El contrabando filosófico de Michel Tournier

Novelista decisivo, germanista erudito, fino ensayista, notable historiador de la fotografía –contribuyó a reinterpretar la tradición fotográfica europea–, Michel Tournier falleció este martes 18 de enero. La alteridad abordada a través de una imagen del infierno inversa a la de Sartre –uno de los filósofos de los que reconocía haber bebido– en su primera novela, Vendredi ou les Limbes du Pacifique (París, Gallimard, 1967, 204 pp.), es un punto de encuentro entre Michel Tournier y Gilles Deleuze, cuya amistad desde el bachillerato fue paralela a su mutua lectura e intercambio de toda la vida. Superando dualismos anacrónicos en un enlace entre novela y filosofía que revela la dignidad intelectual de la ficción y el poder creador de la razón filosófica como actividad nutrida de fantasía y subraya lo filosófico de la literatura y lo literario de la filosofía, José Duarte revive aquí el fecundo diálogo entre Tournier y Deleuze. Un saludo de despedida y gratitud al gran contrabandista filosófico, desde París, en exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural.

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En una entrevista concedida a Le Nouvel Observateur en el 2007, Michel Tournier se definía sin complejos como un «filósofo de contrabando», como alguien que se disfrazaba de novelista para mejor esgrimir sus inquietudes filosóficas. Y recordaba también su gran amistad con Gilles Deleuze, desde la época del liceo («él [Deleuze] escuchó por primera vez hablar de filosofía gracias a mí, pero luego nos superó a todos; fue un inmenso creador»). Lo que a primera vista puede parecer una anécdota personal, uno de los tantos encuentros y desencuentros entre intelectuales franceses del siglo XX, dio posteriormente lugar a un agudo comentario de Deleuze sobre Viernes o los limbos del Pacífico, una de las novelas emblemáticas de Tournier, comentario que aparece como postfacio de esta en su edición francesa y como apéndice de la Lógica del sentido del propio Deleuze.

Reescritura del mito de Robinson Crusoe, inicialmente plasmado por Daniel Defoe, en esta novela Tournier ofrece una variante del personaje del náufrago que afronta la desolación de una isla, presentándolo esta vez cargado de sexualidad, perturbación y un anhelo de abrazar la propia deshumanización, rasgos ausentes en el ascético y laborioso héroe de Defoe.

Desde esta nueva narrativa, lugar de un fecundo encuentro entre Tournier y Deleuze, se esboza una aproximación a un problema filosófico central de la contemporaneidad: la cuestión del otro (le problème d’autrui). Un problema sobre el cual Deleuze reflexiona y cuyos lineamientos más generales intentaré reproducir.

LA APORÍA DEL OTRO

La cuestión del otro resulta casi inconcebible en el marco de la filosofía premoderna: para ella los demás no constituyen un problema que suscite reflexión, la pluralidad se define por una pertenencia inmediata de especies a un mismo género: la Humanidad, esa esencia capaz de contenernos como semejantes.

Las dudas sobre ese principio de semejanza surgen con la egología moderna, es decir, solo cuando el Yo pasa a ser la fuente privilegiada de constitución de la realidad.

En ese contexto, dos figuras fundamentales de la filosofía alemana sientan las bases: primero Hegel, con su famosa dialéctica del amo y el esclavo en la Fenomenología del espíritu, y luego Husserl, a partir de su «Quinta meditación cartesiana», que indaga el modo en que una conciencia constituye a otra conciencia. Ambas aproximaciones son recibidas por varios pensadores franceses del siglo XX, entre los cuales quizá sea Sartre el que traza el camino que recorrerán Maurice Merleau-Ponty, Emmanuel Levinas, Michel Henry, Jacques Derrida y el mismo Deleuze; cada cual con su distancia, su recelo, sus adhesiones parciales o sus agrios cuestionamientos, pero siempre ya relacionados con ese planteamiento inaugural.

El problema del otro da cuenta originalmente de un aparente callejón sin salida, una aporía en la que la figura de la alteridad se disuelve cuando se intenta pensarla. Es que, bajo la mirada del otro, cada cual puede pasar y perderse, sin cesar, de una posición alienante a una alienada. En el primer caso, yo reifico a la persona que irrumpe en mi campo de percepción y, por lo tanto, niego su carácter de persona, volviéndola un objeto más. En el segundo caso, la mirada del otro desaloja mi privilegio de consciencia activa, me cosifica, suscita en mí la honte (la vergüenza como modalidad misma de la conciencia). ¿Es posible pensar al otro sin negar su libertad, sin reducirlo a materia inerte, sin tornarlo objeto?

Problema inaugural que Sartre retoma tanto de la fenomenología hegeliana como de la husserliana, y que Deleuze, valiéndose de la novela de Tournier, reformula de forma decisiva.

EL MUNDO SIN LOS OTROS DE TOURNIER

Escribe el Robinson de Tournier en su diario íntimo: «En Esperanza [el nombre de la isla] no hay sino un punto de vista, el mío, despojado de toda virtualidad […] Mi visión de la isla se reduce a ella misma. En todos los lugares donde no estoy actualmente reina una noche insondable». La situación límite del personaje revela los efectos de autrui (el otro) como una falta que se vuelve patente. Es la ausencia de otras miradas la que pone de manifiesto el lugar que ocupan las mismas en la estructuración de un mundo: «…los otros son como faros creando, alrededor de ellos, islotes luminosos, al interior de los cuales todo es, si no conocido, al menos conocible. Ahora está hecho, las tinieblas me rodean» (Viernes o los limbos del Pacífico, p. 53, ed. francesa, trad. propia.)

Sin los otros, como dice Deleuze en su comentario, solo reina la brutal oposición del sol y la tierra, de una luz insostenible y de un abismo oscuro.

