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En el ámbito metafórico, tal vez habría que buscar las raíces de esta afinidad afectiva en Haipacu, acrónimo de un país imaginario acuñado por Roberto Fernández Retamar en su ensayo Cuba defendida, que –en palabras del mismo autor– es una síntesis híbrida de Haití, Paraguay y Cuba, cada uno de los cuales “ha sido satanizado por distintas metrópolis a causa de haber seguido trayectorias originales, lo que no se les ha perdonado” (Cuba defendida 57-58). En la dimensión autobiográfica, a su vez, tendría que remontarme a aquella Polonia tan diferente de la de hoy, donde pasé mis años formativos; la Polonia renacida de la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, que bien hubiera podido hacer suyas las palabras de Augusto Roa Bastos de “que los pueblos son capaces de resucitar una y otra vez”. A aquella Polonia incómodamente colocada de espaldas al Este, mirando de reojo hacia el Oeste; en aquella Europa Central que nada de central tiene y que se parece más bien a una cicatriz que marca la diferencia entre el Este y el Oeste, el Norte y el Sur, el margen y el centro. Igual que Paraguay, zona de contacto y zona de silencio, Polonia es una incógnita y una anomalía. [1]
Fue allí donde, en el invierno del otro hemisferio, leí a finales de los setenta y principios de los ochenta, primero en traducción al polaco y poco a poco en mi español titubeante, a autores como Juan Rulfo, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos. [2] Creo haber intuido en aquellos primeros acercamientos a Latinoamérica una suerte de afinidad solidaria capaz de evocar, por un lado, aquella América que por ingenuos llamábamos “mágicorrealista” y, por el otro, apelar a nuestra propia herencia de una cultura susceptible a ser canibalizada en las guerras entre los imperios. Fue también en Polonia, aunque ya después de mi primer paréntesis norteamericano, donde detrás de la cortina de hierro –ya un poco herrumbrosa a mediados de los ochenta– leí los libros de Juan Manuel Marcos Roa Bastos, el precursor del postboom y De García Márquez al postboom, que me llegaron por medio del servicio de préstamo interbibliotecario del Instituto Iberoamericano de Berlín, tras una espera comparable casi a la del Coronel que no tenía a nadie que le escribiese.
A contrapelo del famoso dicho de Octavio Paz de que “los hombres nunca han sabido el nombre del tiempo en que viven y nosotros no somos una excepción a esta regla universal” (26), Juan Manuel Marcos publicó un estudio que le puso nombre a una época y marcó un parteaguas en la historia literaria latinoamericana. Además de bautizar esta nueva época con el término de posboom, el autor siguió en sus escritos un modelo interpretativo riguroso pero no rígido, un paradigma que de manera ejemplar anclaba el cuidadoso análisis textual en el contexto histórico y usaba la teoría para iluminar y no ofuscar. El análisis que propuso Marcos a la complejísima obra de Roa Bastos discurría por senderos ni antes ni después transitados, adelantándose a lo que Hans Robert Gauss llamara el horizonte de expectativas de una época y socavando lo que aún quedaba de nuestra fe en la inmutabilidad de los paradigmas estéticos y disciplinarios.
La voz de Marcos, quien hablaba desde las entrañas mismas de Latinoamérica, pero al mismo tiempo convertía la teoría en una plusvalía, desmentía la premisa de que la otredad –sea asociada con el realismo mágico, sea con el testimonio– tenía que constituir, inexorablemente, el fundamento de cualquier paradigma discursivo que se considerase “genuinamente” latinoamericano.
