El contexto de los "Caprichos"

A caballo entre dos siglos, el XVIII y el XIX, la obra de Goya asume el desafío central con que se topa la modernidad en el fondo mismo de su historia reciente: cómo conciliar la gran tradición clásica e ilustrada con las innovaciones que un tiempo nervioso comienza a urgir. Goya no es precisamente un conciliador, pero toda su obra se desarrolla, obsesiva, en torno a esta cuestión que nutre con fuerza, con furia a veces, el derrotero de una imagen perturbada por la tensión entre dos mundos adversarios.

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Ticio Escobar

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Así, por un lado, Goya se inscribe con entusiasmo en el gran sistema de la pintura, siguiendo el camino de los grandes maestros, especialmente Velázquez. Pero, por otro, perturbada por conflictos irresolubles de su presente desgarrado, su figuración se ve obligada a asumir los argumentos discordantes que inquietan el panorama moderno y anticipan los grandes temas de la contemporaneidad.
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Berenson, el reaccionario crítico de arte anglosajón, acusa a Goya de haber introducido la anarquía en el arte. Este cargo tiene su lado de verdad: la obra del gran artista español instala una encrucijada y marca un punto de ruptura en el sereno devenir del arte. En su obra, densa y fecunda, hirviente de contradicciones, se advierten anticipos germinales de planteamientos que habrán de ser utilizados por los movimientos modernos para sacudir la mirada convencional y proponer nuevos puntos de vista. Pero también podrían encontrarse en esta obra inquieta pistas para enfrentar ciertos interrogantes del arte contemporáneo.
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El Goya romántico (o el Goya antecesor del romanticismo) permite comprender una modernidad que, justamente, comienza con el romanticismo, corriente a la cual Goya se adelantó en por lo menos una generación. El neoclasicismo había sido la expresión del racionalismo. Pero este racionalismo entra en España tanto en pos de los fulgores de la Ilustración como tras la violencia absurda de las bayonetas francesas. La obra de Goya sabe detectar esta paradoja y desdobla su poética en ejes contrapuestos.

