El impacto del exilio en la obra de Roa Bastos

El exilio, expatriación dolorosa, desprendimiento físico del territorio del propio país, es una experiencia límite en la que el sufrimiento atraviesa lo vivencial y se convierte en un dolor hasta corporal que moviliza las fibras más íntimas.

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Nuestra intención aquí es referirnos a su impacto en la obra de Augusto Roa Bastos, que pasó la mayor parte de su vida expatriado.

Una larga experiencia personal de exilio nos ha permitido calibrar la relación entre el espacio, el tiempo y el exilio, caras de un mismo drama que podríamos a grandes rasgos dividir en tres actos. El primero es el de la desesperación; es como estar a punto de ahogarse en el mar sin encontrar nada en que apoyarse a no ser la memoria, única tabla de salvación.

El segundo, que puede tardar años en llegar, es el de la aceptación del nuevo territorio, el tratar de insertarse en él. Socialmente, se deja el gueto de los exiliados y hay relaciones y amistades del nuevo país. En el tercero, a pesar de un esfuerzo que puede haber llevado años, uno asume que sigue siendo un extranjero; es entonces cuando el exilio se vuelve irreversible. Uno ya no pertenece a ningún lado.

Roa parte al exilio en 1947. Desembarca en Buenos Aires, ciudad para él desconocida. El trueno entre las hojas, su primer libro de cuentos, publicado en 1953, fue escrito entre 1947 y 1952, en los primeros años de su exilio, los más difíciles, los del quiebre de lo cotidiano.

La violencia del poder lo ha obligado a recalar en un sitio extraño a él. Los signos de la vida se han trocado, y su trascurrir no es más que un solo y largo recuerdo. Y cuánto más vive en la ausencia, más desterrado está. Ya no solo es la ausencia de la patria que dejó, sino la del país que lo acoge. Replegado en sí mismo, se extraña del entorno y no puede aprehender los nuevos signos, que ni entiende ni quiere entender. Emprende varios oficios de supervivencia, desde camarero de un hotel de citas hasta vendedor ambulante de chafalonías; todo termina en fracaso. Todo le parece agresivo y malo.

Lo bueno quedó allá atrás y el recuerdo es el único refugio. La mole rojiza del recuerdo se desmorona sobre él desde el pasado como una noria salvaje. El trueno entre las hojas es fruto de ese tiempo, recuperación plena, a través de la escritura, del territorio denegado. La infancia es tabla de salvación en el mar de la ausencia. La prosa es vívida descripción de una realidad con visos de mundo tangible, tanto que el lector hasta tiene la sensación de palpar ese territorio en el que estaban la raíz, la alegría y el infortunio de Roa.

Pero el tiempo cura todas las heridas, incluso las del alma. El exiliado logra insertarse de alguna forma en el nuevo país. Adopta nuevas visiones y esquemas del mundo. Disminuyen los conflictos entre el extranjero que es pese a todo y los nacionales. Comienza, por fin, una vida «normal». La publicación de El trueno entre las hojas le ha dado prestigio intelectual, gana nuevos amigos, espacios de visibilidad, un trabajo estable y mejor remunerado. Deja el gueto del exiliado y comienza una segunda lectura del país que dejó.

En ese momento escribe Hijo de hombre, que merece el primer premio del prestigioso concurso de novelas de la editorial Losada, el más importante de la época en castellano.

Este premio lo lanza al estrellato internacional. Hijo de hombre denota una clara diferencia con El trueno entre las hojas: Roa, ya con una mirada analítica y crítica de su país, intenta comprenderlo desde una óptica histórica, totalizadora de la asimetría entre el poder de los poderosos y el resto de la población, carente de todo poder. En tanto que El trueno entre las hojas era una serie de captaciones casi fotográficas de la realidad, una demostración de micropoderes pero sin análisis, una descripción hermosa pero sin reflexión, Hijo de hombre inaugura un gran fresco del Paraguay independiente, desde la dictadura del Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia, en la segunda década del siglo XIX, hasta el fin de la Guerra del Chaco, en la tercera década del siglo XX. De hecho, un personaje cruza el siglo XIX y llega al XX como una sombra que cubre todos los capítulos. Macario era parte del paisaje, transparencia sobre las paredes blancas del pueblo, casi una figura virtual que sin la persecución de los gemelos Goiburú hubiera pasado inadvertida, y sobre él, sin embargo, descansa toda la simbología de la tragedia paraguaya: hijo del esclavo del dictador perpetuo Francia, por terrible castigo su mano fue quemada con la moneda caliente puesta por este para ver cuál de sus colaboradores podía robarlo; la curiosidad del niño lo hizo quemarse la mano hasta los huesos. Todavía mostraba la cicatriz como un agujero negro de la historia paraguaya. Francia fundó el autoritarismo que llegaría en Paraguay hasta casi el final del siglo XX. Hijo de hombre es una larga historia de abusos de poder con el pueblo como carne de cañón de todas las trifulcas políticas de la oligarquía. Un texto en el que cada capítulo funciona como parte de un todo articulado. Roa dejó en este libro el sentimiento puro para adentrarse en una literatura analítica que descompone la realidad para volverla a armar con un significado político. Los escritores exiliados saben que una lectura crítica de esa naturaleza solo se consigue en la distancia, cuando lo cotidiano va desapareciendo y el escritor adquiere una perspectiva analítica de las situaciones que hace ganar al texto, además de profundidad, belleza.