Roa Bastos, el precursor del postboom y De García Márquez al postboom fueron para mí una revelación, porque –en el sentido netamente utilitario– proponían una nueva nomenclatura para la periodización de la narrativa latinoamericana mientras que esgrimían, sin esfuerzo aparente y con una erudición envidiable, el olvidado arte de la persuasión, del debate, de la polémica. El libro sobre Roa Bastos abría un espacio dialogal por medio de este “saber decir” permeable a la vez a lo metafórico y a lo conversacional, manejado con destreza por quien en sus encarnaciones de ensayista, crítico, profesor, activista, teórico, editor y administrador, nunca había dejado de ser poeta. Pero el libro fue también una epifanía por su poder transgresivo y su renuncia a despolitizar la literatura y la teoría. Al hablar de las dos estirpes de escritores latinoamericanos, la cervantista –José Martí, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos– y la “minotaurista” –Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa– Marcos ponía en tela de juicio la celebración narcisista tanto de la creación literaria como de la labor crítica y señalaba, con ejemplo propio, el difícil pero posible camino hacia la descolonización intelectual.
Pero levantar interrogantes y renunciar a la complacencia siempre tiene su precio. Como es bien sabido, por su honestidad intelectual y su apego al sentido de la justicia, Juan Manuel Marcos pagó un precio muy alto: el precio del encarcelamiento, de la tortura y del exilio. Voluntariamente renunció a los privilegios de su origen socioeconómico y a contrapelo de las oleadas represivas que embestían contra los derechos humanos más básicos, empleó su talento con valentía y dedicación para salvaguardar un espacio propio para poder desarrollar su creatividad y su pensamiento independiente.
No es sorprendente que la creatividad, la imaginación y la osadía de retar las verdades establecidas afloren también en la labor crítico-literaria de Marcos. En Roa Bastos, el precursor del post-
boom, el autor iba a contrapelo de las tendencias que dominaban el panorama de la crítica latinoamericanista en aquel momento. Tenían que pasar varios años para que estos paradigmas llegaran a ser cuestionados de manera sistemática. Fue a principios de los años 1990 cuando, en palabras de Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta, el debate poscolonial adoptó la autoindagación como una “forma de una crítica interna al latinoamericanismo” (Teorías sin disciplina 20). Todos recordamos al importante artículo publicado en 1993 por Hernán Vidal, académico de origen chileno radicado en los Estados Unidos, titulado El concepto colonial y poscolonial del discurso, que definía como “tecnocrática” una veta de la crítica latinoamericanista, muy semejante en su complacencia a la tendencia que años atrás Marcos había asociado con la postura narcisista de ciertos escritores.
Como crítico, Juan Manuel Marcos nunca ha pecado con una aplicación mecánica de teorías en busca de textos adecuados. Antes, al contrario, su envidiable pericia teórica está siempre tamizada por una lectura cuidadosa y sutil, adquiriendo relevancia a la luz del contexto y a contraluz del texto. Bajo su mirada –que fácilmente podría llamarse desfamiliarizadora– las teorías de los formalistas rusos, de Mijail Bajtin o de la deconstrucción, catalizan el redescubrimiento imaginativo de herramientas que, al pasar las demarcaciones disciplinarias, le permiten calar en la vertiginosa polifonía de las inflexiones de la voz en novelas como Hijo de hombre o Yo el Supremo. Con estos estudios, Marcos no solamente se adelantaba al giro autorreflexivo en la crítica latinoamericanista, al mismo tiempo que se atrevía a exhibir las costuras de su propia discursividad, a reflexionar sobre los límites de la comprensión, interpretación, explicación.
Me hubiera gustado decir que, una vez leídos sus libros de crítica literaria, inmediatamente asimilé y adopté las lecciones de Marcos en mi propia praxis crítica. No fue así. De hecho, mi reseña de la novela de Marcos El invierno de Gunter que apareció en la Revista Iberoamericana de Pittsburgh en 1988 es una ilustración educacional de algunas de las trampas de la teoría y del deseo de imponer nuestro propio “orden del discurso” a lo que debería haberse quedado al menos en un poco de desorden, escapándose, por ejemplo, de los cinco códigos narrativos de Roland Barthes que intenté “aplicar” a mi lectura del Invierno de Gunter que, como toda buena novela, era y sigue siendo portadora de secretos más que mensajes. No me arrepiento del todo de este pecado de la juventud, puesto que cualquier interpretación, cualquier comentario –por muy depurado que esté del deseo de encasillar y de atar los cabos sueltos– corre el riesgo de convertirse en una estrategia de control.
