Cargando...
Ricardo Migliorisi no se tenía que morir (aún). Entre las muchas etapas que recorrió desde sus inicios en cinco fecundas décadas de producción artística, la etapa presente –hoy clausurada– nos estaba regalando exposiciones fabulosas, como Azul, en mayo del 2018, y en marzo de este año –ayer nomás– El desfiladero de la palabra. Su inesperada partida nos obliga a resignificar esas últimas exposiciones, y a mirarlas ahora, tal vez, como una síntesis brutal de su obra (aunque su obra es tan vasta que probablemente no se pueda sintetizar).
En Azul volvió a los dibujos de sus inicios adolescentes para desatar las posibilidades de ese medio hasta límites insospechados, explotando dos claves de su obra pictórica, el dibujo y el color. Su sensibilidad cromática había llegado a un punto tal que con un solo color nos dejaba ver toda su maestría de colorista. Sus azules tienen tal sutileza de azules que generan una paleta exuberante. Con estos collages, que amalgaman el dibujo con fotografías de objetos o papeles con diseños, rompe la perspectiva espacial y hace convivir en la hoja de papel –pensar que contó tantas veces anécdotas de su infancia, cuando cubría de dibujos cuanta hoja en blanco encontraba– distintos registros de representación –uno fotográfico y detallista y otro más expresionista–, generando diferentes espacios y jugando con las escalas, algo característico del espacio digital. La sensación de que su dibujo estaba explorando otros caminos era evidente y nos daba la impresión de que Ricardo abría, una vez más, una nueva fase que lo llevaría a otro lugar. Pero nos quedamos con las ganas de conocer ese lugar, porque ahora tenemos que rever en su obra el cierre del largo proceso que lo llevó desde los primeros dibujos hasta estos últimos, presentados el año pasado.
En El desfiladero de la palabra, los diversos caminos y lenguajes que exploró en su producción visual –pintura, dibujo, instalación, fotografía– nos muestran el otro lado de Ricardo, el más oscuro, proponiendo un recorrido por elementos que conforman la obra en sí: antiguos marcos ovalados con fotografías desencuadradas, fragmentos de pizarras, grises, marrones, negros, con palabras de difícil lectura, escritas con tiza, tiza que es polvo que el viento esfuma, montadas en cajas que quizá intentan evitar que el tiempo las borre. Y en el centro de la sala, con papeles escritos adentro, una oscura bañera de metal frente a la que hoy es inevitable pensar en un féretro. También en esta obra Ricardo va hacia atrás y rescata pedazos y misterios de su pasado para continuar hacia adelante. Apeló a fotografías antiguas. Volvió a las pizarras, que había pintado hacía décadas, pero con la depuración y abstracción propias de la madurez de su obra. Tomó objetos existentes para instalarlos resemantizándolos. Y ensambló todo eso para hacer de la exposición una experiencia antes que una mera suma de obras exhibidas.
Esa exposición traza relaciones con muchas otras producciones anteriores de Ricardo, pero habrá tiempo en adelante para seguir pensando su extensa obra, su proceso creativo, y lo que ahora tenemos que denominar ya su legado, encontrando relaciones entre unas y otras, proponiendo lecturas y relecturas que analicen su producción desde distintos lugares. Porque tan solo nombrar todas las etapas y obras de Ricardo es una tarea inmensa por lo vasto y rico de su producción. Y es que, además de su obra pictórica, gráfica y fotográfica, Ricardo fue actor, escenógrafo, vestuarista, e incursionó en el videoarte –con propuestas que fueron pioneras en el Paraguay– y en la moda.
La partida de Ricardo Migliorisi no se siente solamente por su talento y su creatividad; estos nos los deja en sus obras para seguir disfrutándolo. Me refiero también a la persona, más allá de la fama y del reconocimiento que tuvo. Su calidez, su voz, con esa risa subyacente. Su manera de contar anécdotas, exagerada, detallista, exuberante, irreverente, atropellada, tanto como sus imágenes. Su ironía, su sarcasmo. El niño tímido que nunca dejó de ser. A veces cándido, otras ñañá. Cruzarse con Ricardo en cualquier lugar era llevarse nuevas historias y risas nuevas. Por su inagotable capacidad de trabajo tal vez, o tal vez simplemente por su grandeza, estimulaba siempre a los demás: «Vos tenés que hacer esa obra, por favor», me dijo hace dos semanas, cuando le conté una idea que tenía. La semana que viene te llamo para almorzar, le dije. «Dale, por favor». Esa humildad sincera. Su mirada incisiva y traviesa, sus ojos inquietos. Su tremendo goce de estar vivo. La misma humildad con la que reconocía que era uno de los pocos artistas que podían vivir de su obra, considerándose por ello incluso un privilegiado, aunque también lamentara verse obligado, por las características del mercado del arte local, a producir obras que solo tenían valor como mercancía, mientras sus creaciones más sólidas y trascendentes no tenían interesados, salvo dos o tres coleccionistas. No puedo evitar preguntarme hasta dónde habría llegado Ricardo si hubiera tenido el estímulo para dedicarse de lleno solo a ello.
Pero esas posibilidades se clausuran con la muerte, lo único inevitable. En la Sala Isolina Salza –el nombre de su madre– de la Fundación que creó en el 2005, nos recibió Ricardo con la última obra que expuso en ese espacio. Por la que recibió también el último de sus numerosos premios. El gran manto. Armó su última escenografía para sí mismo con tapices que llevan bordadas frases suyas en treinta y dos idiomas.
«Hoy el cielo esta más azul, yo siento…», dice Rodrigo Leão en la canción Rosa. Extraña coincidencia, ya que Ricardo estaba allí rodeado de rosas rojas. Aunque seguirá presente siempre como uno de los más grandes artistas del Paraguay, sentir que ya no se encuentra trabajando en su taller, ni en su casa, rodeado de tantos objetos, que ya no mandará ningún tilingaje por WhatsApp ni aparecerá en un vernissage o a la vuelta de cualquier esquina, aun cuesta.
Gracias, Ricardo, por dejarnos tanto y por levantar la vara del arte para todos los que quedamos.
gabrielazf@gmail.com