El disco de 78 rpm

Radio Cáritas, la emisora radial más antigua de Paraguay y –después de Radio Vaticano, fundada cinco años antes– la segunda radio católica más antigua del mundo aún en funcionamiento, acaba de cumplir el viernes 78 años de emisión ininterrumpida. Recordando las diversas voces que narraron la historia de tantas generaciones de paraguayos y acompañaron tantas vidas, hoy traemos como primicia exclusiva un adelanto del libro de Víctor Barrios y Juan Pastoriza Memorias de radio, que será editado en breve y que recoge anécdotas de estos 78 años de transmisión; los siguientes fragmentos forman parte del capítulo titulado «El disco de 78 rpm».

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«¡Padre Luis… padre Luis… nos sintonizan en la plaza Uruguaya!», gritaba con voz azorada don Jorge Martineau aquel extraviado año de 1936. Era como Natan Pinzón en la mar serena y profunda, descubriendo los bordes de un nuevo mundo. Su vozarrón acriollado de barítono bajo despertaba la libido de las beatas y de las solteronas que sintonizaban Radio Cháritas.

En la Asunción de antaño, las radioemisoras se podían contar con los dedos de la mano, y la masificación nos tenía absolutamente sin cuidado. Tampoco se conocían temas complicados como el sondeo de opinión pública, y el rating importaba un comino; por eso, la vida transcurría más sosegadamente y sin tantos encuestadores y vendedores de ilusiones fatuas andando alrededor con sus ínfulas. Por citar un ejemplo de practicidad, entonces los jóvenes, como yo, y las damas ansiosas por conocer el futuro íbamos al rancho de la mentada María Candé, la payesera y pruebera más sabionda de Guarambaré y alrededores, y todo solucionado.

Cuando conocí a don Jorge Martineau, el personaje de este episodio, por recomendaciones de su médico de cabecera llevaba una vida de cuidado. Sufría una enfermedad incurable, terminal, como se dice.

–La vida se escurre a escupitajos –decía mientras mordía su pitillo con sus dientes de oro de fumador consuetudinario. Era una chimenea humana metida en unos pantalones enormes. Entre maldiciones que lanzaba contra su propia suerte y contra nuestro director, el Padre Lavorel, carraspeaba y tosía como un condenado.

Don Jorge era lo que se dice un típico cascarrabias. Ladraba, pero no mordía y, que yo sepa, jamás hizo daño a nadie. De ahí el respeto y la admiración que le profesábamos sus compañeros de oficina. A sus sesenta y cinco años, un poco más, un poco menos, cuando lo conocí, su salud se había deteriorado ostensiblemente; se caía a pedazos, en otras palabras. Muy temprano, hacía una larga caminata de ida y vuelta hasta la bahía de Asunción, donde miraba transcurrir el río y respiraba el aire fresco de las primeras horas oxigenando sus pulmones llenos de nicotina. Lavaba su rostro en las límpidas corrientes del Paraguay, entonces sin contaminaciones de mierda ni agrotóxicos, y después regresaba a paso lento al local de la emisora.

Nuestra capital era una villa, apenas un esbozo de ciudad. Por sus tranquilas y desérticas calles de piedras basálticas no circulaban millares de vehículos guiñando los ojos a cada segundo. No se conocían los conductores asesinos furtivos; tampoco teníamos caballos locos ni yeguas locas. Solo deambulaba por sus solitarias callejuelas el «biscachero» y «popinda» Mbopipuku, amigo de lo ajeno y de los mita’i de la naciente urbe. La siesta convocaba al descanso reparador en una atmósfera bucólica de senderos serpenteantes con el trote de las burreras aún. Al culminar su ejercicio matutino, le esperaba a don Jorge una palangana de agua caliente para sus acalambrados huesos y el mate jorador, con yuyos medicinales, para combatir su lumbago y los dolores de una artritis que le volvía histérico por puro viejo, como decía doña Leona. Por haberlo tenido como compañero de trabajo y como director en otros momentos, lo conocía muy bien.

Don Jorge surgió con la misma radio. La moderna profesión radiofónica tiene en este personaje un antes y un después. Por eso, con él aparecieron todas las tareas del área que conocemos en la actualidad; bueno, casi en su mayor parte.

–Soy «todo oficio» –decía. Fue director, administrador, contador, vendedor y cobrador, experto en mercadeo (marketing), radio técnico (ingeniero, en la actualidad), programador (creativo, jamás «programero»), discotecario, operador (ingeniero de sonido), redactor de textos comerciales (ahora, publicista) y de noticias (un verdadero genio para las pirateadas), captando emisoras extranjeras en onda corta, que iba y venía nerviosamente cuando fax, teletipo, parabólica o internet pertenecían al mundo fantástico de Julio Verne. Cerraba el círculo de trabajos como vulgar locutor o «tandero», presentador de artistas o animador (speaker, showman y otros, etc.) o, si quieren la más moderna y ambigua denominación, «comunicador social», tan de moda en estos días de vyrorei y de chanterío infatuado y mediocre. Era también la temporada de los «cambiazos». Conocí a otros colegas de entonces que se volvieron locutores, almaceneros, rematadores. Juan Aponte se jactaba de ser «locutor-ramos generales». Supongo que estos rebusques forman parte del pasado.

