El fin de las reducciones

La formación del espacio jesuítico-guaraní tuvo el apoyo de las autoridades coloniales, pero en el siglo XVIII los religiosos se convirtieron en ocupantes de unas tierras que las coronas consideraban suyas y los nativos en algo que había que desalojar. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo y por qué se formó este polvorín a punto de estallar?

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Aires de guerra 

En enero de 1750, don José de Carvajal y Lancaster, el secretario de estado del rey de España, Fernando VI –ese rey que, un día conocido como «el Prudente», terminó loco y solitario, pidiendo veneno, invocando a la muerte y drogado con opio mientras vagaba en la penumbra de su castillo de Villaviciosa–, cerró un acuerdo por el que Portugal cedía la Colonia del Sacramento, punto de conflicto con España y de contrabando inglés en el Río de la Plata, a cambio de un vasto territorio en el que se encontraban siete de las treinta reducciones guaraníes de los jesuitas, que se le entregarían despobladas.

De nada valió que en España el padre Francisco de Rávago y Noriega, confesor del rey, y el poderoso marqués de la Ensenada, entonces secretario de Hacienda, Guerra, Marina e Indias, se opusieran: el tratado se impuso y ellos, acusados de entorpecer los acuerdos con Portugal, terminaron destituidos.

En julio de 1751 fue nombrado ejecutor del tratado por parte de España con amplios poderes el marqués de Valdelirios, que en febrero de 1752 llegó a Buenos Aires, capital de la Gobernación del Río de la Plata, dependiente del virrey de Lima, y encontró oposiciones a la ejecución del tratado y objeciones a su conveniencia y su justicia.

La forja del espacio de las misiones jesuíticas-guaraníes había contado inicialmente con el apoyo de las autoridades coloniales, que reconocían la necesidad de cristianizar las almas de los moradores de sus territorios, y esa tarea había sido delegada a la Compañía de Jesús en la segunda mitad del siglo XVI. Ahora, los miembros de esa compañía en las reducciones estaban en la posición de ocupantes de unas tierras que las coronas de España y Portugal trataban como suyas, y los nativos «reducidos» en ellas eran, sencillamente, algo que había que desalojar.

Las Guerras de los Guaraníes no tardarían en desatarse. Pero ¿cómo y por qué se había formado este polvorín al borde de la explosión? 

«El camino del infierno…» 

Los inicios de la formación de las reducciones jesuítico-guaraníes, que desarrollarán su propio sistema económico y social, tienen lugar entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII. En el siglo XVIII ya se distinguen dos mundos en el Río de la Plata: uno rural, de economía primaria, y otro urbano, de economía terciaria con ciudades cuya actividad gira en torno al comercio y los quehaceres administrativos; como señala Laviana en La América española, se configura «desde el siglo XVI una sociedad dual, que se basa en la estricta delimitación de dos grandes comunidades étnicas y culturales denominadas oficialmente la república de los españoles y la república de los indios, con legislación propia [...] La inicial estructura dual se mantiene y se acentúa en los siglos siguientes, y se hará más o menos equivalente a sociedad urbana o hispanizada y sociedad rural o indianizada».

Las reducciones, sitas fuera del espacio de influencia de los principales núcleos urbanos –o, cuando menos, no integradas a ellos, a su modo de vida, a sus actividades–, eran, cabe decir, una suerte de células urbanas en la frontera de la ruralidad.

Tal aislamiento traducía una elección fundada en la creencia de muchos religiosos en un estado de inocencia originario, edénico, de los nativos, un poco al modo –con perdón por el anacronismo– del posterior «bon sauvage» rousseauniano. Creencia adecuada a uno de los dos móviles expresos –el otro sería el enriquecimiento–, de la colonización, la catequesis, y cuyo discurso más conocido es el de los escritos de Bartolomé de Las Casas.

Por supuesto, más allá de la real o hipotética, en cada caso, honestidad y de la buena fe de estas posturas, como bien escribió sir Walter Scott en La novia de Lammermoor, «Hell is full of good meanings and wishings». Lo mismo que dicen, por otra parte, a su manera, Karl Marx en Das Kapital –«Der weg zur Hölle ist jedoch mit guten Absichten»–, Virgilio en La Eneida –«Facilis descensus Averno»– y, en español aquella vieja sentencia cuyo origen ignoro y según la cual «El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones»: 

«Mientras la población indígena disminuía por las enfermedades y los otros efectos de la conquista, los frailes fundaban nuevos asentamientos –reducciones o congregaciones– en los que fueron forzadas a establecerse poblaciones dispersas para facilitar el proceso de conversión y aculturación en términos europeos» 

(«As the Indian population declined due to disease and the other effects of conquest, friars founded new settlements –the reducciones, or congregaciones– into which dispersed populations were forcibly moved so as to facilitate the process of conversion and acculturation in Europeans ways», Early et al., History Atlas of South America, p. 54).

Nada personal 

Los nativos podían significar muchas cosas: fuerza de trabajo para los colonizadores –los encomenderos, los terratenientes, los empresarios, si se quiere– o almas cuya pureza había que preservar y a las que había que salvar por conversión para los evangelizadores –los misioneros, los frailes–. Dos posturas claras.

No lo era tanto –por su propia naturaleza, nunca lo es–, la del poder central, el de las coronas española y portuguesa: afirmar su control imperial en los territorios coloniales. Para ese poder, los nativos eran oficialmente súbditos diferenciados; es decir, potencial fuerza de trabajo o, cuando algún conflicto armado lo hacía necesario, ejército. Desde esta perspectiva utilitaria, cabría entender que los religiosos se estaban apropiando de herramientas (súbditos) en sus reducciones, lo que sería una apropiación indebida; pues, como se suele decir, si excusan el humor, por sobre los intereses particulares (sean, por ejemplo, los de los encomenderos, los nativos, los evangelizadores o cualesquiera otros) debe prevalecer siempre el bien común (o sea, el control estatal).

Bajo la complejidad de las controversias, los hechos parecen simples. Un poder sólido requiere homogeneidad, y más si tiene lejanos territorios ultramarinos qué controlar; con una base social fragmentada, no hay poder –ni imperial ni de ninguna otra índole– realmente firme. Llegado el momento de reforzar el dominio central de las dos coronas europeas en estas colonias, todo cuerpo extraño, cual grumo en el puré, tendría que ser asimilado o suprimido. Con el tratado de límites de 1750, ese momento, sencillamente, llegó.

Referencias: 

Edwin Early et al., History Atlas of South America, Nueva York, MacMillan, 1998, 170 pp.

Karl Marx, El Capital. Crítica de la economía política, Vol. I, Madrid, Siglo XXI, 2010, 427 pp. (La cita en alemán está tomada del libro I, Der Produktionsprozess des Kapitals, de Das Kapital, Sttutgart, Kröner, 2011.) 

María Luisa Laviana Cuetos, La América española, 1492-1898: de las Indias a nuestra América, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, Colección Historia de España 14, 1996, 146 pp.

Publio Virgilio Marón, Aeneidos / La Eneida, edición bilingüe, traducción de Rafael Fontán, Madrid, Alianza Editorial, 1990, 187 pp.

Sir Walter Scott, The Bride of Lammermoor, Londres, The Folio Society, 1985, 305 pp.

juliansorel20@gmail.com

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