El embrujado

Al poeta Raúl Gómez Jattin le faltaban nueve días para cumplir cincuenta y dos años de edad cuando un autobús lo atropelló en Cartagena de Indias. Su cadáver fue llevado desde esa ciudad, en la que había vivido tanto tiempo, hasta Cereté, y allí sepultado, junto a los restos de sus padres, en el cementerio de aquel pueblo en el que pasó su infancia y de cuyo paisaje, el vasto paisaje del valle del Sinú, forjó la tierra y la carne de sus poemas.

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Raúl Gómez Jattin nació en 1945 y murió el 23 de mayo de 1997. No se sabe si fue un accidente o un suicidio o si la locura lo arrojó a las ruedas del autobús bajo el cual terminó sus días en las calles de Cartagena de Indias, donde había nacido. No creció, sin embargo, allí, sino en Cereté, en el barrio Venus. Lo enviaron de regreso a su ciudad natal a los diez años, a vivir por un tiempo con su tacaña y severa abuela siria. Después del bachillerato, fue a Bogotá a estudiar Derecho en la Universidad Externado, pero no concluyó la carrera. Su niñez, los manicomios, su familia, sus amigos, el Sinú llenan sus versos, que hablan con desfachatez luminosa de la intimidad y la muerte, de la soledad y el sexo, de «un amor desmesurado y promiscuo –como bien escribe Juan Gustavo Cobo Borda– que recubre hombres y animales, mujeres y paisajes con una sinceridad brutal y conmovedora». Publicó su primer libro en 1980. Cuando su padre murió, se le declaró la esquizofrenia que lo acompañaría desde entonces hasta el fin, locura que iba y venía. Nunca, sin embargo, según su psiquiatra, el doctor José Luis Calume –citado por Heriberto Fiorillo en su libro Arde Raúl. La terrible y asombrosa historia del poeta Raúl Gómez Jattin (Bogotá, 2003)–, escribió bajo los efectos de la locura. Puede que sí bajo los de las drogas; a fin de cuentas, el poeta mismo –también citado por Fiorillo en su libro– las enumera minuciosamente: «En la vida consumí alcohol, marihuana, hongos, bazuco, cocaína y pastillas de diversa calidad»; además, le comenta a un amigo en una carta: «Me muero de ansias míticas por cuatro stropharias. Mi alma en pena y la poesía colombiana de la próxima década dependen en gran parte de esos hongos sagrados»; y sabido es, finalmente, que les dedica un poema, el «Elogio de los alucinógenos»:

«Del hongo stropharia y su herida mortal

derivó mi alma una locura alucinada

de entregarle a mis palabras de siempre

todo el sentido decisivo de la plena vida

Decir mi soledad y sus motivos sin amargura

Acercarme a esa mula vieja de mi angustia

y sacarle de la boca todo el fervor posible

toda su babaza y estrangularla lenta

con poemas anudados por la desolación

De la interminable edad adolescente

otorgada por la cannabis sativa diré

un elogio diferente Su mal es menos bello

Pero hay imágenes en mi escritura

que volvieron gracias a su embrujo

enfermizo…»

Raúl el Embrujado se cayó una mañana de mayo para siempre, roto en el segundo carril de la avenida Santander de su ciudad natal, donde murió luego de desangrarse durante unas horas en el asfalto. Hoy recordamos cinco poemas suyos.

Ellos y mi ser anónimo

Es Raúl Gómez Jattin todos sus amigos

Y es Raúl Gómez ninguno cuando pasa

Cuando pasa todos son todos

Nadie soy yo Nadie soy yo

Por qué querrá esa gente mi persona

Si Raúl no es nadie pienso yo

Si es mi vida una reunión de ellos

que pasan por su centro y se llevan mi dolor

Será porque los amo

Porque está repartido en ellos mi corazón

Así vive en ellos Raúl Gómez

Llorando riendo y en veces sonriendo

Siendo ellos y siendo a veces también yo blanco papel

A que gentes de otros ámbitos conocieran sus noches estrelladas

de espermas de fandangos cuando la Candelaria

y esa alma gentil y bondadosa de ustedes mis amigos

que saben con una botella de ron blanco

entre pecho y espalda

prometer este cielo y el otro Los amo más en el exilio

Los recuerdo con un sollozo a punto de estallar

en mi loca garganta He aquí la prueba

El leopardo

Como fuerza de monte

en un rincón oscuro

la infancia nos acecha

Así el leopardo –Martha Cristina Isabel—

El leopardo se asoma por tus ojos

ha saltado derrumbando años

y sobre mi niñez –de bruces– me he derribado

Sueños de un día trepando los peldaños de

la eternidad:

Tú venías por el sol y yo era de barro triste

Tú tenías noticias del universo y yo era ignaro

Los años –Martha– con su carga de piedras afiladas

nos han separado

Hoy te digo que creo en el pasado

como punto de llegada

Ese que no ama

La nieve de los años

bajó de tu cabello a tus pupilas

y te quedaste ciego

y luego te quedaste casi mudo

Castigo de la vida

a quien creyó engañarla

con la buena suerte

Castigo del amor

a quien usó la mentira

y la calumnia

como arma

Castigo de la muerte

quien se sentará en tu cama

y tú no la verás

Abuela Oriental

A esa abuela ensoñada

venida de Constantinopla

A esa mujer malvada

que me esquilmaba el pan

A ese monstruo mitológico

con un vientre crecido

como una calabaza gigante

Yo la odié en niñez

Y sin embargo vuelve

en esta noche aciaga

con algo de hermosura

Por algo se dice

que con el tiempo uno perdona casi todo

Vuelve con sus cicatrices en el alma

de fugada de un harén

con sus «mierda» en árabe y en español

Con su soledad en esos dos idiomas

Y ese vago destello en su espalda

de alta espiga de Siria

De lo que soy

En este cuerpo

En el cual la vida ya anochece

Vivo yo

Vientre blando y cabeza calva

Pocos dientes

Y yo adentro

Como un condenado

Estoy adentro y estoy enamorado

Y estoy viejo

Descifro mi dolor con la poesía

Y el resultado es especialmente doloroso

Voces que anuncian: ahí vienen tus angustias

Voces quebradas: pasaron ya tus días.

La poesía es la única compañera

Acostúmbrate a sus cuchillos,

Que es la única.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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