Cuando escaseaban los comerciales o avisos «sponsor», don Jorge se preocupaba, con justa razón, por los escuálidos ingresos de sus compañeros de infortunios. De ahí su efusivo interés por el estado de los ancianitos y ancianitas del barrio. Sabía quién estaba aquejado de una enfermedad grave, incurable, como él. Al culminar la misa dominical de la parroquia, en la acera de la radio o en el atrio de la iglesia de San Francisco, repartía tarjetas personales, con dobles intenciones, por cierto. Luego, las consabidas visitas. No dejaba nada al azar. Como buen tenedor de libros, en una carpeta bien ordenada, anotaba a eventuales clientes.

Cito: «Esta semana pasará don Samuel; doña Aída sufre de cáncer terminal; mi tocayo, el turco Jorge, tuvo un derrame», y así leíamos una extensa lista de conocidos nombres de honorables parroquianos en la mira de esta suerte de inofensivo carroñero.

En su oficina de mala muerte, aromada de tabaco cubano o de algún «petÿ», de licores franceses o de caña blanca clandestina de Quiindy, cuando escaseaba el dinero, don Jorge tecleaba con fuerza su antiquísima máquina de escribir. Más que teclear, descargaba su rabia en golpes secos de sus descarnados y gruesos dedos sobre la dura Remington, que lo aguantaba todo.

También aparecían en su agenda nombres de conocidos miembros de la sociedad asuncena. Estaba enterado no solo de la situación de posibles clientes, sino también de la historia escabrosa de copetudas familias y de la bancarrota de figuras conocidas de la «creme» asuncena idas a menos en alguna noche de baccarat o ruleta en el exclusivo casino Heyn de la elegante avenida Colombia, esquina Perú.

Cuando el negro cuchillo de la carencia cortaba en finos tajos nuestros estómagos, caía del cielo o del infierno, ¡vaya uno a saber!, algún «frito», cuya paga él distribuía equitativamente entre los compañeros.

–¡Muchachos, llegó un fiambre! –decía, socarronamente. La pena o el dolor ajeno eran nuestro alborozo. No era sino la secuencia natural de la vida y la muerte.

–¡Locutor sepulturero! –lo apodó uno de los compañeros con humor negro. Es que todo tenía sentido en él.

–¿Trae un mortuorio? –interrogaba inmediatamente cuando alguien cruzaba la puerta cancel de la radio. Entonces, se hamacaba y fregaba su pronunciada panza.

Hay que señalar que don Jorge facilitaba la ocasión a dolientes deudos.

Veamos:

–Como fondo musical utilizaremos la Marcha Fúnebre de Chopin –aconsejaba, con rostro compungido; hasta utilizaba una mueca doliente frente a los entristecidos familiares.

–Le sugiero el Dies Irae de Verdi –decía a otros más «caté», y con dinero, probablemente.

En realidad, don Jorge usaba la Marcha Fúnebre de Chopin como fondo musical de todas las participaciones que leíamos –leer las participaciones estaba entonces muy de moda en el medio; además, dada la escasez de prensa escrita, este era el sistema más idóneo y rápido para avisar a los deudos–. Por otra parte, quiero creer que él, a sabiendas de su mal incurable, se identificaba con la melodía triste y quejumbrosa del tísico polaco, como anuncio de su cercana muerte. Sabía que el Buen Señor lo llamaría un día cualquiera ante el Tribunal Supremo. No tenía miedo.

«Esta monotonía agobiante tiene el mismo ritmo que esta Marcha Fúnebre; culmina en un punto», reflexionaba, intuyendo el ocaso de su vida. Entonces fijaba su mirada desorbitada y perdida en un objeto circular, en un disco de 78 rpm. Cierta vez se puso a contar cuántos surcos contenía la Marcha Fúnebre.

–Mierda, tiene 78 surcos de derecha a izquierda, igual que mi edad –escribió con una hermosa caligrafía en un pedazo de papel que descubrimos después. Su estado depresivo y su maltrecha salud habían roto su voluntad de pequeño burgués paraguayo-alsaciano. Su progenitor provenía de Alsacia, y, a fines del siglo XIX, se había afincado en las azules lomadas de Paraguarí. Allí nació don Jorge, y fue ovejero en su niñez.

Y como la existencia llega a su fin una hora remota, don Jorge traspasó los límites de la razón e ingresó al punto cero.

Al escuchar en este momento por la radio los preludios del músico en cuestión, recuerdo una tarde perdida, cuando despedíamos, en el cementerio de la Recoleta, al compañero Martineau, con la melancólica Marcha Fúnebre de Chopin.

(Adelanto de su libro Memorias de radio)

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