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Borja Loma - borjafree@hotmail.com
Las tres son, huelga decir, verdaderos monumentos de la literatura universal, y pese a que han sido escritos en épocas y países diferentes, presentan ciertas semejanzas notables.
Estas semejanzas se refieren sobre todo a aspectos estrictamente literarios pero también históricos, sociales y políticos, pues los tres libros mencionados tienen en común el que son reflejo de su tiempo y de la sociedad en que se compusieron.
Especialmente porque las grandes obras de creación poseen en efecto un fuerte vínculo con el período en que fueron realizadas -vínculo a veces inconsciente para sus propios creadores- en una compleja relación caracterizada casi siempre por el rechazo y la resignación del autor hacia ese lapso y a esa sociedad en la que le ha tocado vivir, y definido por Hegel como el espíritu de una época.
Así, de acuerdo con el filósofo idealista alemán, el espíritu de una época es el conjunto de creencias, ideas y costumbres que definen a un período de tiempo.
Sin embargo, añade, sólo existe un único espíritu, que se traduce en diferentes formas a lo largo de los tiempos, siendo su evolución, justamente, la esencia del progreso racional. La historia de la filosofía señala los diferentes espíritus de la época, que responden a una determinada configuración de su gobierno, costumbres, ideas, pensamientos y cultura en general.
Para Bertrand Russell, la nuestra, esta de mediados del siglo XX a inicios del XXI, es el culto equivocado al hombre práctico.
Y los libros son, en definitiva, manifestación material del espíritu, según afirmó el propio Hegel.
Una bomba política llamada Tartufo
El vínculo entre la comedia Tartufo de Molière y su época es particularmente claro. Escrita en Francia probablemente entre 1667 y 1669, en un período de continuas convulsiones sociales debido a los abusos de la nobleza y el clero, así como a los enfrentamientos entre católicos y protestantes, sobre todo jansenistas, la obra está trufada de sentencias moralistas cristianas, como si su autor hubiera pretendido con ella ordenar sus propias reflexiones religiosas.
Dotada, según algunos, de unos prodigiosos diálogos, Tartufo, además, presenta una estructura de gran dinamismo literario, circunstancia inusual para la expresión estética barroca. Esta se caracterizó por el uso abundante de atributos y epítetos, numerosa adjetivación como recurso para el adorno retórico, constantes repeticiones y grandes estructuras narrativas. Y si la grandilocuencia es consustancial a la literatura barroca, esta obra de Molière, por el contrario, sorprende por su brillante realismo y agudeza en la penetración psicológica de los personajes, y se encuentra centrada en la desmitificación racional de los dogmas religiosos simplemente mediante el relato de los hechos de su principal personaje, de nombre Tartufo.
Este es un beato que hace gala de una hipocresía escandalosa, que pretende arbitrar en un conflicto familiar mediante sentencias bíblicas y que termina acosando sexualmente a la hija y rapiñando el patrimonio del grupo de parentesco en cuestión. Y es justamente esta actitud de cinismo rampante y brutal la que era denunciada por los reformistas protestantes con respecto al clero católico.
Cuando Molière escribió su obra, la disputa religiosa entre jansenistas y jesuitas era muy intensa y ya había devenido en problema de Estado para el rey Luis XIV. Incluso, Cornelio Jansenio, asentado en Holanda, intervino al menos indirectamente en la tensión política surgida en la difícil articulación de las relaciones entre la monarquía absolutista, el galicanismo y el papa.
De origen católico y agustinista, pero doctrinariamente cercano al calvinismo, el jansenismo se caracterizó por su intensa impronta puritana, por considerar muy defectuoso el rito católico de la confesión y, sobre todo, por entender que Cristo no se había sacrificado por toda la humanidad sino sólo por unos cuantos elegidos.
En realidad, como casi todas las sectas protestantes, el jansenismo no toleraba el doble discurso moralista del clero católico, que decía unas cosas y hacía otras muy distintas. Y ese es precisamente el numen de la obra de Molière: la denuncia de la hipocresía religiosa.
