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Los inicios de la evacuación de los siete pueblos de las reducciones de Paraguay iban de fracaso en fracaso. Parte de los indígenas que pertenecían a los pueblos de San Miguel y San Juan comenzaron la mudanza en enero de 1753 pero a medida que iban avanzando hacia el río Uruguay, que debían cruzar, iban desistiendo de realizar el viaje y, con mucho disimulo en algunas oportunidades, y abiertamente en otras, comenzaron a regresar al sitio del que habían partido. Y el retorno no fue pacífico, ya que en el pueblo de San Juan, al menos, estallaron disturbios y el corregidor, un hijo suyo y el alcalde estuvieron a punto de ser muertos por una turba enfurecida que les acusaba de ser cómplices, con los padres misioneros, de las desgracias que les tocaba vivir.
A pesar de estos inconvenientes, los habitantes de otros pueblos decidieron abandonarlos tal como se habían comprometido a hacerlo. «Salieron también del pueblo de Santo Ángel, pero sólo ciento y treinta familias con el fin de hacer en su nuevo sitio viviendas para la mudanza; y estos a duras penas obedecieron y se arrancaron de su amada patria y sólo después de haberles togado y suplicado muchísimo su cura, y ofrecídoles y dádoles a todos ellos cuchillos y vestidos en premio anticipado por su trabajo; que por fin emprendieron en obsequio del padre comisario que así lo ordenaba apretadísimamente al padre cura; resolviéndose a salir los dichos ciento, después de muchos lances y antes de su partida pasaron y mostraban sobradamente en ellos el gran disgusto con que obedecían. Con el mismo o con mayor ya llegaron al sobredicho paso del Uruguay a 20 de enero y allí se cansaron de obedecer, como sus vecinos los sanjuanistas, pero no por la misma razón, sino por otra más detallada; y igualmente propia de la cabeza del indio. Y fue la de que ya bastaba para el cumplimiento de la voluntad del rey el que ellos hubiesen llegado hasta allí; y que no era ya menester más dar un paso adelante. Y que ya estaba su majestad servido y contento con aquello. Procuró su cura que iba con ellos (que sino acaso se hubieran cansado antes) persuadirles que aquella no era razón, sino zoncera y simpleza; pero antes les quiso captar para sus persuasiones la benevolencia dándoles varios regalos, y dádivas de aquellas que estos más suelen estimar, mas ninguno se las quiso recibir ni oírle el razonamiento que quería hacerles; sino que luego con gran sosiego y muy satisfechos de que ya aquello bastaba, para haber cumplido enteramente todas sus obligaciones de mudarse, se volvieron paso entre paso por el mismo camino, y con todo el buen tren que llevaban, a su amado pueblo, sin querer dar oídos a nada de cuanto el cura contra su disparatada razón tenía que decirles, y aún les decía. Y así él y ellos volvieron a desandar cerca de cuarenta leguas, que ya llevaban de camino, y entraron otra vez en el pueblo; en donde a pocos días murió el corregidor de pura tristeza y pesadumbre de lo que pasaba, según se creó. Pero los demás bastantemente contentos con su obediencia empezada y no más, prosiguieron con igual quietud ni sin bulla ni alboroto contra su cura; aunque de palabra abominando de los dichos alborotos de sus vecinos los de San Juan y San Miguel, que por no mudarse metían tanto ruido pudiendo sin él dejar de mudarse o hacer lo que ellos habían hecho, sin darles tanta pesadumbre a sus padres curas» (1).
«De los dos corregidores de San Juan y del Santo Ángel a uno lo dejamos ya muerto entre esta variedad de cosas y al otro mal herido y refugiado a sagrado. El de San Miguel, que también era uno de los muy pocos que aún allí había que fuesen de parecer que la mudanza se hiciese, y que en eso se le debía obedecer al padre y cumplir la palabra que se le había dado de mudarse, tuvo que sufrir muchas injurias en su demanda de echarlos de su pueblo a padecer mil miserias y trabajos. La cosa iba pasando tan adelante que el buen indio o porque ya le faltó la paciencia, o porque (y no sin fundamento) se temió que querían pasar de las palabras a las obras, puso tierra en medio y se refugió en el pueblo de San Luis, como ya antes se había por el mismo motivo refugiado o huido al de la Concepción, que está a la otra banda del Uruguay, el corregidor de San Nicolás» (2).
