, la bala impactó en la cabeza de la víctima) de revólver de calibre 38 a su esposa, Joan Vollmer, durante un desafío de puntería en el juego conocido como «Guillermo Tell». Queda preso, con la carpeta fiscal caratulada como «homicidio», pero, gracias a las artes de su ingenio, su astuto abogado Jurado le obliga a cambiar su primera declaración –dada a los reporteros de La Prensa– ante el juez, diciendo ahora que la bala se disparó del arma mientras la manipulaba, y, luego de sobornar a la corrupta policía mexicana con dinero de su familia –era nieto del inventor de la caja registradora, del holding Burroughs Corporation–, tras catorce días de prisión en Lecumberri, logra ganar de nuevo Estados Unidos.

Tal evento, catastrófico, se volvió fundacional, saturado de kairós, para el autor, como lo reconoció después de haberse consolidado como escritor de la escena beat (en la introducción de su novela Queer Marica, escrita en 1953, editada en 1985–: «Jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan»).

La muerte como origen del despertar literario, ese espectro que lo perseguirá a lo largo de su vida y de su obra (espectro que incluso perturba el poema Dream Record, June 8 1955, de Ginsberg, compinchado de nuestro autor centenario) será decisiva para él: cabeza de la Generación Beat, personaje sagrado, bestia en escena, mito-chivo emisario de la civilización occidental, él evacuará a los demonios en sus cut-up apocalípticos, célebre por su silueta de viejo exhibicionista de plaza con su impermeable oscuro.

Es el tema de The Naked Lunch (El almuerzo desnudo, 1959, la novela; 1991, la película), en el largometraje de David Cronenberg: cómo un escritor pone en riesgo la vida de su esposa, lanzándola al albur del «Guillermo Tell» con pólvora, y, ya muerta, empieza su carrera para escribir esa masterpiece que da título al filme.

Otro caso que aúna muerte y génesis de la escritura lo vemos en el escritor francés George Bataille: el sueño obsesivo y recurrente con la figura de su madre acostada en el ataúd que había paralizado su vida. Solo pudo romper tal hechizo siniestro cuando un psicoanalista le sugirió poner por escrito sus pesadillas…

Moraleja: ser un mal tirador no importa para ser escritor, pero sí ¡haber matado! O haber pasado por la muerte, haber vencido la evidencia de su poder sobre los humanos.

El «Espíritu Feo» de Burroughs podría ser homologado al Minotauro del laberinto griego, al Sultán de Las mil y una noches, a quien debe entretener con una de sus historias cada noche Scheherezade para salvar su vida (aunque no su virginidad, suponemos), o, mejor, a La Muerte que juega al ajedrez con el caballero en El séptimo sello: la inminente y ubicua amenaza que pende sobre el escritor funciona en estos casos como motor de la creación literaria, de una escritura vital, visceral, casi utilitaria, pues cada uno de sus brotes exorciza al espectro o aplaca, si no el peligro de fondo, al menos la sensación de inminencia del fin y la derrota. Cuando por fin triunfe la muerte, un bosque de bambú cubrirá el sueño eterno del escritor, y a sus lectores les dará la frescura necesaria para soportar sus horas… Dejando atrás los tropos estridentes, podemos decir que algunas escrituras modernistas, radicales, provocadoras, del siglo XX tuvieron que superar la ordalía de la muerte para desarrollarse. Lo mismo que el mito de la fundación de la cultura relatado por el Herr Professor Freud: el asesinato del padre monopolizador de las mujeres de la tribu primordial a manos de sus hijos fue la piedra angular de lo que se llamó después «cultura», «civilización».

El tiro fallido, como el lance borracho del azar, se incrustó en la frente de Joan Vollmer (musa de la Generación Beat, dicen tontamente las enciclopedias hoy día) desangrando fatalmente su vida, liberando el espectro que tememos ab origine, espectro apellidado «Ugly Spirit» («Espíritu Feo») por Burroughs, contra el que se despertó el Burroughs escritor, con lo cual fue realmente una especie de inspiración, de musa, pero al revés. Pues no actuaba como las que describen las mitologías platónico-románticas, un demon susurrando en el oído, un genio bueno insuflando ideas, como una theis moira mostrando la belleza al poeta como en el poema de Parménides, sino todo lo contrario, opacando las radiaciones del mundo, eclipsando el territorio que anhelamos conocer o habitar, etc.

En Call Me Burroughs (2014) de Barry Miles, biografía de nuestro escritor homicida, se insinúa que el «Ugly Spirit» tal vez fuera solo el espectro que suele acosar a los drogones durante un mal viaje, y que en Saint Louis, Missouri, su ciudad natal, o en el rancho cerca de Houston donde tenía su granja de cannabis, ya se habría tropezado con él…

Conclusión:

Que Willian Seward Burroughs era un hijo de papá más del Mid-West, pero raro, y que, por ende, no estaba hecho para seguir la senda ni el negocio familiar, como Mortimer, su hermano, sí lo haría, y que hasta entonces había gastado su tiempo –su tiempo preparatorio, digamos–, con el cannabis en México y con el yagé (o ayahuasca) en Suramérica, y haciendo el tour homo por la Greenwich Village de los años 40, y abandonando la Universidad, y que había leído y estudiado a Wilhelm Reich y escrito un capítulo de una novela con Kerouac (de valor meramente documental y escaso interés literario): todos estos elementos, en resumidas cuentas, formarían un cóctel que solo cobraría sentido cuando prendiera la mecha del tiro fallido en México DF en setiembre de 1951… Un escritor tardío, ciertamente (si lo comparamos con Fitzgerald y con Faulkner, que a los treinta años ya habían editado alguna de sus obras maestras, como El gran Gatsby y Mientras Agonizo), pero absolutamente genial, al decir del habitualmente poco efusivo Norman Mailer cuando reseñó y defendió su obra de la censura que la quiso prohibir y condenar por inmoral.

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...