Tampoco es ciertamente la única, pues la burla explícita a la burguesía y a la aristocracia que se encuentra en sus páginas resultó tan intensa en su día que las autoridades, pertenecientes a las clases sociales insultadas, decretaron el secuestro de la obra. Y ello pese a que el gran comediógrafo había sido llamado a la corte para hacer varias representaciones teatrales y se encontraba entre los favoritos del monarca, también conocido como el Rey Sol, y quien, por cierto, enunció una frase epítome del absolutismo y de la autocracia, que haría historia: el Estado soy yo.
La cruel diatriba de Molière contra las clases privilegiadas es muy probable que tuviera relación con los graves desajustes sociales provocados por la rebelión popular de La Fronda, acontecida años atrás y culminada en una espantosa matanza, que a su vez fue resultado de la impiedad y de la dureza de la política fiscal del cardenal Mazarino, quien pese a verse obligado a dimitir y a exiliarse en un principio, regresó triunfante a París y a su ministerio de Estado tras la victoria militar sobre los frondistas.
Todo indica, por tanto, que ya se encontraban en marcha las poderosas fuerzas subjetivas relacionadas con la justicia y la libertad entre el campesinado y los intelectuales franceses que cristalizarían años después en la revolución de 1787 y Molière se limitó a hacerse eco de ellas en esta obra, que resultó ser en el momento de su publicación un verdadero libelo contra el orden dominante así como una bomba política de considerable peligro.
Stevenson recrea en su revolucionaria novela la mutación de Inglaterra
Por su parte, el vínculo entre la novela de R. L. Stevenson titulada El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde y el momento histórico en que se produjo resulta aún más claro.
Stevenson revolucionó la novela de aventuras al uso, aún influida en gran medida por Walter Scott, pater familiae de la novela histórica, al ser capaz de mezclar varios géneros, en una decisión que convirtió a su obra en la más vanguardista y moderna de la época. Stevenson utilizó audazmente las convenciones del relato de terror gótico y el de intriga o policial, en una técnica narrativa muy innovadora, que produjo que la trama y el desarrollo de la obra oscilara de manera insólitamente ágil, entre uno y otro, obteniendo un prodigio de dinamismo literario.
Pero, sobre todo, Jekyll y Hyde, una novela que relata la mutación de un perfecto caballero victoriano en un hombre entregado a las pasiones más deleznables, es una sugerente metáfora de las transformaciones profundas por las que atravesaba la sociedad británica en el momento en que fue escrita.
Gran Bretaña se encontraba en plena Revolución Industrial, feliz expresión por cierto acuñada originariamente por Friedrich Engels, autor de Las Condiciones de la Clase Obrera en Inglaterra, un colosal fenómeno económico y político que mudó de arriba abajo los cimientos del país. No sólo generó la aparición de movimientos sociales posteriormente decisivos en la configuración de lo que algunos llaman occidente o cultura occidental, como el sufragismo, el cartismo o los fabianos, sino que consolidó a la burguesía como la clase más pujante y poderosa, frente al anacronismo de los terratenientes y de la aristocracia rural.
También impulsó la transformación de los medios de producción mediante la integración del maquinismo; e impulsó incluso los límites, digamos físicos del propio mercado, que debió de ser forzosamente extendido a los países que hoy denominamos del Tercer Mundo mediante el colonialismo y el imperialismo.
Resulta evidente que esta notable mutación de Gran Bretaña, que pasó a ser la potencia dominante en todo el mundo, es en realidad la que refleja la novela de Stevenson, o que al menos parece inspirarla, narrada con singular austeridad y suspense. El país, en efecto, se encontraba dividiéndose radicalmente entre conservadores victorianos terratenientes, oligarcas, militares e imperialistas -los progresistas o liberales intelectuales, socialistas, sindicalistas y feministas, entre otros- en un proceso de escisión y de enfrentamiento más o menos soterrado que aún perdura, en pleno siglo XXI.