Él era un liberal, un ilustrado; podía haber sido un neoclásico en un momento en que toda Europa lo era. Pero toda Europa aún creía en la cabalidad de la Razón, mientras que para España, para Goya, Napoleón significaba la injusticia de la invasión (aunque, también, una furtiva esperanza ilustrada). El artista fue un romántico prematuro que supo expresar esta contradicción hasta el límite (en cierto sentido, el romanticismo surge con la caída de Napoleón como encarnación de la Idea Universal).
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Esta capacidad suya de olfatear el aire esquivo de su presente desgajado, hace de Goya un anticipador de la modernidad. A él le tocó vivir un presente que estaba en la raíz de los tiempos modernos y tuvo la suerte, o la condena, de intuirlo con fuerza: sintió en la piel, en los ojos, en las manos que esgrimen el pincel o la gubia, el tajo hiriente que entre los dos siglos traza la historia, el parto difícil del nuevo tiempo. Ese molde escindido produjo los bifurcados signos (las divisas, los estigmas) de la modernidad.
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La imagen de Goya está, por lo tanto, animada de potencias enfrentadas. El romanticismo lleva en su origen la maldición de un cisma insuperable producido por los resentimientos de la razón traicionada y la convulsión de una historia que no encuentra sosiego. Estas tensiones configuran el origen de la conciencia moderna, dramáticamente desgarrada entre la naturaleza y la cultura, lo demoníaco y lo dionisíaco, la razón y el deseo: polos de oposiciones que deben ser realizados al mismo tiempo mediante un gesto necesario e imposible.
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Por eso el romanticismo nunca puede alcanzar la tregua de una síntesis y está condenado al desgarramiento de una conciencia desdoblada en mundos inconciliables. Y, por eso, busca en el otro lado de la conciencia -en lo nocturno y en lo oculto- las claves que habrá de usar para enfrentar una realidad que pendula entre las luces de la razón y los monstruos que su revés cobija.
Lo diabólico y lo macabro, tanto como lo grotesco, lo fantasmal y lo perverso, observan desde el detrás, desde el lado sombrío; se cuelan a través de la hendidura que deja abierta aquella dualidad insalvable y establecen una poética de la ambigüedad. Al hacerlo, señalan un horizonte abierto entre dos mundos paralelos: un sistema perverso que refleja sus caras en sus cruces y, por igual, las vuelve aliadas y las conoce adversarias.
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La sensibilidad de Goya redobla el impacto de esos contrasentidos. El artista padece en espíritu propio la oposición entre el atraso de su país y el progreso del resto de Europa; vive el enfrentamiento entre el espíritu dieciochesco (frívolo, brillante, cortesano) y las zozobras existenciales decimonónicas; entre la arrogancia ilustrada y los argumentos bárbaros de supersticiones todavía fuertes. Para poder inscribir este tiempo aturdido, Goya debe violar los cánones vigentes y recurrir a registros plurales. Esta necesidad explica la heterogeneidad de estilos, formas y conceptos que conviven en su obra: entre la serie rococó de los tapices, por un lado, y “Los Caprichos” o las pinturas negras de la Quinta del Sordo, por otro, se abren distancias infranqueables: las que separan el ático esclarecido de la razón de sus catacumbas o sus sótanos clausurados.
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Puesto que no puede Goya conciliar las fuerzas que empujan su obra hacia lugares distintos, asume las encrucijadas; las trampas e ilusiones de su tiempo fracturado. España titubea entonces entre los rumbos bifrontes abiertos entre la escena iluminada y su lado clandestino; entre el sombrío ascetismo del Greco y la nítida serenidad de Velázquez. Y se desvela ante los ecos de querellas antiguas que, desde lejos, inquietan el arte de Europa. Y se interna, así, en el tortuoso camino que enlaza el exclusivismo aristocratizante del Manierismo, las vehemencias populistas del Barroco, las lánguidas veleidades dieciochescas y, después, el higiénico formalismo clasicista.
Omnívora, la obra de Goya se nutrió de esa matriz híbrida que habría de parir la historia moderna; sufrió, así, las convulsiones barrocas, se dejó llevar por los meneos del rococó y transitó la recta avenida neoclásica. Y llegó hasta el fondo de la tradición y, aun, tocó el más convencional academicismo para, desde allí, impulsarse con violencia hasta insertarse en la historia y abrir en ella una brecha fatal. Sus contradicciones tienen la complejidad que ofrecen las fronteras: permiten asumir el pasado con respeto y transgredirlo de cara a un porvenir en el que todas las rupturas serán bienvenidas.
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La tragedia de Goya: el don profético que le forzaba a ver el fondo de una sociedad empeñada en enmascarar su propia descomposición. Convocada por esa facultad, muchas veces la escena paralela y prohibida irrumpía inesperada, inoportunamente, más allá de la propuesta de la obra.
Por ejemplo, es posible que no haya habido consciente intención satírica en el célebre retrato de la familia de Carlos IV. Tal vez Goya veía transparentarse la estupidez y la corrupción desde el fondo de la pompa borbónica y simplemente no podía dejar de dar cuenta de ellas. Quizá vislumbrare, a su pesar, los estigmas entre las condecoraciones y oliera las humaredas del Aquelarre en medio de la escena cortesana y el tufo de la plebe o de la culpa en plena pose galante. Y dejara eclosionar, al fin, los síntomas de la decadencia velada.
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Goya no partía de certezas anteriores a la historia. Escarbaba con obsesión la imagen y descubría brujas detrás de las reinas, y mujerzuelas en las duquesas, y majas desnudas tras majas vestidas y pesadillas camufladas en el séquito de la diosa Razón.
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La obra de Goya constituye un firme alegato en pro de la autonomía de lo artístico -fundamento de la modernidad- y emplaza un modelo de estética más allá de los reinos serenos de la forma bella. Proclama la autonomía del arte con una radicalidad tal que le lleva a acoger categorías (lo feo, lo deforme, lo repulsivo) escamoteadas por el idealismo academicista. Goya es un contemporáneo de Kant: geniales ambos, saben leer desde sus lugares distintos las cifras de su presente atribulado. Ambos saben que lo horrible y lo deforme constituyen indicios ineludibles de lo real, vías intensas de experiencia estética que no deben ser relegadas.
Por eso, al lado del Goya complaciente que trata de exponer el lado claro, manteniendo vigilante la razón para impedir aquel sueño amenazante, y al lado del artista omiso que no puede evitar que se voltee el tiempo y muestre su negra espalda; al lado de ellos, se afirma el pintor o el grabador ferozmente libre que, a contrapelo de sus obligaciones cortesanas, o liberado ya de ellas, suelta, exaltado, los mil vientos ominosos de la existencia y de la historia; grita sus tantas tribulaciones personales; censura todas las formas del absurdo (y revela su seducción por ellas); denuncia la terrible violencia de la guerra y se mofa con filo de los prejuicios e intolerancias que ofenden la condición humana. Es el Goya que muestra hasta el extremo el destino doble de esta condición turbada: anhelante de luces ilustradas y entintada por su propia sombra, por su propio revés enlutado.

