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Creció bajo el cielo de Turín, ese duro cielo que, relatan los hombres, vio enloquecer a Nietzsche, aunque había nacido, por azar, en nuestro hemisferio, durante los días dorados y locos de entreguerras –durante aquellos frenéticos roaring twenties que importaban por entonces directo desde el futuro sus automóviles, sus cinematógrafos, su charlestón y sus flappers– del pasado siglo XX.
Se hizo escritor y comenzó a publicar muy joven y, desde los veinticuatro tacos recién cumplidos, su edad al lanzar a los escaparates y estantes de las librerías, a fines de la década de 1940, su primera novela, Il sentiero dei nidi di ragno (El sendero de los nidos de araña, 1947), no se detuvo.
Así que siguieron a ese muchos más títulos, como, por citar algunos de entre los más leídos en general, y mezclando de todo, ensayo, cuento y novela, I giovani del Po (Los jóvenes del Po, 1951), Il visconte dimezzato (El vizconde demediado, 1952), Il barone rampante (El barón rampante, 1957), Il cavaliere inesistente (El caballero inexistente, 1959), estas tres últimas obras reunidas en un solo volumen, I nostri antenati (Nuestros antepasados, 1960), Marcovaldo (1963), Le Cosmicomiche (Las cosmicómicas, 1965), Ti con zero (Tiempo cero, 1967), Il castello dei destini incrociati (El castillo de los destinos cruzados, 1969), Gli amori difficili (Los amores difíciles, 1970), Le città invisibili (Las ciudades invisibles, 1972), Sulla fiaba (De fábula, 1980), Una pietra sopra. Discorsi di letteratyra e società (Punto aparte: ensayos sobre literatura y sociedad, 1980), Se una notte d’inverno un viaggiatore (Si una noche de invierno un viajero, 1979), Palomar (1983), etcétera, etcétera, etcétera.
Lamentaba, de las muchas horas que consumía en trabajar, no tener un poco más de tiempo para escribir. Trabajaba en el sello editorial Einaudi, colaboraba en el diario L’Unità, en la revista Il Menabó y en otros medios de prensa escrita, hacía reseñas, escribía crónicas costumbristas, redactaba presentaciones de novedades para los libreros, escribía, corregía, editaba, producía, de arriba abajo y de cabo a rabo, él solo, los fascículos del Noticiero Einaudi, «periódico mensual de información cultural», que incluía entrevistas, adelantos inéditos, noticias, textos varios.
Escribía, desde luego, aunque hubiera querido tener más tiempo, según se vio, para ellas, sus propias obras no lucrativas, cuentos, novelas y ensayos, principalmente, caminaba impaciente, nervioso y veloz por las calles, discutía sin parar sobre asuntos muy diversos, intercambiaba oscuras confidencias sobre misterios deslumbrantes y miserias terrenales, vivía en pobres cuartos alquilados.
Viajó un poco. Buscó y conoció su casa natal en Cuba, buscó y conoció en París el Oulipo. Se casó, siguió trabajando, tuvo una hija, tarde, a eso de los cuarenta, y siguió trabajando. Era como un obrero socialista a la antigua: duro, terco, laborioso, severo, humanitario. Su gran vicio fue la fábula, su gran lujo fue narrar.
Le interesaban temas teóricos en general, con pasión a veces, en particular los relacionados con los mecanismos y las estructuras del discurso, pero ante todo fue un hechizado por la fantasía. En las ciencias, como lector agudo y entendido, interesado, curioso y persistente, buscó algo muy concreto, una orientación, una guía, una esperanza para enfrentar su preocupación por la amenaza de la termodinámica: la muerte de todo lo que existe en el cosmos, el pálido y siniestro triunfo universal de la entropía («…la ciencia me interesa justamente en mi esfuerzo por salir de un conocimiento antropomorfo; pero al mismo tiempo estoy convencido de que nuestra imaginación no puede ser sino antropomorfa; de ahí mi intento de representar antropomórficamente un universo donde el hombre nunca ha existido, más aún, donde parece muy improbable que exista jamás»).
Militó en el Partido Comunista Italiano hasta 1957, cuando la invasión de Hungría por los tanques soviéticos, año en que se desafilió. Pasó a la clandestinidad y se unió a las Brigadas Garibaldi, un grupo partisano, durante la Segunda Guerra Mundial, y peleó en la resistencia contra el fascismo, pero sus cuentos y novelas fueron su mayor aventura, su más atrevido y emocionante salto a la libertad, y leerlos es, por eso, girar con la trepidante música de los grandes hechos, humanos y cósmicos, de los acontecimientos de infinitos universos posibles e imposibles, y asistir al carnaval de la mente, alucinado baile de ideas vestidas con ropajes de colores, de figuras y de carne. Es difícil expresar en palabras apropiadas, sin los vacíos excesos que él siempre evitaba tan diestra y limpiamente, la fuerza y la agilidad, la vibrante energía, la vitalidad creadora y la riqueza de la imaginación vivaz de este ligur. «La ardilla de la pluma», lo llamaba Pavese, por su capacidad de brincar y de sorprender una y otra vez, sin cesar, y quizás por ello quiso el destino detener su movimiento de azogue con un recurso simbólicamente contrario al signo fluido y móvil que auspició su vida y que marcó su obra: quizá por eso eligió detener su volátil errancia con la obstrucción que suspende lo que libremente circula, con el derrame cerebral, y luego el coma, suma inmovilidad, y el final inevitable, previsible, en un hospital de Siena.
Había nacido en Cuba, en Santiago de las Vegas, en 1923, de padres italianos que volvieron en 1925 a Italia, donde creció, donde pasó la mayor parte de su vida y donde lo fue a buscar la muerte el jueves 19 de septiembre de 1985. Había sido invitado a ocupar la cátedra de las «Charles Eliot Norton Poetry Lectures», creada en 1926, en la Universidad de Harvard, en Cambridge, Massachusetts; consistía en un ciclo de seis conferencias, pero murió cuando había terminado de escribir la quinta; nos quedaron, pues, solo cinco de sus seis propuestas para el próximo milenio (para este milenio, ya): Levedad, Rapidez, Exactitud, Visibilidad y Multiplicidad. El nombre de la sexta iba a ser Consistencia. Treinta años sin Calvino sin duda no son nada, pues no existen tan pedestres medidas en las dimensiones paralelas cuyas puertas abrió con las llaves mágicas de su proliferante ficción polimorfa, en esos planos donde las palabras derrotan a la entropía que lleva al mundo a su disgregación, zonas espaciales de ingravidez y vuelo, regiones de la utopía donde no triunfa la Muerte. En esos universos que no conocen lo que para nosotros es el acabamiento de la existencia porque siguen su propia norma interna, que para sí han fijado. En esos reinos donde el vizconde Medardo de Terralba, al que partió en dos un cañonazo turco, siguió viviendo en cada una de sus dos mitades por separado. En esos bosques aéreos donde el rebelde barón arborícola, Cósimo de Pivasco, sigue sin querer bajarse de los árboles incontables del vasto edén de la infancia. En esos imperios lejanos y prodigiosos que el veneciano Marco Polo recorre, cruzando ciudades de estaño flanqueadas por torres de aluminio que cuelgan sobre abismos, para poder dibujar el raro mapa de las otras ciudades, eternas, invisibles, que habita la memoria.