Chéjov recrea en su cuento la profunda melancolía del pueblo ruso
Y, finalmente, La Muerte de un Funcionario, de Anton Chéjov, nos presenta a simple vista una relación directa con el lapso en el que fue escrita, debido sobre todo a que el cuento se empeña en descifrar o más bien sugerir psicológicamente la obsesión del funcionario en cuestión por mantener su status social y no poner en peligro su carrera. Pero en realidad el vínculo existe y es acaso más penetrante y profundo que en las dos obras mencionadas.
El relato de Chéjov, por lo demás, una obra maestra de precisión, brevedad, elipsis y ausencia de retórica en la construcción literaria, revela un entorno social sometido al arbitrio de la fuerza y de la prepotencia, circunstancia consustancial al zarismo.
El hecho de que la figura amenazante del pobre funcionario sea un general de alta gradación es muy significativo. Rusia se encontraba, poco antes de la Revolución de 1905, antesala de la Revolución de 1917, en pleno marasmo social provocado por un régimen delirantemente preocupado por los títulos nobiliarios, la grandeur de la aristocracia y el snobismo de una gran burguesía que se arrastraba ante la nobleza para ser admitida en su círculo áulico y que, para ello, se aupaba sobre el lomo de millones de personas reducidas a la servidumbre.
La sociedad rusa de ese tiempo se sabía injustamente organizada pero era incapaz de realizar una renovación racional de sí misma, generando unas personas y ciudadanos apáticos ante su suerte individual y colectiva y un generalizado estado de ánimo abatido, amorfo e impotente que penetraba en el alma de cada individuo hasta devorarla.
En realidad, el cuento de Chéjov expresa con singular exactitud este pathos melancólico del pueblo ruso y el cansancio infinito de uno de sus integrantes, aisladamente, este infeliz funcionario, aterrorizado por haber estornudado de manera accidental sobre la calva de un militar imperial, representante del zar de todas las Rusias, del que desconocía que iba a ser arrastrado fatalmente muy poco después. ¿Y quién o qué acontecimiento iba a precipitarlo al vacío? El espíritu de otra época.
Estas semejanzas se refieren sobre todo a aspectos estrictamente literarios pero también históricos, sociales y políticos, pues los tres libros mencionados tienen en común el que son reflejo de su tiempo y de la sociedad en que se compusieron.
Especialmente porque las grandes obras de creación poseen en efecto un fuerte vínculo con el período en que fueron realizadas -vínculo a veces inconsciente para sus propios creadores- en una compleja relación caracterizada casi siempre por el rechazo y la resignación del autor hacia ese lapso y a esa sociedad en la que le ha tocado vivir, y definido por Hegel como el espíritu de una época.
Así, de acuerdo con el filósofo idealista alemán, el espíritu de una época es el conjunto de creencias, ideas y costumbres que definen a un período de tiempo.
Sin embargo, añade, sólo existe un único espíritu, que se traduce en diferentes formas a lo largo de los tiempos, siendo su evolución, justamente, la esencia del progreso racional. La historia de la filosofía señala los diferentes espíritus de la época, que responden a una determinada configuración de su gobierno, costumbres, ideas, pensamientos y cultura en general.
Para Bertrand Russell, la nuestra, esta de mediados del siglo XX a inicios del XXI, es el culto equivocado al hombre práctico.
Y los libros son, en definitiva, manifestación material del espíritu, según afirmó el propio Hegel.
El vínculo entre la comedia Tartufo de Molière y su época es particularmente claro. Escrita en Francia probablemente entre 1667 y 1669, en un período de continuas convulsiones sociales debido a los abusos de la nobleza y el clero, así como a los enfrentamientos entre católicos y protestantes, sobre todo jansenistas, la obra está trufada de sentencias moralistas cristianas, como si su autor hubiera pretendido con ella ordenar sus propias reflexiones religiosas.
