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El acontecimiento es asaz conocido: un monje de la orden de los agustinos clava en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg noventa y cinco tesis en las que denuncia la venta de indulgencias con las cuales los fieles podían reducir su futura estancia en el purgatorio. Este tráfico corrupto respondía a la situación financiera de la Iglesia católica, complicada no solo por los gastos «administrativos» del clero. De hecho, el papa León X necesitaba recaudar fondos para construir la basílica de San Pedro. Lutero (1483-1546), por su parte, rechazaba cuanto no pudiera encontrar respaldo o asidero en la Biblia, documento sagrado en la medida en que en él se encuentra la «palabra de Dios» o Evangelio.
Como es sabido, esas tesis llegaron mucho más lejos de lo que su autor esperaba: su difusión y discusión avanzaron a la par de su condena en universidades y centros de estudios teológicos, y cuando el papa León X excomulgó a Lutero en 1520 mediante la bula Exsurge Domine, selló el inicio de la Reforma.
¿Por qué pensar esta Reforma en términos de «efectos»? Una de las tres exposiciones sobre la historia y herencia de la Reforma luterana celebradas este año en Alemania se tituló precisamente así: «El efecto Lutero: 500 años de protestantismo en el mundo». Si por razones de espacio no podemos dar cuenta aquí de esta larga historia, sí podemos reconocer en tal título la acertada indicación de que la mejor forma de evaluar el valor e interés de un pensamiento es a través de sus efectos. Intentaremos hacer un pequeño aporte en esa dirección.
Teología y filosofía
Si en nuestros días Philippe Büttgen ha señalado, en Luther et la philosophie (2011), el vínculo entre filosofía y Reforma, ya en 1826 Hegel le escribía al teólogo Tholuck, su colega en Berlín, en una carta: «soy un luterano, y confirmado plenamente en el luteranismo mediante la filosofía», y algunas décadas más tarde Nietzsche sentenciaba, con su estilo lapidario: «el párroco protestante es el abuelo de la filosofía alemana, el protestantismo mismo, su peccatum originale». Sin embargo, Lutero es considerado con frecuencia un antifilósofo. No en vano, a partir de la clásica oposición entre fe y razón, fustiga a esta: «la razón es la ramera del diablo», y, por más que el blanco evidente de estas consideraciones fuera Aristóteles, o en todo caso el Aristóteles de la escolástica medieval, a decir verdad su polémica contra la filosofía respondía al lugar prácticamente central e indiscutible acordado por los filósofos a una razón encerrada en sí misma. Para el monje agustino, la razón es buena cuando se inspira en la fe y no en su propia deificación.
Buscar la presencia de Dios en su ausencia
Lutero escribe en 1518 la Disputación de Heidelberg, en la que, según entiende, sigue la enseñanza de Pablo de Tarso (a quien llama «órgano y vaso de Cristo») y la interpretación de Agustín de Hipona y en la cual es central la oposición entre la teología de la cruz y la teología de la gloria. Contra la teología de la gloria –que, a partir de las obras, que manifiestan la majestad y gloria de Dios, busca aprehender las invisibilia dei (la justicia, la fe, la bondad...), que Dios ha puesto de manera invisible en su creación–, Lutero sostiene que se debe partir de la pasión (passio) y de la cruz. De acuerdo con su interpretación de la Biblia, Dios no puso lo importante para la justicia y la salvación en lo bello en apariencia sino en lo feo, en lo que, para la sabiduría mundana, corresponde más bien a la locura; por eso, buscar verdaderamente a Dios requiere una simplicidad que, para la ciencia de los «doctores», en palabras de Lutero, es banal y contingente. Para Lutero, la fe y la gracia son la condición de las obras. Y, por cierto, el receptáculo de esta fe y esta gracia no es otro que el corazón, lo cual, como ya supone Lutero (de hecho, esta Disputación busca resolver lo que él llama «paradojas teológicas»), es paradójico si por corazón se entiende el órgano de ciertas «intenciones» o inclinaciones. Lo que no quita que para Lutero, de acuerdo a la enseñanza de Pablo, seguir su corazón conduce al hombre a la salvación.
Para comprenderlo, consideremos lo que está en juego en la oposición entre teología de la cruz y teología de la gloria. El meollo del asunto, lo habíamos mencionado, es la cuestión de las pasiones (passiones) y de la cruz, descuidada por la teología que presta toda su atención al asombro que suscitan las obras (las obras buenas).