A estos autores –llámense Roa Bastos, Rulfo o Juan Manuel Marcos– que dan al inquietante lenguaje de la invención sus nudos de indeterminación, va ahora mi breve y modesto intento de (re)lectura de El invierno de Gunter.
Casi un cuarto de siglo después de su publicación, El invierno de Gunter no deja de provocar una sensación de asombro, tan crucial para nutrir la experiencia estética y el pensamiento crítico, según nos habían enseñado los formalistas rusos. Eso se debe al hecho de que es una novela con un amplio margen de indeterminación, que –además de desafiar los binarismos tan caros a la cultura occidental– nos advierte contra las trampas de la representación. Aunque podría parecer una novela “total” por ofrecer una mirada transversal a la historia y la geografía latinoamericana, la obra de Marcos nos advierte también que la enormidad del horror nunca va a expresarse a través de una suma totalizante de datos, fechas, estadísticas y otros detalles. En este sentido, El invierno de Gunter es un texto valiente pero al mismo tiempo recalcitrante, que se resiste a ser explicado. Al mismo tiempo, se trata de una novela que se opuso con vehemencia a la virtualización de la realidad social e histórica décadas antes de que la noción de lo virtual invadiera todos los aspectos de nuestra existencia.
Se trata de, finalmente, una novela que se rebeló contra la abolición de un sentido de la historia en la época en que proclamó “el fin de historia”, y que rechazó de plano los simulacros de un compromiso ético y las imposturas de una indagación intelectual.
El momento para releer esta novela es importante y oportuno porque, como suele suceder con obras que se adelantan al horizonte de expectativas de su propio tiempo, hasta cierto punto aún no la hemos leído. No en vano ha transcurrido un cuarto de siglo desde su publicación, veintitantos años cargados de complejísimos hechos, para parafrasear a Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote”. Limitándome a los dos espacios que conozco personalmente, Latinoamérica y la Europa possoviética, en este cuarto de siglo fuimos testigos del fin de las dictaduras de Stroessner y de Caucescu, presenciamos el proceso de transición democrática en el Cono Sur y nos estremecimos ante el prolongado grito de “¡nunca más!” que resonaba simultáneamente con los gritos de las víctimas de etnocidio y de la llamada limpieza étnica en la antigua Yugoslavia. Dentro de este marco, resulta importante recalcar que la novela de Marcos –con su enorme riqueza de alcances, estilos y enfoques– parece haber surgido bajo el patrocinio de la Mnemósine, la diosa de la memoria y de la sabiduría y la madre de las musas. Se trata de un espacio discursivo en que el más horrendo dolor infligido sobre cuerpos y mentes por el terrorismo de Estado se entreteje con la imaginación de más alto vuelo lírico, donde el afán autorreflexivo, tan caro a nuestra época posmoderna, no desemboca en un ademán narcisista de un escritor-minotauro encerrado en su propio laberinto, sino que se abre con la generosidad de un gesto solidario a través del lenguaje que, por muy complejo que fuese, acaba desbrozando los senderos que se bifurcan hacia la salida, una salida, del laberinto.
Resulta posible pero insuficiente (re)leer hoy El invierno de Gunter enfocándonos en su trama tejida de aventura, misterio y erotismo, en el diseño de sus memorables personajes o en el desciframiento de sus intertextualidades. Pero es necesario leerla también con rabia y pasión, en este momento –otro más, siempre uno más– de incertidumbre, amenaza y urgencia en el que el deber de recordar el pasado sigue siendo una obligación ética con el presente y el futuro. Dentro del espacio marcado por claroscuros, la coherencia interna de esta novela se debe precisamente a la ética urgente y solidaria de traducir la memoria del trauma a la narrativa del trauma y al deber de recatar los rostros del anonimato de las tumbas sin nombre y de la geografía del terror que, según bien lo supo y demostró Stalin en mi parte del mundo, serializa a los seres humanos convirtiéndolos en estadísticas. [3] Catalizado en un momento de enormes tensiones políticas y personales, diferido por el trauma y la distancia del exilio, el recuerdo que nutre la novela se hace añicos, resulta contradictorio y ambiguo. La memoria es, por lo tanto, a la vez un telón de fondo y la protagonista principal de El invierno de Gunter.