Dotada, según algunos, de unos prodigiosos diálogos, Tartufo, además, presenta una estructura de gran dinamismo literario, circunstancia inusual para la expresión estética barroca. Esta se caracterizó por el uso abundante de atributos y epítetos, numerosa adjetivación como recurso para el adorno retórico, constantes repeticiones y grandes estructuras narrativas. Y si la grandilocuencia es consustancial a la literatura barroca, esta obra de Molière, por el contrario, sorprende por su brillante realismo y agudeza en la penetración psicológica de los personajes, y se encuentra centrada en la desmitificación racional de los dogmas religiosos simplemente mediante el relato de los hechos de su principal personaje, de nombre Tartufo.
Este es un beato que hace gala de una hipocresía escandalosa, que pretende arbitrar en un conflicto familiar mediante sentencias bíblicas y que termina acosando sexualmente a la hija y rapiñando el patrimonio del grupo de parentesco en cuestión. Y es justamente esta actitud de cinismo rampante y brutal la que era denunciada por los reformistas protestantes con respecto al clero católico.
Cuando Molière escribió su obra, la disputa religiosa entre jansenistas y jesuitas era muy intensa y ya había devenido en problema de Estado para el rey Luis XIV. Incluso, Cornelio Jansenio, asentado en Holanda, intervino al menos indirectamente en la tensión política surgida en la difícil articulación de las relaciones entre la monarquía absolutista, el galicanismo y el papa.
De origen católico y agustinista, pero doctrinariamente cercano al calvinismo, el jansenismo se caracterizó por su intensa impronta puritana, por considerar muy defectuoso el rito católico de la confesión y, sobre todo, por entender que Cristo no se había sacrificado por toda la humanidad sino sólo por unos cuantos elegidos.
En realidad, como casi todas las sectas protestantes, el jansenismo no toleraba el doble discurso moralista del clero católico, que decía unas cosas y hacía otras muy distintas. Y ese es precisamente el numen de la obra de Molière: la denuncia de la hipocresía religiosa.
Tampoco es ciertamente la única, pues la burla explícita a la burguesía y a la aristocracia que se encuentra en sus páginas resultó tan intensa en su día que las autoridades, pertenecientes a las clases sociales insultadas, decretaron el secuestro de la obra. Y ello pese a que el gran comediógrafo había sido llamado a la corte para hacer varias representaciones teatrales y se encontraba entre los favoritos del monarca, también conocido como el Rey Sol, y quien, por cierto, enunció una frase epítome del absolutismo y de la autocracia, que haría historia: el Estado soy yo.
La cruel diatriba de Molière contra las clases privilegiadas es muy probable que tuviera relación con los graves desajustes sociales provocados por la rebelión popular de La Fronda, acontecida años atrás y culminada en una espantosa matanza, que a su vez fue resultado de la impiedad y de la dureza de la política fiscal del cardenal Mazarino, quien pese a verse obligado a dimitir y a exiliarse en un principio, regresó triunfante a París y a su ministerio de Estado tras la victoria militar sobre los frondistas.
Todo indica, por tanto, que ya se encontraban en marcha las poderosas fuerzas subjetivas relacionadas con la justicia y la libertad entre el campesinado y los intelectuales franceses que cristalizarían años después en la revolución de 1787 y Molière se limitó a hacerse eco de ellas en esta obra, que resultó ser en el momento de su publicación un verdadero libelo contra el orden dominante así como una bomba política de considerable peligro.
Por su parte, el vínculo entre la novela de R. L. Stevenson titulada El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde y el momento histórico en que se produjo resulta aún más claro.
Stevenson revolucionó la novela de aventuras al uso, aún influida en gran medida por Walter Scott, pater familiae de la novela histórica, al ser capaz de mezclar varios géneros, en una decisión que convirtió a su obra en la más vanguardista y moderna de la época. Stevenson utilizó audazmente las convenciones del relato de terror gótico y el de intriga o policial, en una técnica narrativa muy innovadora, que produjo que la trama y el desarrollo de la obra oscilara de manera insólitamente ágil, entre uno y otro, obteniendo un prodigio de dinamismo literario.