Tanto para Lutero como para Hegel, el temor de Dios es esencial para la salvación y la comprensión de la Palabra divina. Es lo único capaz de reducir a nada el orgullo y la seguridad en uno mismo que promueve toda «sabiduría del mundo» (que es por lo tanto sabiduría a propósito de las obras o sabiduría de lo visible). Se debe, para liberarse de la obstinación de lo que según Hegel es simple conciencia sensible, hacer un «retorno hacia dentro de sí» (y en la herencia hegeliana podríamos encontrar quizá la fórmula de Adorno contra el pensamiento de la Identidad, «pensar contra sí mismo»).
Este «retorno hacia dentro de sí» que da lugar en Hegel a la autoconciencia, liberada de la unilateralidad de las precedentes figuras de la conciencia, es en Lutero la «confesión de los pecados». La confesión parte de la constatación o del sentimiento del mal, del ser-otro, que será reducido a nada por las dos dimensiones abiertas por la cruz –es decir, por la muerte del Hijo de Dios, del Cristo–: la dimensión del corazón como receptáculo de la fe y de la gracia; y la dimensión de la Palabra, que es la de Dios, y que se deja hablar a través de uno en esta confesión de los pecados, y se convierte al mismo tiempo en la voz del sujeto confesado (y Lutero sigue a Pablo, que decía: «confesar de su boca conduce a la salvación»).
Solo al haberse hecho vacío, por decirlo de algún modo, a través de la confesión de los pecados, solo hecha la experiencia de que se es nada, se podrá, en la fuente misma del corazón, ponerse a la escucha de la Palabra, que permite, según Lutero, predicarla. Hacerse vacío o hacerse nada permite comprender la verdadera majestad de Dios, que no está en el obrar, como la fe no está en los actos de amor en sí mismos. Decir «actos» es decir «realización»: pertenece al dominio de lo visible. Para Lutero, es el «Dios oculto» lo que debe buscar la verdadera teología.
¿Qué puede significar esta verdadera teología, que debe estar siempre bajo el signo de la cruz? Siguiendo el breve paralelo con Hegel, luego de la primera cisión con el mal, que para toda conciencia primitiva es el ser-otro, una doble negación permite alcanzar nuevamente la unidad entre los aparentes opuestos de partida (obras-justicia, amor-fe, razón-revelación). La imagen del Lutero anti-filósofo no es tan completa como algunas de sus expresiones hacen pensar.
Empero, queda aún por considerar su imagen de monje alejado de las inquietudes públicas y políticas. Si bien no se convirtió en una «autoridad» eclesial más, y fue esencialmente hombre de púlpito, Lutero, que hubo de enterarse del amplio alcance de sus enseñanzas, no solo se ocupó de diatribas filosófico-teológicas…
Más allá de las querellas teológicas: la reforma en espera
Así pues, para Lutero solo se encuentra a Dios a través de la cruz de Cristo, esto es, del sufrimiento: lo trágico es subrayado como acceso a la presencia de Dios. Este es el sentido de la primera tesis de 1517: «Cuando nuestro Señor y Maestro Jesucristo dijo: “Haced penitencia...”, ha querido decir que toda la vida de los creyentes fuera penitencia» (el modelo de la penitencia es, desde luego, la cruz). Este elemento abre la dimensión del temor a Dios –hay literalmente que desesperar del propio ser y hacerse vacío–, paso decisivo hacia toda verdadera salvación.
Ahora bien, y aquí se jugaría lo esencial de esta relación particular con el sufrimiento, no se habla simplemente de sufrimiento, sino de penitencia. Nos parece que en esta diferencia terminológica se expresa ya el rasgo propio de la teología luterana –y que se encuentra lejos de la noción nietzscheana de lo trágico– definido como el comprender el mundo como fundado en el sufrimiento y que a partir de ahí buscará eliminar todo abismo entre lo «divino» y el hombre.
Lutero precisa en sus tesis que «una penitencia interna es nula si no obra exteriormente diversas mortificaciones de la carne» y que la pena vivida permanece «hasta la entrada en el reino de los cielos». Por lo demás, en la Disputación de Heidelberg es visible que opone la Ley de Dios («santa», «pura», «verdadera», «justa») a las «fuerzas naturales», es decir, a las fuerzas que pertenecen al hombre.