«De suerte que los padres y los corregidores, y cualquier otro adherente a ellos en punto de mudanza fueron los que más tuvieron que sufrir en estas revoluciones. Al dicho su corregidor hablando a la multitud le dijeron los miguelistas oyéndolo el padre cura en tres distintas ocasiones, que callase enhoramala, y lo dejaron con la palabra en la boca. Lo que le dirían en otras varias ocasiones en que empezó a hablarles sobre el mismo punto de que obedeciesen al padre y se mudasen, ya se dejó entender, cuando en las otras nada los contuvo la presencia del mismo padre que asegura que uno de los que así habló al dicho corregidor una de las tres dichas veces fue un hijo del propio corregidor, volviéndole con todos los demás las espaldas» (3).
«Finalmente por estas y por otras semejantes cosas estos dos corregidores fugitivos a petición suya fueron depuestos de su oficio sin mucha pesadumbre de los suyos, esperando que los que entrasen en su lugar les molestarían menos sobre del punto de la aborrecible mudanza; que era, según ellos decían (aunque no era así) el único punto en que en sus pueblos no se le obedecía como antes al padre, y que en todo lo demás se le obedecía como siempre, sin novedad alguna. Y aún se gloriaban de que así se había mandado por bando público; como era verdad que en uno de los dichos pueblos por lo menos, se había echado el tal bando de que a excepción de la mudanza, en todo lo demás obedeciese a los padres como antes. Pero igualmente era verdad que aun después de este su bando, solamente obedecían cuando, como y en lo que querían; y en lo que no gustaban, ni vieran el provecho de su obediencia, no. Y era cosa muy natural que pedida ya la obediencia en aquel punto, en los demás anduviese de pie quebrado» (4).
«El día antes que saliesen los del Ángel de su pueblo, que fue el 19 de enero [1753] llegaron [por] segunda vez los jesuitas a Santo Tomé con su cura, y otro padre que los conducían otra vez a su Miriñay. El padre cura por sus conocidos achaques no pudo proseguir en tan larga e incómoda peregrinación. Por eso el padre comisario sustituyó en su lugar a otro padre que aunque sería mucho más años que el cura (y este no bajaba de sesenta) se había ofrecido a dicho padre comisario espontáneamente para ir con ellos, y quedarse también con ellos en el término, en atención a que por haber sido antiguamente su cura y muy querido y estimado todavía de ellos, y aun venerado también por haber sido dos veces superior de todas las misiones, y otra de toda la provincia, podría hacer acaso con ellos lo que no podría otro en orden a que llegasen al dicho término al que iban, perseverasen y trabajasen. Y así dispuso el venerable anciano y fervoroso misionero su viaje en tan breve tiempo, que se dudó llegase al de una hora, y partió en seguimiento de sus antiguos feligreses como buen pastor en pos de sus ovejas, con bien notable edificación de todos, y muy especial gusto del padre comisario; porque así le pareció aseguraban ya la mudanza de aquel pueblo; y cierto que de ningún otro modo la podía asegurar más, ni tanto, como encargándosela a que la primera vez se la había persuadido a él y a todos los otros seis pueblos; que era este misionero el padre Bernardo Nusdorffer, antes superior y después inseparable compañero del padre comisario desde que entró en las misiones hasta aquel día en que con la dicha ocasión se vio precisado a apartarlo de sí con no menos dolor que edificación suya al ver cómo sacaba fuerzas de flaqueza y alientos para el servicio de ambas majestades, como si fuera un mozo de 25 años el que anda ya hoy día en los 70 de su edad» (5).
Notas
(1) Legajo 120, 54, Archivo Histórico Nacional de España, Madrid.
(2) Ibid.
(3) Ibid.
(4) Ibid.
(5) Ibid.
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