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El refrán dice que en casa del herrero, cuchillo de palo. Pero en el caso de muchos escritores, las cosas se dan al revés y como deben ser: en casa del herrero, cuchillo de hierro. Me explico. Hay muchos escritores modernos cuyos protagonistas son como ellos, es decir, escritores: el escritor como héroe (o anti-héroe) en una época dominada por expertos, tecnócratas y celebridades de todo tipo –estrellas de cine, cantantes, modelos–. Es razonable, por supuesto, que la literatura esté poblada de escritores que escriben sobre escritores porque es el tema que los autores mejor conocen. Es más difícil explicar por qué el público se interesaría por tramas y personajes relativamente alejados de su diario quehacer. Lo cierto es que en este tema, digamos, «endógeno», está la clave del sentido de la literatura en la modernidad tardía y en la sociedad de consumo. O sea, lo que representa el escritor en determinada novela o relato se puede proyectar a la pantalla gigante de la literatura.
Roberto Bolaño –la máxima revelación de la literatura latinoamericana desde la década del Boom– es uno de los escritores en cuya obra proliferan los escritores y las referencias literarias, como si la obra de Bolaño estuviera dirigida a un pequeño círculo de lectores que sufren –para citar a Vila-Matas– del mal de Montano; o sea, lectores que están enfermos de literatura, tanto como lo estuvo el propio Bolaño, quien decía que si no se hubiera dedicado a escribir habría tenido una salud mucho más robusta. Los escritores que aparecen en ella pueden ser publicados o inéditos, imaginarios o reales, latinoamericanos o europeos. Muchas veces están en clave. Por ejemplo, el Arturo Belano de Los detectives salvajes y el Ulises Lima de esa misma novela son Roberto Bolaño y su compinche mexicano Mario Santiago, el poeta maldito. Belano aparece en muchos otros relatos de Bolaño, quien también se proyecta como B o con su nombre propio en relatos y poemas. Pero la autoficción en Bolaño no es una forma narcisista de proyección sino una forma de situar la literatura en el centro de su universo personal y de su mirada política. ¿Una mitografía? Quizás, pero de modesto alcance.
Inevitablemente, las proyecciones de Bolaño en su obra van creando una figura de autor que contextualiza la recepción de los textos, y en este proceso la noción misma de autor se va complicando porque el término deja de referirse exclusivamente a la persona (auto) biográfica del escritor cuyo nombre aparece en la portada del libro. Uno piensa en el escritor polaco-argentino Witold Gombrowicz, cuyo proyecto literario era recrearse a sí mismo como el protagonista de su propia literatura, inventarse un personaje llamado Gombrowicz y salir a la calle tomado de su brazo. César Aira, por otro lado, dice que la única función de los textos es crear al autor, y que luego de cumplir esa función deben desaparecer para no actuar en contra de esa figura que han dibujado. (Aira es incluso el protagonista de una novela descabellada –La última de César Aira– escrita por un talentoso admirador). De aquí a la idea de un autor sin obra o cuya obra son objetos encontrados hay poco trecho. Marcel Duchamp, quien dijo en algún momento que se retiraba de la pintura para dedicarse a jugar al ajedrez, es el caso más evidente. Y Jacques Vaché, aquel surrealista francés que cita Cortázar en uno de los epígrafes de Rayuela, parece que fue conocido solo por unas cartas que intercambió con André Breton.
