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Raúl Gómez Jattin nació en 1945 y murió el 23 de mayo de 1997. No se sabe si fue un accidente o un suicidio o si la locura lo arrojó a las ruedas del autobús bajo el cual terminó sus días en las calles de Cartagena de Indias, donde había nacido. No creció, sin embargo, allí, sino en Cereté, en el barrio Venus. Lo enviaron de regreso a su ciudad natal a los diez años, a vivir por un tiempo con su tacaña y severa abuela siria. Después del bachillerato, fue a Bogotá a estudiar Derecho en la Universidad Externado, pero no concluyó la carrera. Su niñez, los manicomios, su familia, sus amigos, el Sinú llenan sus versos, que hablan con desfachatez luminosa de la intimidad y la muerte, de la soledad y el sexo, de «un amor desmesurado y promiscuo –como bien escribe Juan Gustavo Cobo Borda– que recubre hombres y animales, mujeres y paisajes con una sinceridad brutal y conmovedora». Publicó su primer libro en 1980. Cuando su padre murió, se le declaró la esquizofrenia que lo acompañaría desde entonces hasta el fin, locura que iba y venía. Nunca, sin embargo, según su psiquiatra, el doctor José Luis Calume –citado por Heriberto Fiorillo en su libro Arde Raúl. La terrible y asombrosa historia del poeta Raúl Gómez Jattin (Bogotá, 2003)–, escribió bajo los efectos de la locura. Puede que sí bajo los de las drogas; a fin de cuentas, el poeta mismo –también citado por Fiorillo en su libro– las enumera minuciosamente: «En la vida consumí alcohol, marihuana, hongos, bazuco, cocaína y pastillas de diversa calidad»; además, le comenta a un amigo en una carta: «Me muero de ansias míticas por cuatro stropharias. Mi alma en pena y la poesía colombiana de la próxima década dependen en gran parte de esos hongos sagrados»; y sabido es, finalmente, que les dedica un poema, el «Elogio de los alucinógenos»:
«Del hongo stropharia y su herida mortal
derivó mi alma una locura alucinada
de entregarle a mis palabras de siempre
todo el sentido decisivo de la plena vida
Decir mi soledad y sus motivos sin amargura
Acercarme a esa mula vieja de mi angustia
y sacarle de la boca todo el fervor posible
toda su babaza y estrangularla lenta
con poemas anudados por la desolación
De la interminable edad adolescente
otorgada por la cannabis sativa diré
un elogio diferente Su mal es menos bello
Pero hay imágenes en mi escritura
que volvieron gracias a su embrujo
enfermizo…»
Raúl el Embrujado se cayó una mañana de mayo para siempre, roto en el segundo carril de la avenida Santander de su ciudad natal, donde murió luego de desangrarse durante unas horas en el asfalto. Hoy recordamos cinco poemas suyos.
Ellos y mi ser anónimo
Es Raúl Gómez Jattin todos sus amigos
Y es Raúl Gómez ninguno cuando pasa
Cuando pasa todos son todos
Nadie soy yo Nadie soy yo
Por qué querrá esa gente mi persona
Si Raúl no es nadie pienso yo
Si es mi vida una reunión de ellos
que pasan por su centro y se llevan mi dolor
Será porque los amo
Porque está repartido en ellos mi corazón
Así vive en ellos Raúl Gómez
Llorando riendo y en veces sonriendo
Siendo ellos y siendo a veces también yo blanco papel
A que gentes de otros ámbitos conocieran sus noches estrelladas
de espermas de fandangos cuando la Candelaria
y esa alma gentil y bondadosa de ustedes mis amigos
que saben con una botella de ron blanco
entre pecho y espalda
prometer este cielo y el otro Los amo más en el exilio
Los recuerdo con un sollozo a punto de estallar
en mi loca garganta He aquí la prueba
El leopardo
Como fuerza de monte
en un rincón oscuro
la infancia nos acecha
Así el leopardo –Martha Cristina Isabel—
El leopardo se asoma por tus ojos
ha saltado derrumbando años
y sobre mi niñez –de bruces– me he derribado
Sueños de un día trepando los peldaños de
la eternidad:
Tú venías por el sol y yo era de barro triste
Tú tenías noticias del universo y yo era ignaro
Los años –Martha– con su carga de piedras afiladas
nos han separado
Hoy te digo que creo en el pasado
como punto de llegada
Ese que no ama
La nieve de los años
bajó de tu cabello a tus pupilas
y te quedaste ciego
y luego te quedaste casi mudo
Castigo de la vida
a quien creyó engañarla
con la buena suerte
Castigo del amor
a quien usó la mentira
y la calumnia
como arma
Castigo de la muerte
quien se sentará en tu cama
y tú no la verás
Abuela Oriental
A esa abuela ensoñada
venida de Constantinopla
A esa mujer malvada
que me esquilmaba el pan
A ese monstruo mitológico
con un vientre crecido
como una calabaza gigante
Yo la odié en niñez
Y sin embargo vuelve
en esta noche aciaga
con algo de hermosura
Por algo se dice
que con el tiempo uno perdona casi todo
Vuelve con sus cicatrices en el alma
de fugada de un harén
con sus «mierda» en árabe y en español
Con su soledad en esos dos idiomas
Y ese vago destello en su espalda
de alta espiga de Siria
De lo que soy
En este cuerpo
En el cual la vida ya anochece
Vivo yo
Vientre blando y cabeza calva
Pocos dientes
Y yo adentro
Como un condenado
Estoy adentro y estoy enamorado
Y estoy viejo
Descifro mi dolor con la poesía
Y el resultado es especialmente doloroso
Voces que anuncian: ahí vienen tus angustias
Voces quebradas: pasaron ya tus días.
La poesía es la única compañera
Acostúmbrate a sus cuchillos,
Que es la única.