Pero, sobre todo, Jekyll y Hyde, una novela que relata la mutación de un perfecto caballero victoriano en un hombre entregado a las pasiones más deleznables, es una sugerente metáfora de las transformaciones profundas por las que atravesaba la sociedad británica en el momento en que fue escrita.
Gran Bretaña se encontraba en plena Revolución Industrial, feliz expresión por cierto acuñada originariamente por Friedrich Engels, autor de Las Condiciones de la Clase Obrera en Inglaterra, un colosal fenómeno económico y político que mudó de arriba abajo los cimientos del país. No sólo generó la aparición de movimientos sociales posteriormente decisivos en la configuración de lo que algunos llaman occidente o cultura occidental, como el sufragismo, el cartismo o los fabianos, sino que consolidó a la burguesía como la clase más pujante y poderosa, frente al anacronismo de los terratenientes y de la aristocracia rural.
También impulsó la transformación de los medios de producción mediante la integración del maquinismo; e impulsó incluso los límites, digamos físicos del propio mercado, que debió de ser forzosamente extendido a los países que hoy denominamos del Tercer Mundo mediante el colonialismo y el imperialismo.
Resulta evidente que esta notable mutación de Gran Bretaña, que pasó a ser la potencia dominante en todo el mundo, es en realidad la que refleja la novela de Stevenson, o que al menos parece inspirarla, narrada con singular austeridad y suspense. El país, en efecto, se encontraba dividiéndose radicalmente entre conservadores victorianos terratenientes, oligarcas, militares e imperialistas -los progresistas o liberales intelectuales, socialistas, sindicalistas y feministas, entre otros- en un proceso de escisión y de enfrentamiento más o menos soterrado que aún perdura, en pleno siglo XXI.
Y, finalmente, La Muerte de un Funcionario, de Anton Chéjov, nos presenta a simple vista una relación directa con el lapso en el que fue escrita, debido sobre todo a que el cuento se empeña en descifrar o más bien sugerir psicológicamente la obsesión del funcionario en cuestión por mantener su status social y no poner en peligro su carrera. Pero en realidad el vínculo existe y es acaso más penetrante y profundo que en las dos obras mencionadas.
El relato de Chéjov, por lo demás, una obra maestra de precisión, brevedad, elipsis y ausencia de retórica en la construcción literaria, revela un entorno social sometido al arbitrio de la fuerza y de la prepotencia, circunstancia consustancial al zarismo.
El hecho de que la figura amenazante del pobre funcionario sea un general de alta gradación es muy significativo. Rusia se encontraba, poco antes de la Revolución de 1905, antesala de la Revolución de 1917, en pleno marasmo social provocado por un régimen delirantemente preocupado por los títulos nobiliarios, la grandeur de la aristocracia y el snobismo de una gran burguesía que se arrastraba ante la nobleza para ser admitida en su círculo áulico y que, para ello, se aupaba sobre el lomo de millones de personas reducidas a la servidumbre.
La sociedad rusa de ese tiempo se sabía injustamente organizada pero era incapaz de realizar una renovación racional de sí misma, generando unas personas y ciudadanos apáticos ante su suerte individual y colectiva y un generalizado estado de ánimo abatido, amorfo e impotente que penetraba en el alma de cada individuo hasta devorarla.
En realidad, el cuento de Chéjov expresa con singular exactitud este pathos melancólico del pueblo ruso y el cansancio infinito de uno de sus integrantes, aisladamente, este infeliz funcionario, aterrorizado por haber estornudado de manera accidental sobre la calva de un militar imperial, representante del zar de todas las Rusias, del que desconocía que iba a ser arrastrado fatalmente muy poco después. ¿Y quién o qué acontecimiento iba a precipitarlo al vacío? El espíritu de otra época.