Bolaño, por supuesto, y para evitar un malentendido, es un autor con abundante obra que nunca tuvo la pretensión de convertirse en un personaje de leyenda, ni mucho menos la de escribir su autobiografía. En una de sus muchas entrevistas dice aborrecer el género autobiográfico, con la excepción de libros sobre grandes detectives o grandes criminales. Pero así y todo Bolaño adviene al mundo de las letras rodeado de su propia leyenda, aunque la transformación de su trayectoria en mito quizás sea más notoria en Estados Unidos, donde no existe una idea muy clara de América Latina y hay que inventar estereotipos para vender los pocos libros que se traducen. En Estados Unidos, la publicación de Los detectives salvajes implicó una ruptura con el estereotipo mágicorrealista que hasta entonces había definido la figura de autor latinoamericano. Claro que la ruptura del estereotipo se efectuó mediante la fabricación de otro estereotipo, el del escritor contracultural, que conjugaba las imágenes de Jack Kerouac (por su apego a la mitología del camino) y del Che Guevara. Bolaño se vendió como un híbrido de estas imágenes, a pesar de que cuando escribió Los detectives salvajes tenía cuarenta y cinco años, era padre de familia y estaba asentado desde hacía años en la comunidad de Blanes. Esto significa, entre otras cosas, que aunque las autorrepresentaciones de un autor en su obra contribuyen a dibujar una figura de autor, otras imágenes proyectadas desde distintos ángulos también contribuyen a formar tal figura. El autor es una creación colectiva entre el propio autor, los lectores, otros escritores (sus pares) y los editores. Recordemos que Bolaño es un personaje de otros novelistas (Javier Cercas y Roberto Brodsky) y pensemos que su imagen como autor de Los detectives salvajes en Estados Unidos fue probablemente tramada en una reunión entre editores y agentes publicitarios. A veces se da el caso de que estos mecanismos, que son difíciles de controlar, deforman una figura de autor, como sucedió con Bolaño en aquellas ocasiones en que se lo vio como exiliado político o heroinómano.
Pero al norte y al sur del Río Bravo, y en las dos orillas del Atlántico, Bolaño conquista su lugar en el canon y en el mercado editorial en un momento en que el autor ha vuelto por sus fueros –después del destierro que le había impuesto la teoría post-estructuralista– y se ha convertido quizás en el personaje principal de la literatura. Ya no hay un Quijote que eclipse a su autor, y atrás han quedado los grandes protagonistas de la narrativa latinoamericana: don Segundo Sombra, Arturo Cova, Doña Bárbara, Pedro Páramo, Artemio Cruz, Horacio Oliveira, Úrsula Iguarán, Aureliano Buendía, etc. Si hay un personaje sobresaliente en la narrativa chilena reciente –para dar un ejemplo latinoamericano–, sería el Marcelo Chiriboga de El jardín de al lado, de José Donoso, esa especie de García Márquez ecuatoriano que se codea con todo tipo de celebridades (el papa, Fidel Castro, Carolina de Mónaco, Brigitte Bardot) y que es el príncipe consorte de la papesa que mueve el mundo editorial del Boom, Núria Monclús (Carmen Balcells, en el plano referencial). Pero el detalle clave es justamente ese, que este personaje se propone como la imagen viva del autor de éxito. De hecho, poco le faltó a Chiriboga para convertirse en uno de los autores consagrados del Boom. No solo reapareció en una novela posterior de Donoso, sino que concitó el interés de Carlos Fuentes (quien lo incluye en Diana o la cazadora solitaria y en el relato «El despojo», de La frontera de cristal) y del novelista ecuatoriano Diego Cornejo Menacho, quien dedica una novela entera a su vida y milagros, Las segundas criaturas. Ahora solo falta que alguien encuentre los diarios perdidos de Chiriboga o sus memorias, traspapeladas en algún cajón.
El retorno del autor se manifiesta en el auge de las biografías y memorias, y en la difusión que ha alcanzado, entre autores y críticos, ese género llamado autoficción, que es básicamente una mezcla de ficción y autobiografía. Hace pocos años, el manuscrito de «El jardín de senderos que se bifurcan», de Borges, fue subastado en Nueva York (se rumoreaba que la puja mínima sería de doscientos mil dólares). No sé si los manuscritos de Bolaño se subastarán en algún momento, pero las recientes exposiciones de sus archivos en Barcelona y en Madrid, que en principio fueron pensadas como una contribución al estudio de su obra, se centran claramente en la persona del autor. Bolaño fue un autor de carne y hueso, pero también fue (y es) un nombre, y ese nombre actúa como principio de coherencia de lo que de otra manera sería una colección caótica de papeles y apuntes.
El peligro de todo esto es que los lectores se interesen más por la figura, biografía o mito del autor que por sus escritos, y que, de hecho, dejen de ser lectores. Pero este peligro siempre ha existido. Todos sabemos que algunos supuestos lectores son a veces meros compradores de libros que luego exhiben para dar la impresión de ser cultos. Pensemos, por último, en el protagonista de 2666, la monumental novela póstuma de Bolaño: un autor germano que funciona como testigo de los horrores del siglo XX y que rehúye toda publicidad para que su persona no interfiera con el testimonio –siempre enigmático– de sus libros.
* Emory University