Las penurias de Robinson evidencian el costado aterrador del solipsismo, ese mito fundacional de la filosofía moderna. Los objetos sin el otro, bajo la precariedad de una iluminación intermitente, develan la existencia de una maldad de orden superior: la maldad no ya de los hombres, sino de las cosas sin la mirada de los mismos. Despojadas de un horizonte de virtualidad, las cosas se vuelven agresivas, violentas, impredecibles. No hay testigos de sus costados ocultos, falta la mirada ajena que asegure las transiciones y empalme los caminos de su manifestación. Sin autrui, la unidad misma de los objetos falla, y estos devienen líneas de fuerza, dispersión molecular, cualquier cosa menos la forma de lo perceptible, manejable, pasible de instrumentación o dominio. Emergen a cada momento y desde cualquier lugar, nos sorprenden de manera dolorosa, provocan tropiezos, instalan una incertidumbre que ya no es de alguien sino del mundo. Se derrumba progresivamente así el marco implícito de las anticipaciones. A falta de otras miradas, la temporalidad de lo posible se desvanece, los horizontes dejan de converger, la cultura se retira.

De ahí la frenética obsesión de Robinson por continuar imaginariamente el diálogo con los otros, persistir en un soliloquio vano, multiplicar las huellas de los simbólico llevando la cuenta de los días y anotando sus pensamientos en un diario, intentos que se irán mostrando como inútiles a medida que la novela avance y se produzca en su lugar una aceptación gozosa de la inhumanidad del personaje.

EL OTRO COMO ESTRUCTURA

Las reflexiones de Deleuze sobre la novela de Tournier, presentes de forma alusiva en Diferencia y repetición, se despliegan más extensamente en uno de los apéndices de Lógica del sentido. En el marco general del diálogo con el estructuralismo de la época, se busca despojar a la figura del otro de su connotación fenomenológica, es decir, de los problemas que acarrea su manifestación (aquello que aparece, ¿es otro sujeto? ¿Un objeto más?). El error de todas las teorías filosóficas que le preceden, señala Deleuze, consiste en haber reducido la figura de la alteridad, o bien a un objeto que irrumpe en mi campo de percepción, o bien a un sujeto que me percibe. La idea es abandonar los enredos de una conciencia atrapada en la dicotomía sujeto/objeto, aprisionada en la dificultad de tener que constituir otra instancia de constitución, pensar en su lugar la presencia ajena no como una aparición problemática sino como una estructura formal.

El otro como estructura se convierte en un lugar vacío que ya no señala a ninguna persona en particular, sino a la posibilidad misma de un campo perceptivo y sus categorías gestálticas: figura-fondo, leyes de pregnancia, de contraste, etc. El otro es nadie, ni sujeto de la percepción ni objeto percibido, sino más bien un esquema formal dentro del cual cualquiera puede ocupar sus funciones. Nos encontramos ante la asimilación de la alteridad a las condiciones mismas de la percepción. Como señalaba, es el otro quien asegura las transiciones de los objetos que salen y vuelven de un horizonte, los perfiles actualmente no vistos, pero potencialmente visibles, la separabilidad misma entre el objeto y la conciencia; en suma, el carácter habitable del mundo.

En el encuentro entre el escritor y el filósofo, confundidos ambos en cuanto a sus respectivos papeles, el Robinson de Tournier permite entonces sistematizar la estructura de la alteridad en una formación provista de tres elementos fundamentales: mundo posible, rostro existente y lenguaje efectivo. Estos tres elementos definen la figura del otro, ya no como la mirada ajena que me cosifica ni como la presencia sensible que objetivo, sino como una estructura que condiciona la posibilidad misma de la percepción de formas inteligibles. En primer lugar, el otro deja de ser pensado como sujeto u objeto: es ahora el significante de un mundo posible, y su ausencia como estructura desencadena la realidad que padece Robinson en la isla Esperanza. En segundo lugar, esta posibilidad ligada al otro requiere un elemento expresivo, un rostro que anticipe las virtualidades de un mundo en común mediante su sola presencia o el simple rumor del mismo. Finalmente, tenemos la palabra del otro: como señala Deleuze, basta que el otro hable y diga «tengo miedo» para que la realidad se manifieste como temible. Este último componente, el lenguaje, es el que da su realidad a un mundo que primero era tenido por simple posibilidad; a través de la palabra del otro esta posibilidad adquiere una visibilidad mayor, su contenido se explicita y la profundidad del mundo es provista de nuevos elementos.

Viernes o los limbos del Pacífico trata de la ausencia de esta estructura de la alteridad; ese es el horizonte general del drama del Robinson de Tournier. Del mismo se desprende la desesperación ante la ausencia de los otros, seguida de una progresiva aceptación fascinada de la vida elemental, sin rastros del pasado humano, demasiado humano. La tesis de Deleuze pone de manifiesto un sentido inverso de la célebre frase sartriana «el infierno son los otros». En realidad, hay un infierno aún peor, no el de los otros, sino el de su ausencia. El infierno de las cosas-sin-el-otro, que, despojadas de alteridad que las atestigüe, pierden su dimensión misma de cosas, pasan a ser puras intensidades, líneas abstractas, magnitudes no ligadas, amenazantes, imprevisibles, porque justamente falta la mirada (del otro) que resguarde un horizonte, que ayude a su cierre imposible. Ese horror de un mundo sin el otro, que Tournier expone de manera magistral en su personaje, va a ir teniendo un lugar y una resonancia cada vez mayores no solo en la obra de Deleuze sino en toda la constelación de la filosofía francesa que busca pensar un más allá de lo simbólico y cuyos nombres irán resonando en lo real lacaniano, lo abyecto, lo neutro, la differance, etc.

joseduartepenayo@gmail.com

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