Para entender lo que está en juego es capital recordar las circunstancias históricas del inicio de la Reforma luterana. Si hubo un suceso digno de atención fue la «guerra de los campesinos alemanes» (1524-1526), un levantamiento de cerca de trescientos mil campesinos, artesanos, burgueses y mineros en contra de los abusos de poder y de los privilegios del clero y de la nobleza y en reclamo de la reducción de los impuestos, de la abolición de la servidumbre y de una verdadera reforma política y social. Turinga, Suabia, Franconia, Alsacia y Austria fueron los principales sitios tomados por este movimiento. El predicador y teólogo Thomas Münzer (1490-1525), seguidor y aliado de Lutero en Leipzig en 1519, se sumó a estas revueltas bajo la idea de que no podía haber reforma religiosa sin reforma social, buscando, a partir de una radical interpretación literal de la Biblia, realizar la justicia sobre la tierra y no en un más allá. En mayo de 1525, Münzer fue detenido, torturado y decapitado. Los insurrectos fueron finalmente aniquilados por los ejércitos de Felipe I de Hesse y de Jorge de Sajonia en la batalla de Frankenhausen.
La crítica a la hipocresía del clero y a las jerarquías de la Iglesia y la defensa de una lectura de la Biblia no mediada por las autoridades eclesiásticas investían la enseñanza de Lutero de un brillo esperanzador a los ojos de quienes perseguían el cambio social. Se esperaba que llegase a la plena consecuencia con sus principios, pues él también había luchado contra lo que consideraba la desfiguración de la verdadera fe. Pero mientras Münzer tomaba posición por los campesinos, Lutero prácticamente lo hacía por los príncipes. En ciertos discursos suyos dirigidos especialmente a los sublevados, pero también a los soldados que debían reprimirlos, se puede identificar una concepción de la vida en penitencia como una vida que admite la fuga ante los problemas terrestres:
«Así lo enseñó Cristo en Mateo 10: “Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra”. No dice: Cuando en una ciudad os persigan, permaneced dentro de ella y tomadla, para gloria del evangelio, y amotinaos contra los señores de la ciudad (…) Así que: cuando ocurre que por causa del evangelio, un cristiano tiene que huir siempre de un lugar a otro y dejar atrás todo lo que posee, o cuando vive en perpetua inseguridad, esperando a toda hora que tal infortunio ocurra, entonces su suerte es precisamente la que cuadra a un cristiano» (Exhortación a la paz, en relación con los doce artículos de los campesinos de Suabia, 1525).
De esto a casi bendecir a quienes masacraron a los sublevados no hay más que un paso:
«Apuñale, hiera, mate quien pueda. Si en esto te alcanza la muerte, ¡dichoso de ti! Muerte más bienaventurada jamás te podrá sobrevenir, porque mueres en el cumplimiento de la palabra y mandamiento de Dios, Romanos 13, y en el servicio del amor que se esfuerza por salvar al prójimo de los lazos del infierno y del diablo» (Contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos, 1525).
Así, la disposición al sufrimiento supone no prestar atención a las «fuerzas naturales» (Lutero dirá en la Disputación que prepararse a recibir la gracia de Cristo es desesperar totalmente de uno mismo, de las propias fuerzas), renunciar a sentir y enfrentar los problemas terrenales. Al fin y al cabo, el orden terrenal «ha sido establecido por Dios y no nos pertenece». Al sufrimiento como penitencia le corresponde la salvación como mera recepción, y en ningún caso como conquista. Cabe decir, en suma, que se trata de una disposición al sufrimiento caracterizada por su exclusiva dimensión sacrificial.
Reflexionando, pues, sobre los efectos, quinientos años después, de las noventa y cinco tesis de Lutero, abrimos finalmente la pregunta: ¿acaso resuenan todavía en la sociedad contemporánea los ecos de este pensamiento luterano (cuyo pilar, creemos haber mostrado, es la promoción del sufrimiento como penitencia), y más precisamente en la consciencia y praxis modernas (en buena parte huidizas ante la posibilidad de una salvación en el «más acá» y plagadas de diversas «formaciones de compromiso» ante el horror del mundo)?
Bibliografía
Ernst Bloch: Tomas Münzer, teólogo de la revolución, Madrid, Ciencia Nueva, 257 pp.
Philippe Büttgen Luther et la philosophie. Études d’histoire, París, Éditions de l’Ehess / J. Vrin, 2011, 321 pp.
Gerhard Ebeling: Luther: introduction à une réflexion théologique, Genève, Labor et Fides, 1983, 235 pp.
G. W. F. Hegel: Briefe von und an Hegel, ed. J. Hoffmeister, vol. 4, Hamburg, Meiner, 1960, 475 pp.
Friedrich Nietzsche: El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo, Madrid, Alianza Editorial, 2007, 192 pp.
Martin Lutero: Las 95 tesis (1517), Disputación de Heidelberg (1518), La libertad cristiana (1520), Exhortación a la paz, en relación con los doce artículos de los campesinos de Suabia (1525), Contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos (1525).
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