De El baldío a la Vigilia del Almirante

En tanto, el tiempo sigue corriendo, la vida sigue andando. Augusto Roa Bastos ya no es el hombre que llegó a una ciudad desconocida. Es un hombre que pertenece a la ciudad, y al que esta brinda honores, como el Premio de la Ciudad de Buenos Aires, que supone una adopción. La vida cotidiana del país que dejó se le va diluyendo, reemplazada por la que vive. Es un triunfador no solo en la literatura sino también en el cine. Sus guiones reciben premios internacionales. El Baldío refleja esta etapa: publicado en 1966, reúne cuentos que en su mayoría tratan de paraguayos en Buenos Aires. En el primero, que da título al libro, el hombre que arrastra el cadáver de otro con esfuerzo sobrehumano encuentra una criatura recién nacida que le enternece, y la recoge: es como si en ese baldío se dejara el tiempo de la otra patria y se asumiera una nueva. El epígrafe del libro, una cita bíblica, «Quien abandona su viña la verá morir dentro de sí en baldío, y su vino será amargo», antes que epígrafe pareciera epitafio de una muerte que luego renace a otra vida que no es la misma que se vivió.

Las circunstancias políticas de Argentina fuerzan un segundo exilio en condiciones muy diferentes que el primero –la publicación de Yo el Supremo lo ha convertido en uno de los grandes escritores del siglo XX, traducido a multitud de lenguas–, pero igual de doloroso. Volver a aprender todo de nuevo, desde una lengua que no es la suya hasta las más simples cosas cotidianas. Roa se mueve entre los mundos (Argentina y Paraguay) que dejó y el mundo en que vive. Y esto será de alguna manera irreversible: el exilio se ha hecho carme, y se vuelve su propio ser. Aunque quisiera pertenecer a algún lugar, ya no pertenece del todo a ninguno. El cáncer del desarraigo progresa pese a la quimioterapia que hermosea el territorio interdicto y ausente. El 13 de octubre de 1992 publica la novela Vigilia del Almirante simultáneamente en Madrid y Asunción, ciudades que simbólicamente unen las dos tierras firmes y forman, con el océano que está en medio, la trinidad de la vida de Cristóbal Colón. Su biógrafo indiano conoce la angustia de aquél por haber hecho el camino inverso. Quinientos años después, la historia emerge como contrahistoria que diluye la oposición conquistador/conquistado en las vidas angustiadas de dos seres separados por cinco siglos pero con la misma experiencia desoladora de los sin puertos precisos.

El desexilio

El marino retratado por Roa Bastos transciende su tiempo por los signos angustiales del hombre contemporáneo, como si la propia angustia del autor aflorara en las páginas, como si él hubiera elegido a su narrador o este al marino porque igual que él tiene la «la sensación (...) de girar en el vacío; de estar en todas partes y en ninguna, en un lugar que se llevó su lugar a otro lugar...», como les suele suceder a los conocen los caminos del exilio. Ese recomenzar en tantas partes que al final uno acaba recalando en sí mismo como si su patria fuera su propia piel marcada por los azares de la vida.

Existen demasiadas coincidencias entre la vida del novelado (por lo menos lo emergido en la novela) y el novelista. El esbozo inicial del libro, nos contó el autor, lo escribió en 1947, justo el año en que comenzaba ese su eterno peregrinar por el mundo. Ese sentirse golpeado por las políticas estatales como las hojas de los árboles por el viento.

La última etapa del exilio, la más dolorosa, es el exilio en el propio país de origen. Mario Benedetti acuñó la palabra «desexilio» para ese fenómeno. ¿Y por qué hablar de desexilio y no de retorno? Porque retornar es volver al lugar o a la situación en que se estuvo antes de ser exiliado. Y aquí no se vuelve al mismo sitio sino a uno parecido pero diferente. Es como si la patria la hubiesen mudado a un lugar distinto, nos recuerda el propio Roa Bastos, tras casi sesenta años de vida en el extranjero. Como si hubieran trastocado todas las cosas. Y el drama vuelve, no por la ausencia, sino, ahora, por la presencia. En muchos casos, la ausencia ha sido tan larga que se rompen lazos familiares y amicales. Y uno ya es un extraño, extranjero en su propia tierra.

victorjacintoflecha@gmail.com

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