Tenemos ante nosotros, y no vacilo en usar este término, una novela comprometida con el rescate de cuerpos torturados y palabras mutiladas. Una novela crítica, escrita en un registro poético donde los espejeos de la realidad –Paraguay, Corrientes, la Guerra de las Malvinas, Europa– se asoman en los intersticios, en las vibraciones de las palabras, las inflexiones de la voz, los silencios, la textura misma del lenguaje. Tejida de una polifonía de voces, El invierno de Gunter logra interpelar tanto el ojo como el oído y nos hace percibir cómo la experiencia se noveliza y se hace legible a través de varios filtros: el lenguaje y la memoria, el odio y el amor, la identidad sexual y racial, la aventura y la ironía, la intertextualidad y el misterio, el sustrato mítico y lingüístico de la cultura guaraní y el bagaje de la erudición letrada “occidental”.
En un artículo publicado a finales de los años sesenta, Cuerpos torturados, palabras capturadas (Corps torturés, paroles capturées), Michel de Certeau formulaba la responsabilidad ética del intelectual –en su caso particular la del historiador– en términos de “la deuda con los muertos” al afirmar que el historiador escribe sobre el papel lo que la historia escribe sobre los cuerpos. De ahí que la obligación ética y política del historiador consista en leer sobre estos cuerpos “la confesión de un sistema” (64).
Siguiendo una línea de pensamiento semejante, Jean François Lyotard nos recuerda en Le Differend que el daño sufrido por las víctimas está acompañado casi siempre por la pérdida de las herramientas para presentar una prueba contundente, ya que los muertos no pueden hablar y muchas veces ni siquiera disponemos de retazos de la “evidencia” física para ayudarnos a reconstruir esta arqueología del horror. El crimen del terrorismo de estado se funda en el silencio, la desfiguración de los rostros, la invisibilidad de la evidencia, la falta de información y comunicación, la dispersión de huellas, fragmentos, gritos, murmullos y rumores. Esta terrible paradoja de la imposibilidad de (re)construir el daño como presencia sobre el trasfondo de ausencia, del silencio y de la pérdida total o parcial de las pruebas, está en el centro mismo de la historia de Soledad Sanabria, la joven poeta y militante en El invierno de Gunter, víctima y testigo del terrorismo de Estado, silenciada pero no silenciosa.
El invierno de Gunter rescata el referente del horror precisamente porque consigue armar y sostener este frágil y casi imposible equilibrio entre la voz del testigo y la credulidad solidaria del lector, cumpliendo asimismo el mandato ético de Lyotard de no dejar que entre la amnistía y la amnesia se imponga el silencio.
Notas
[1] Utilizo el concepto de “zona de contacto” siguiendo a Mary Louise Pratt.
[2] Carlos Marrodán Casas así comenta sobre el “boom” de traducciones al polaco de la prosa iberoamericana: “Cuando en 1971 la editorial Wydawnictwo Literackie (WL) de Cracovia inició con El llano en llamas, de Juan Rulfo, la colección Prosa Iberoamericana, la crítica polaca habla ya de la literatura de América Latina como de un gran acontecimiento cultural en Polonia… Estos libros fueron un auténtico bestseller, aunque en las condiciones polacas (reducidas tiradas debido a la escasez de papel) no decide de ello la cantidad de ejemplares vendidos sino la rapidez de la venta de un libro dado (tiradas de 10.000 a 20.000) así como también el eco que obtiene en la prensa y en los círculos de lectores”. Para un análisis de la recepción del libro iberoamericano en Polonia, véase el trabajo de Irena Rymwid-Mickiewicz y Elzbieta Sklodowska.
[3] Se le atribuye a Stalin la infame frase “Un muerto es una tragedia, cientos es una estadística”.
Washington University in Saint Louis