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Hay otro momento moderno de Goya que cabe ser destacado: el que le lleva a superar el viejo concepto profesional y artesano de lo pictórico o lo gráfico: el valor artístico basado en la pura destreza y el preciosismo técnico de la hechura. En este desdoblamiento entre lo artístico y lo estético yace una de las fuerzas más potentes de la modernidad: la que la impulsa hasta sus propios límites y la enfrenta a los tiempos contemporáneos.
Por eso es entendible la vigencia que hoy alcanza la obra de Goya. Mucho más allá de la belleza conciliada, busca ella el desenlace imposible de una cuestión primordial que no podrá ser zanjada. Pero que generará, en el intento doloroso de ser resuelta, la energía que requieren las formas del arte para pronunciar con convicción los nombres vedados.
Como Kant, Goya sabe que las formas satisfechas de la belleza no bastan y abre, temerario, las puertas a lo desmedido, a lo demasiado: a lo sublime, en términos kantianos. Asomada al vértigo de lo que está más allá de la palabra y de la imagen, la razón es tanto vigilia lúcida como inquietante sueño. A veces ilumina con paciencia o saña; a veces recurre a su expediente más feroz y, entonces, calla.

Setiembre de 2004

Museo del Barro festeja sus 25 años exhibiendo los “Caprichos” de Goya

Con una exhibición que reúne la colección completa de grabados los “Caprichos” de Francisco de Goya y Lucientes, el Museo del Barro recuerda los veinticinco años de su creación. Las obras se exhiben en la sala “Josefina Plᔠdel Centro de Artes Visuales/ Museo del Barro en su local de la calle Grabadores del Cabichui entre Cañadita y Emeterio Miranda (Isla de Francia).

La exposición es organizada por el Centro de Artes Visuales/ Museo del Barro, la Embajada de España en Paraguay y el Centro Cultural de España “Juan de Salazar”.


Matrices originales
La colección completa de esta serie consta de 82 grabados, que son los que se exponen en esta oportunidad. Ellos fueron editados por la Calcografía Nacional de España a principios del siglo XX con las matrices originales del maestro.

Estos ejemplares son de colección privada, propiedad del Embajador de España en Paraguay, Eduardo de Quesada Fernández de la Puente.

Según palabras de Enrique Lafuente Ferrari, en su “Historia del Grabado Español” la obra de Goya “basta para ennoblecer etapas menos afortunadas y aún siglos de vulgaridad y adocenamiento”. Este es un hecho corroborado por muchos estudiosos y teóricos de las artes visuales e historia del arte.

Goya desarrolla el arte del grabado no sólo como pequeño elemento decorativo (recordemos que hasta la creación de la fotografía el grabado era el único medio para hacer reiteradas copias de una misma imagen), y de difusión social del arte (con sus reproducciones de obras de Velázquez), sino con un valor pictórico propio, recogiendo el humor y la caricatura en sus aguafuertes.
Pero las ediciones de los grabados originales del genial pintor y grabador aragonés no se realizarán más. Por ello los grabados de Goya son más únicos que nunca. Esta decisión, tomada por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (España), marca un antes y un después en el coleccionismo internacional, e influye notablemente en el valor de mercado de estas obras maestras del grabado.
Las cuatro series más significativas, creadas Goya entre 1797 y 1823, han sido estampadas con las planchas o matrices de cobre originales hasta fin del siglo XX y su uso continuo ha causado un notable deteriono del material. La última vez que se obtuvieron originales de estas planchas fue en 1982, con la serie “Tauromaquia”. A partir de ahora cualquier serie deberá hacerse por métodos fotomecánicos o ediciones facsimilares.
Tan drástica decisión responde a un objetivo social, cultural y educativo que va más allá de la especulación con el grabado. Las planchas de cobre, cotidianas herramientas de estampación, convertidas ahora en objeto museístico, se pueden apreciar en el “Gabinete Francisco de Goya” en Madrid, de forma permanente y con carácter rotatorio. Se exponen 50, de las 230 matrices que posee la Academia, y las van rotando periódicamente para poder mostrarlas todas, siempre exhibiendo una pequeña muestra de cada serie.

Apoyo y patrocinio cultural
Los servicios culturales y las actividades de protección y difusión del Patrimonio Artístico y Cultural, tangible e intangible, del Paraguay que realiza la Organización No Gubernamental y sin ánimo de lucro CAV - Centro de Artes Visuales/Museo del Barro, son patrocinados en el 2004 por Itaipú Binacional, TELECEL, Citibank, Embajadas de España y Francia.

Gracias a ello se puede prestar atención a estudiantes, docentes, investigadores, distribuidores, creadores, profesionales y aficionados, turistas, e interesados en el arte y la cultura en general, nacionales y extranjeros. Los acervos de los tres museos que conforman el CAV son sostenidos, conservados y ampliados por la Fundación Carlos Colombino Laílla.
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